En el suplemento Los Angeles Review of Books, el profesor Alec Ryrie escribe un interesante artículo titulado La cruz y la esvástika en el que analiza las «guerras culturales» (y morales) que enfrentan actualmente muchos países en los que se han generado movimientos nacionalistas. Ryrie sostiene, con razón, que actualmente el personaje moral principal del mundo es Hitler y ya no Jesús, quien lo fue por siglos en Occidente. El dominio de Hitler tiene que ver al mismo tiempo con la crítica al cristianismo de la modernidad, de la filosofía y de la ciencia y con el evento traumático de la Segunda Guerra Mundial. «Hitler fue el primer pop star», dijo alguna vez David Bowie, y en nuestra era los «pop stars» reemplazan a los dioses.
Ryrie asegura que «muchas personas siguen creyendo que Jesús es bueno pero no con la misma convicción con la que creen que el nazismo es malo». Para apoyar esta afirmación cita el ejemplo de que uno puede jugar y bromear con una cruz pero no con una esvástica. Es como si la cruz y la imagen de Jesús, en la opinión pública, hubiera perdido su poder simbólico sagrado, algo que la también llamada «cruz gamada» no ha perdido en su forma simbólica negativa. Las imágenes de las celebridades y sus «tips» parecen tener más influencia que las imágenes religiosas y las enseñanzas de los textos sagrados.
El cristianismo era lo que definía nuestra ética. Y aunque lo sigue haciendo en el sentido de que los valores de justicia, igualdad y valor absoluto de la persona son valores que históricamente nacieron o están estrechamente ligados al pensamiento cristiano, en Occidente muchas de las personas que defienden estos valores o que pretenden vivir éticamente difícilmente reconocerían su ética como cristiana. Más aún, existe el problema de defender una visión eminentemente científica de la realidad y tener una base ética, pues la ciencia no provee naturalmente una visión ética. Esto hay que encontrarlo en otro lado. En otras palabras, si creemos que el bien es la ciencia, el progreso y la tecnología –y no le damos el mismo valor, por ejemplo, a la filosofía y a la religión– tenemos el problema de que este «bien» por el que nos regimos no tiene una enseñanza ética, no nos dice qué es lo bueno. La ciencia sólo provee una descripción de qué son las cosas, una descripción de las cosas aisladas en sus componentes materiales, pero no nos dice qué valor tienen las cosas y menos aún cómo vivir o por qué vivir.
Definir el bien no es tan fácil, aunque podríamos decir con San Agustín (cuando se cuestionaba sobre el tiempo), que uno sabe qué es el bien pero si alguien nos pregunta, entonces nos cuesta trabajo definirlo. Y esto es parte del problema. Podemos, sin embargo, esbozar una definición provisional: el bien es aquello que uno puede desear plenamente, sin temor a que el deseo se convierta en una calamidad. Algo que si uno desea y practica debe traer resultados que favorezcan el desarrollo integral no sólo de la persona, sino de la sociedad y del mundo. Sócrates describió el amor como desear el bien para siempre. En cierta forma el bien es desear el amor, la compasión, la felicidad del otro para siempre. Pero, de nuevo, no es fácil encontrar una definición del bien con la que podamos estar de acuerdo todos.
Actualmente, como argumenta Ryrie, tenemos una imagen ejemplar del mal: Hitler. Hitler es una figura secular y por lo tanto lo que define a una era que se define por este ejemplo es que nos regimos por lo políticamente correcto: Hitler es la imagen de lo políticamente incorrecto. El ejemplo de Jesús actualmente ya no es tan claro. Mientras que la gran mayoría de las personas no tendrían que matizar o explicar por qué Hitler y el nazismo son malos, no sería demasiado claro para muchos decir por qué Jesus y el cristianismo son absolutamente buenos. En la mente de muchas personas se han creado asociaciones. Jesús es parte del cristianismo y éste es parte de la religión. La religión es vista por muchos como algo anticuado, anticientífico, dogmático e inefectivo, entre otras cosas. Otros más asocian el cristianismo con el poder del Vaticano y con realidades como la corrupción y la perversión moral. La imagen de Jesús resulta entonces dañada y, si sumamos la influencia de otras imágenes, arquetipos o héroes (como las estrellas de cine o los futbolistas que concentran nuestra atención y deseo), Jesús ya no parece ser muy cool, ya no tiene para la imaginación popular ese brillo que permite operar numinosamente sobre la conciencia.
El tema es espinoso. ¿Cómo separar el mensaje del mensajero? Incluso si pudiéramos lograr esto, ¿no perderíamos algo del poder que tiene el mensaje al estar asociado con una imagen en particular? La historia cambió con la Segunda Guerra Mundial: obtuvimos una imagen cercana al mal absoluto. Esta imagen sigue estando fuertemente presente. La historia también cambió con la vida de Jesús (más allá de que se pueda poner en duda o no algunos de los hechos históricos), pues obtuvimos una imagen cercana al bien absoluto. Muchos teólogos cristianos leyeron en Jesús una continuación de la idea del Bien de Platón. Como ya mencionamos, Sócrates definió el amor como el deseo eterno del bien y creó una base teórica sobre lo que significa el bien, en relación con la verdad y la belleza. Jesús dio un ejemplo de la práctica del bien, bajo el principio de amar al otro como a uno mismo. Esta es la llamada ley de oro y la esencia del pensamiento moral del Occidente. Se encuentra en cierta forma también en el Buda, quien desempeña en Asia un papel no idéntico pero sí equivalente, mostrando una imagen del bien.
La idea del bien que mostraron tanto el Buda como Jesús tiene que ver fundamentalmente con la compasión y el sacrificio del yo. La primera parte de esta ecuación sigue siendo parte de lo que consideraríamos el bien, aunque actualmente no existe mucho consenso o convicción. Por ejemplo, Nietzsche criticó la compasión y exaltó el poder y la autoafirmación (y Nietzsche es actualmente una de las principales influencias del pensamiento contemporáneo). Pese a ello, la mayoría de las personas sigue pensando en la compasión como un valor fundamental, aunque suele expresarse de forma diluida en altruismo y filantropía política. La segunda parte de la ecuación está muy lejos actualmente de lo que pensamos es el bien y entra en conflicto con la vida moderna basada en el individualismo y el consumismo (predicado en el empoderamiento del yo). Incluso nuestra idea del amor entra en conflicto con la noción del sacrificio del yo en beneficio del otro. Hemos aprendido que el amor de pareja es más una especie de apoyo o inversión para el crecimiento individual, un caminar juntos en el que los individuos se empoderan juntos, sin que uno tenga que estar dispuesto a darlo todo al otro.
Hay quizá una tercera parte de esta ecuación que está presente en las imágenes de Jesús, el Buda y otras figuras religiosas que podríamos mencionar: la sabiduría. Esta imagen sigue siendo parte de lo que consideramos el bien, aunque con la calificación de que no existe demasiado consenso o intensidad en nuestras creencias. Pero lo que creemos que es la sabiduría ha cambiado. Actualmente la sabiduría parece tener que ver con la información y el poder de transformar las cosas en tecnología y dinero. Esta es una visión utilitaria de la sabiduría y, como idea, entra en conflicto con lo que significa la sabiduría para el cristianismo, el budismo u otras religiones. En dichas tradiciones, la sabiduría está ligada a la compasión y a la renuncia de la identidad personal (al menos lo que suele llamarse el pequeño yo) y no se entiende sin el aspecto práctico y ético. Actualmente tenemos conocimiento o inteligencia, pero se podría argumentar que no tenemos sabiduría, pues no hemos logrado vivir de tal manera que nuestros actos muestren compasión. Una forma de entender la compasión es la interdependencia. Si no somos capaces de vivir en armonía con la naturaleza y todos los seres vivos, no podemos hablar ni de compasión ni sabiduría.
Todo esto para concluir que tener una imagen del mal no es suficiente. Es necesario saber reconocer el bien y tener una imagen del bien a la cual nos podemos adherir con confianza. Por no tenerla, o por tenerla de una manera más difusa y relativa, hemos llegado a un punto en el que aunque estamos alertas para evitar el surgimiento de algo radicalmente malo (de un Hitler), no tenemos la consistencia ni la decisión para hacer surgir algo radicalmente bueno. No sólo son necesarios científicos e ingenieros, como dijo Simone Weil (quien nos ofrece una posible imagen ejemplar del bien); en una época de plaga, también se necesitan santos.
https://pijamasurf.com/2020/10/puede_sobrevivir_una_civilizacion_sin_una_imagen_clara_de_lo_que_es_el_bien/
Hace tiempo que no leía tantas falsedades manipuladoras juntas. El autor, sin duda, o es mala persona o es profundamente tonto. ( Me inclino por lo primero )