La mascarilla es el objeto que mejor simboliza la pandemia, que podría volverse parte de nuestro atuendo habitual en los próximos años. Pero también provoca rechazo. Científicos sociales proponen indagar en las causas y cambiar el discurso: no presentarla solo como una buena herramienta de control de infecciones, sino enfatizar otros valores como la solidaridad, el cuidado personal y del grupo.
Por Federico Kukso/Agencia SINC
Hace nueve mil años, en lo que hoy es Israel, los agricultores ya usaban máscaras esculpidas de piedra con grandes agujeros para los ojos. Los arqueólogos que las encontraron en cuevas cerca del Mar Muerto creen que pueden haber sido usadas durante ceremonias y rituales de la era Neolítica para representar antepasados y así no olvidarlos.
Como estas piezas, el registro histórico muestra que las máscaras han estado presentes en la mayoría de las sociedades humanas, ya sea para ocultar total o parcialmente el rostro o para llamar la atención sobre él. Se trata de objetos con una multiplicidad de usos y significados. Cubrirse la cara se ha asociado con asumir una identidad diferente —El llanero solitario, Batman, el Zorro— y para ceremonias y ritos. Hay máscaras profundamente políticas como la de Guy Fawkes, usada por manifestantes anticapitalistas contemporáneos y el colectivo jáquer Anonymous. Desde finales de la Edad Media, máscaras mortuorias preservaron los rostros de reyes y conquistadores, compositores, poetas y figuras como Isaac Newton.
En 2020, ningún objeto simboliza mejor la pandemia que la mascarilla. En ausencia de un medicamento o vacuna, funciona como barrera ante el avance de la enfermedad para salvar a otros o para protegerse a uno mismo. Sin embargo, desde antes de que la Organización Mundial de la Salud (OMS) declarara la pandemia el 11 marzo de este año, este accesorio se ha instalado en el epicentro de una guerra política y cultural. Se ha convertido en un tema polarizador: incita protestas y desafíos a las autoridades públicas que recuerdan a movimientos reaccionarios del pasado.
En ausencia de un medicamento o vacuna, la mascarilla funciona como barrera ante el avance de la enfermedad para salvar a otros o protegerse a uno mismo
El discurso médico no basta para comprender por qué algunas personas las rechazan. Se requiere, más bien, tanto una perspectiva histórica como sociológica. La médica Helene-Mari van der Westhuizen sugiere, por ejemplo, tener en cuenta la variedad de sus significados en diferentes entornos para fomentar su adopción. «Necesitamos cambiar la conversación», dice a SINC esta investigadora sudafricana de la Universidad de Oxford, especialista en tuberculosis. «Pasar de hablar de las mascarillas como herramientas médicas de control de infecciones a enfatizar los valores subyacentes como la solidaridad y la seguridad comunitaria. Es probable que estas medidas mejoren la aceptación de las mascarillas y ayuden a frenar el impacto devastador de la pandemia».
1918: San Francisco, la ciudad enmascarada
El 22 de octubre de 1918 el alcalde de San Francisco, James Rolph, firmó la Ordenanza de las máscaras. «Estamos frente a frente con una epidemia letal. Es el deber de cada persona ayudar a detenerla», publicó en el periódico San Francisco Chronicle. «Usen mascarillas y salven sus vidas y las de sus hijos y vecinos».
La pandemia de influenza arrasaba por entonces en Estados Unidos. A San Francisco pronto se la conoció como la «ciudad enmascarada». Si bien la mayoría de sus habitantes siguió las recomendaciones de salud pública y adoptó las máscaras de gasa y estopilla de cuatro capas de espesor, hubo quienes las desafiaron.
Algunos médicos aseguraban que eran meras trampas de suciedad y polvo y que hacían más daño que bien. Como recuerda el historiador médico Brian Dolan, para cierto sector de la sociedad las máscaras se volvieron símbolo de la extralimitación del Gobierno, una afrenta inconstitucional a los principios de una sociedad libre. «Las máscaras se convirtieron en un símbolo político», señala este investigador de la Universidad de California. «Como ahora, los debates sobre las mascarillas tienden a crear conflicto. El consenso universal o el cumplimiento total de las medidas sanitarias nunca es posible».
«Necesitamos cambiar la conversación», dice Helene-Mari van der Westhuizen, investigadora sudafricana de la Universidad de Oxford, especialista en tuberculosis. «Pasar de hablar de las mascarillas como herramientas médicas de control de infecciones a enfatizar los valores subyacentes como la solidaridad y la seguridad comunitaria»
La principal oposición provino de una organización pequeña pero llamativa: la Liga Antimáscara, cuya comisión directiva estaba integrada por mujeres. Su presidenta fue E. J. Harrington, abogada, activista social y opositora política del alcalde. «Sus protestas sugieren que estos conflictos podrían estar ocultando divisiones ideológicas o políticas más profundas», destaca Dolan.
Pero, como en la actualidad, las razones de estos rechazos en verdad son más amplias. Para muchos en Occidente, la mascarilla blanca encarna la imagen misma de la enfermedad, un accesorio médico a utilizar solo cuando se tiene síntomas. «La covid-19 ha transformado el rostro individual y su visibilidad», advierte a SINC el sociólogo David Inglis, de la Universidad de Helsinki (Finlandia). «La idea de que los ojos son las ‘ventanas del alma’ ha existido desde los antiguos griegos, y esa actitud continúa hoy con el temor de que, si te cubres la cara, estás ocultando tu ‘verdadera naturaleza’ —reflexiona Inglis—. Ser una buena persona o un buen ciudadano es tener la cara descubierta. Pero ahora, con la covid-19, muchos gobiernos le dicen a la gente que eres un buen ciudadano si te cubres la cara. Tantos siglos de supuestos culturales se han invertido en tan solo seis meses».
La pandemia ha impuesto normas sociales y comportamientos nuevos que tienen una carga simbólica. Como destaca el antropólogo médico Christos Lynteris, las mascarillas funcionan como una señal de seguridad mutua que permite que una sociedad siga funcionando en un periodo de crisis compartida. «Entender las epidemias no solo como eventos sino también como procesos sociales es clave para su contención exitosa», escribió.
Deber cívico frente a libertades individuales
Las mascarillas también han sido aprovechadas en la propaganda nacional. Desde comienzos del siglo XX, sirvieron para proclamar la posición de China como una nación científica moderna. Fueron, sin embargo, las epidemias de SARS en 2002 y MERS en 2015 las que condujeron a la adopción masiva de máscaras faciales en varios países de Asia. Incluso cuando ya se había disipado el peligro, ciertas personas las continuaban usando. Para algunos, se convirtieron en parte de su etiqueta social, el medio por el cual comunicaban sus responsabilidades a su comunidad.
«Entender las epidemias no solo como eventos sino también como procesos sociales es clave para su contención exitosa». Christos Lynteris, antropólogo médico
El sociólogo Peter Baehr habla de la predominancia de «la cultura de la máscara» en Oriente. Las coberturas faciales, según este investigador, crean una sensación de confianza colectiva ante el peligro, una idea de deber cívico. «Al cubrir el rostro de un individuo, le dio mayor prominencia a la identidad colectiva», indica este profesor de la Universidad Lingnan, en Hong Kong. «Al difuminar las distinciones sociales, produjo semejanza social. El uso de mascarillas activó y reactivó el sentido de un destino común. La máscara era mucho más que un profiláctico contra la enfermedad. Mostró deferencia a las emociones públicas y la decisión de respetarlas».
De ahí que, cuando el Gobierno chino promulgó una política obligatoria de uso de mascarillas a finales de enero, la medida no encontró resistencias. No ocurrió lo mismo en culturas occidentales, países sin tradición de este tipo de intervenciones de salud pública. Al anunciarse la aplicación de la obligación de máscaras faciales en Austria, el canciller Sebastian Kurz afirmó: «Soy consciente de que las máscaras son ajenas a nuestra cultura».
En Estados Unidos, la obligación de cubrirse el rostro se interpretó como una atropello a las libertades civiles. En audiencias en el estado de Florida, los críticos se refirieron a ellas como «bozales» para describir la deshumanización del individuo por parte del estado. Otros objetores afirmaron que usar una máscara era «lanzar el maravilloso sistema respiratorio de Dios por la puerta».
Llevar una máscara se tomó en aquel país como un signo de demócrata y, por lo tanto, antiTrump, así como rasgo de debilidad. «Las personas se rebelan naturalmente cuando se les dice qué hacer, incluso si las medidas pudieran protegerlas», dice el psicólogo Steven Taylor, autor de The Psychology of Pandemics.
El mensaje confuso dado por la OMS no ayudó. Al principio sostuvo que las personas sanas no necesitaban mascarillas. Luego en abril revocó su consejo.
Para que una política de enmascaramiento público tenga éxito se debe instalar un nuevo simbolismo en torno al uso. Por ejemplo, describir a los usuarios de mascarillas como altruistas o como protectores, dice el equipo dirigido por Helene-Mari van der Westhuizen
Hacia un nuevo simbolismo
Las mascarillas se han vuelto el emblema de la crisis sanitaria actual como lo fue a mediados el condón para la pandemia de VIH/sida. Se las ha comparado con los cinturones de seguridad de los automóviles. «En España, el problema no es tanto convencer del uso de la mascarilla como de informar acerca de su uso correcto. Hay que evitar la sensación de que solo por llevarla ya se está contribuyendo a evitar contagios», advierte el sociólogo Luis Miller, del Instituto de Políticas y Bienes Públicos del CSIC.
«La presión de grupo, respaldada por leyes y sanciones, ha servido mucho durante esta pandemia. Se ha mostrado que algunos comportamientos que comienzan siendo fruto del miedo a las multas acaban generando hábito y manteniéndose mucho más allá», continúa este experto en investigación conductual sobre cooperación social. Pero este proceso es lento porque se produce de forma secuencial o en cascada, explica Miller: «Algunas personas adoptan el comportamiento muy pronto, pero otras necesitan ver que la mayoría de personas a su alrededor lo han adoptado para hacerlo ellas».
En un artículo publicado en el British Medical Journal, un equipo dirigido por Helene-Mari van der Westhuizen sugiere que para que una política de enmascaramiento público tenga éxito se debe instalar un nuevo simbolismo en torno al uso. Por ejemplo, describir a los usuarios de mascarillas como altruistas o como protectores. Esto ha sido efectivo en lugares como la República Checa, que el 18 de marzo de 2020 se convirtió en el primer país de Europa en legislar la cobertura obligatoria de la boca y la nariz en todas las áreas públicas.
A través de la campaña de promoción #Masks4All, las mascarillas fueron una parte fundamental de la estrategia de contención del gobierno a través de eslóganes como «guarda tus gotas para ti» y «mi máscara te protege, tu máscara me protege» que apelaban a un conjunto compartido de valores sociales.
Está por verse si esta práctica social se mantendrá más allá de la pandemia. En un escenario de enfermedades infecciosas emergentes y contaminación del aire, la mascarilla podría volverse parte de nuestro atuendo diario
Las máscaras faciales se transformaron en un indicador de cuidado colectivo. Ahora queda por ver si esta práctica social se mantendrá más allá de la pandemia. En un escenario de enfermedades infecciosas emergentes y contaminación del aire, podrían volverse parte de nuestro atuendo diario, en un medio más de expresión individual y personalizado como sombreros, chaquetas, bufandas o ponchos.
«Creo que esto dependerá en gran medida de cómo y durante cuánto tiempo la pandemia siga desarrollándose, mutando e influyendo en la vida cotidiana», afirma Anna-Mari Almila, socióloga de la moda de la Universidad de Artes de Londres. «Los nuevos hábitos necesitan tiempo. Lo que sí creo que podría suceder es una mayor facilidad de enmascaramiento ocasionalmente, en especial en las grandes ciudades. La máscara puede parecer una alternativa atractiva para las personas preocupadas por la vigilancia si llega a definirse como socialmente aceptable o al menos justificable».