Blaise Pascal fue un genio prodigioso en las matemáticas, la ingeniería, la literatura y, por supuesto, la filosofía. Pascal experimentó numerosos problemas de salud, los cuales no le impidieron crear una importante obra en diferentes ramas del conocimiento, antes de morir a los 38 años de edad. En sus Pensées (1670), una de las obras cumbres de la prosa francesa, Pascal escribió:
La infelicidad del hombre se basa sólo en una cosa: que es incapaz de quedarse quieto en su habitación.
Esta es una de las frases más citadas de Pascal, que además hoy parece alcanzar el extremo de su literalidad. Pascal, por supuesto, no se refiere estrictamente a que los problemas del ser humano yacen en que si una persona sale puede contraer un virus y morir o –peor aún– causar que otros, más débiles, mueran. Aunque, curiosamente, comenta en el mismo fragmento (139) que las «diversas agitaciones y peligros a los que se exponen» los hombres que van a la guerra o se enfrascan en enredos pasionales provienen de que no son capaces de quedarse quietos.
El sentido de la frase es que el ser humano, al no ser capaz de tener una vida interior, una intimidad o una vida contemplativa que le llene de sentido, sale a buscar algo con qué llenar el vacío de su alma, a veces con violencia y descuido, y más comúnmente persiguiendo divertimentos, estímulos o posesiones materiales. Según Pascal, los seres humanos actúan erráticamente, «como si la posesión de las cosas que buscan pudiera hacerlos verdaderamente felices». El filósofo sugiere en otros fragmentos que existe una riqueza infinita en el autoconocimiento, en aquello que sólo puede hacerse cuando uno logra «cierta quietud».
La primera frase mencionada puede cotejarse muy bien con otro de los pensamientos más citados de Pascal: «el silencio eterno de estos espacios infinitos me llena de pavor», frase que, según el filósofo alemán Peter Sloterdijk, «formula la confesión íntima de una época», pues alude a un momento histórico que se siente aterrado por el vacío, por no estar contenidos en una esfera o en una serie de esferas jerárquicas que proveen orden y sentido a la existencia, «un manto celestial» como era imaginado el cosmos según los modelos de Aristóteles y de Ptolomeo. Es justamente por esta sensación de vacío o, mejor dicho, por no resistirse o rechazar este vacío, que el ser humano no logra quedarse quieto y busca llenar su mundo de objetos con los cuales quiere encontrar seguridad y protección.
Pero esto a fin de cuentas es un engaño, pues sólo puede postergar el «vacío», ya que no puede evitar la muerte. Todo lo que hagamos no es más que aplazar esta conciencia del vacío. Pascal escribe que desde cierta perspectiva la realeza es el puesto más hermoso del mundo, justamente porque tiene una fuente inagotable de divertimento provista por sus súbditos, lo cual le permite evitar (o postergar) «la visión de lo que le amenaza, de las rebeliones que pueden acontecer, y finalmente, en la muerte y en las enfermedades que son inevitables».
En cierta forma el ser humano contemporáneo –al menos en algunos países occidentales– es como esos reyes que tienen todo tipo de estímulos y protecciones que les permiten ni siquiera pensar en la muerte, ni siquiera quedarse sólo unos segundos a pensar en su condición mortal, en su impermanencia.
Pero, por otra parte, puede que sea también el «puesto» más terrible del mundo (hablando metafóricamente de la realeza), pues en muchos sentidos es el que menos prepara al individuo para la realidad definitiva de su enfrentamiento con el vacío. Un vacío que en otras épocas y en otras culturas ha sido, por el contrario, una fuente infinita de riqueza y de sabiduría. Y con esto nos referimos tanto a la muerte como al no-hacer, a la quietud. Pascal entiende que esa quietud o ese espacio de reflexión le revela al ser humano su condición mortal, lo presenta con la realidad de su existencia y con su misma esencia. «El hombre está visiblemente hecho para pensar; ello constituye toda su dignidad y todo su mérito [….]; el orden del pensamiento está en comenzar por sí mismo». Al respecto encontramos una frase digna del más mordaz de los existencialistas modernos en el fragmento 105: «La grandeza del ser humano consiste en su habilidad de conocer su miseria».
Pensar en la miseria propia puede parecernos algo lúgubre, pero esta misma miseria es fuente de sabiduría, acaso como lo es para el budismo «la primera noble verdad», la verdad de que la existencia es sufrimiento. Para Pascal, el ser humano es:
una nada con respecto al infinito, un todo con respecto a la nada, un medio entre nada y todo. Infinitamente distante de comprender los extremos, para él, el fin y el principio de las cosas están insuperablemente escondidos en un secreto impenetrable, y es igualmente incapaz de ver la nada de donde ha sido extraído y el infinito donde está sumido.
Es en este estado de quietud, en estar solo en su habitación sin hacer nada, sin llenar el vacío con superfluo entretenimiento, que el ser humano es capaz de percibir «notas visibles» de la deidad, la cual, sin embargo, para Pascal es esencialmente un Dios inconmensurable, oculto, por el cual el individuo debe apostar a través de la fe.
Más allá de la inclinación religiosa que pueda tener o no tener dicha idea, es indudable que la frase de Pascal es sumamente relevante hoy y siempre, pues hace referencia a la capacidad que tiene una persona de ser libre, de no necesitar de cosas externas para encontrar sentido en la vida. Más aún, es indudable que existen ciclos en la vida individual y colectiva en los que la introversión, el recogimiento o simplemente la lentitud son sumamente necesarios para conservar energía y poder renovarse.
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