«Date cuenta de una vez de que en ti mismo tienes algo superior y más divino que lo que causa las pasiones y que lo que, en una palabra, te zarandea como una mariposa.»
Marco Aurelio. Meditaciones
Habitar el mundo de los despiertos, el mundo único en común del que nos habla Heráclito, solo es posible en la medida en que haya en nosotros algo superior y más originario que nuestros juicios, impulsos y pasiones; una instancia ontológica que nos permite tomar distancia con respecto a ellos, discernir su naturaleza y despertar del sueño en el que vivimos cuando confundimos nuestro particular sistema de creencias y las conductas estructuradas en torno a él con nuestra identidad ―es decir, nuestro mundo subjetivo con la realidad―; una dimensión que posibilite que no seamos zarandeados como marionetas por nuestros condicionamientos, por nuestras representaciones no examinadas y por los impulsos que se derivan del asentimiento a ellas.
El hegemonikón
«Lo que a fin de cuentas soy es carne, un breve hálito vital y un Principio rector (hegemonikón)
Marco Aurelio. Meditaciones
Con estas palabras, Marco Aurelio describe la referida estructura trina del ser humano, presente en tantas enseñanzas sapienciales: soma, psyché y nous.
Para los estoicos, el alma humana (pneuma) es una chispa del alma cósmica, de la divinidad o inteligencia que rige y sostiene el universo. Consideran que este pneuma que permea el cosmos está presente en las formas de vida inorgánica como principio activo, cohesionador y organizador (hexis) de la materia; en las formas de vida orgánica, aquellas a las que es propio crecer y reproducirse, como principio animador y vitalizador de los cuerpos (phýsis); en los animales no racionales, además, como alma originadora de la percepción y del impulso (psyché); y, por último, se manifiesta en el ser humano en la forma más elevada e intensa de actividad pneumática: como alma inteligente o racional (lógos o nous). (1)
El lógos humano es, para el pensamiento estoico, un punto focal del Lógos cósmico (2), la presencia de lo divino en él. Para esta enseñanza ―y, en general, para las tradiciones sapienciales―, la inteligencia no es una dote de la que disponemos cada uno de nosotros como individuos; no es un principio individual, sino universal; no tiene un alcance meramente psicológico, sino ontológico, coextensivo con el ser. Ajustarse al Lógos en nosotros es ajustarse a la realidad, a la Razón que todo lo gobierna, a la Inteligencia y al Sentido únicos que todo lo conducen. Si en cuanto al cuerpo, afirma Marco Aurelio, somos una minúscula parte frente al todo, en cuanto al nous, nuestra presencia consciente, no somos en nada peor o inferiores a los dioses.
En el ser humano ―prosiguen los estoicos―, todas las partes y funciones de alma están arraigadas en lo que denominan el hegemonikón: el Regente, Principio rector o parte rectora del alma. El hegemonikón es la dimensión más elevada del compuesto humano, el centro de la conciencia, la fuente de la vida psicofísica y la sede de nuestras facultades superiores. Tanto Epicteto como Marco Aurelio acuden indistintamente a los términos razón (lógos), inteligencia (nous) (3) y Principio rector (hegemonikón) para aludir a lo mejor y más noble del ser humano, a la dimensión que lo especifica como tal. El término hegemonikón subraya su carácter de director, conductor, o gobernador interior.
Según los estoicos, nuestro Principio rector tiene cuatro poderes o capacidades, ya descritas en el capítulo anterior ― la capacidad de representarnos la realidad (phantasía), la de asentir o no a las representaciones (synkatáthesis), el impulso (hormé) y, por último, la razón (lógos), que nos permite «vigilar nuestras ideas», es decir, discernir o evaluar el contenido de nuestras representaciones. Epicteto, como veremos, dirá que estos poderes del Principio rector compendian el ámbito de «lo que siempre depende de nosotros».
«¿Qué es lo tuyo? El uso que haces de tus representaciones.»
Epicteto. Manual
Epicteto denomina igualmente a este principio central de todo ser humano «proaíresis»: libertad o albedrío. Marco Aurelio acude ocasionalmente a esta última noción, y asimismo, con más frecuencia que Epicteto, a las de «divinidad» ―el Regente es «el dios que ha puesto su morada en el interior de nuestro pecho» (Meditaciones) y «daimon» ―es el genio interior que actúa en nosotros como guardián, protector y guía―. Esta última expresión nos remite al daimon de Sócrates, a la voz interior que el filósofo reconocía como proveniente de un poder superior, la que le advertía cada vez que obraba o podía obrar erradamente, la que, según él, todos poseemos y a la que nos invitaba a escuchar.
El Regente es nuestra Identidad
Lo que venimos diciendo nos remite a una idea ya enunciada en páginas anteriores: cuando buena parte de la filosofía antigua habla del conocimiento de sí mismo, no alude al mero autoconocimiento psicológico (al conocimiento de cómo somos, de cuáles son nuestras formas de ser y de operar), sino, ante todo y por encima de todo, al conocimiento de quiénes somos, de nosotros mismos como sujetos. En otras palabras, entienden que la tarea del conocimiento de sí equivale, fundamentalmente, a conocer ese principio que constituye nuestra identidad central, y que, una vez conocido (y, en este nivel, conocerlo es serlo), permite conocer la entraña del universo porque se es uno con la fuente de la realidad en su conjunto: «Hombre, conócete a ti mismo, y conocerás el universo y a los dioses» (4). Conocer nuestra identidad más profunda es conocer el Nous, el Intelecto o Inteligencia. Equivale a conocer el Lógos, la inteligencia cósmica que sostiene y estructura la totalidad, si bien se manifiesta de forma privilegiada en el ser humano, pues tenemos autoconciencia y podemos saber de ese Lógos en nosotros.
En el diálogo platónico Alcibíades, Platón desarrolla por boca de Sócrates, partiendo de una bella metáfora, la naturaleza de este conocimiento de sí al que nos insta el precepto de Delfos («Conócete a ti mismo»):
«¿El que manda que nos conozcamos a nosotros mismos manda, por consiguiente, que conozcamos nuestra alma? […] Luego el que conoce solo su cuerpo [o su compuesto psicofísico] conoce lo que está en él, pero no conoce lo que él es. […]
Platón. Alcibíades
Tratemos, pues, en nombre de los dioses, de entender bien el precepto de Delfos, del que ya hemos hablado; pero ¿comprendemos, por ventura, ya toda su fuerza? […] Voy a comunicarte lo que a mi juicio quiere decir esta inscripción y el precepto que ella encierra. No es posible hacértela comprender por otra comparación más que por la de la vista. […] Fíjate bien: si esta inscripción hablase al ojo, como habla al ser humano, y le dijese: mírate a ti mismo, ¿qué creeríamos nosotros que le decía? ¿No creeríamos que la inscripción ordenaba al ojo que se mirase en una cosa en la que el ojo pudiera verse? […] Busquemos esta cosa, en la que, mirando, podamos ver el ojo y a nosotros mismos. […] ¿No hay en el ojo un pequeño punto que hace el mismo efecto que el espejo? […] ¿No has considerado, acaso, que cuando miramos al ojo de cualquiera que está delante de nuestra faz, se refleja y se hace visible en él, como en un espejo, justamente en lo que nosotros llamamos pupila, la imagen del que mira? […] Un ojo, para verse, debe mirar en otro ojo, y en aquella parte del ojo, que es la más preciosa, y que es la única que tiene la facultad de ver, donde reside toda su virtud, es decir, la vista. […] Mi querido Alcibíades, ¿no sucede lo mismo con el alma? Para verse, ¿no debe mirarse en el alma, y en la parte de ella en la que se encuentra su facultad propia, la inteligencia, o en cualquiera otra cosa a la que esta parte del alma se parezca en cierta manera? […] ¿Pero podremos encontrar alguna parte del alma que sea más divina que aquella en que se encuentran el entendimiento y la razón? […] En esta parte del alma, verdaderamente divina, es donde es preciso mirarse, y quien la mira y descubre en ella todo ese carácter sobrehumano, un dios y una inteligencia, bien puede decirse que tanto mejor se conoce a sí mismo».
Conocerse a sí mismo, afirma Sócrates, es conocer la Inteligencia que nos constituye y que reconocemos, como en un espejo, en el intelecto de cualquier ser humano, en aquello que «ve» en él.
¡Conocerse a sí mismo, nos enseña igualmente el pensamiento estoico, es ser y sabernos Nous ―cuyo reflejo en cada uno de nosotros es el Principio rector―. Prueba de que esta dimensión nos especifica como seres humanos y constituye nuestra identidad central ―argumentan― es que, si bien pueden dañar nuestro cuerpo, nuestras circunstancias, nuestras posesiones, nuestra reputación, etcétera, y, por ello, ninguna de estas cosas es totalmente nuestra («Tu cuerpecito no es tuyo», repite Epicteto), nadie ni nada tiene poder para mover o afectar a nuestro Regente. En consecuencia, es lo único que nos es realmente propio.
«Cuando te den una noticia inquietante, ten a mano aquello de que no cabe noticia sobre nada del albedrío [o Regente]. ¿Acaso puede alguien darte la noticia de que hiciste mal una suposición o deseaste torpemente? De ningún modo. Sino que «alguien murió”. ¿Qué tiene que ver contigo? Que «alguien habla mal de ti”. ¿Qué tiene que ver contigo? Que «tu padre prepara tales cosas”. ¿Contra quién? ¿Verdad que contra tu albedrío no? ¿Cómo iba a poder? Sino contra el cuerpecito, contra la haciendita. Estás a salvo, no es contra ti.»
Epicteto. Disertaciones
«Tres son las cosas que integran tu composición: cuerpo, hálito vital, inteligencia. De esas, dos te pertenecen, en la medida en que debes ocuparte de ellas. Y solo la tercera es propiamente tuya.»
Marco Aurelio. Meditaciones
El Intelecto ―dirá Filón de Alejandría, inspirado en la filosofía estoica― es, por ello, el «ser humano mismo», el «ser humano que hay dentro de nosotros».
El discernimiento o el uso de las representaciones
«Pero ¿qué dice Zeus? Epicteto, si hubiera sido posible, hubiera hecho tu cuerpecito y tu haciendita libres y sin trabas. Pero en realidad, no lo olvides, no es tuyo: es barro hábilmente amasado. Y puesto que no pude hacer aquello, te di una parte de nosotros mismos, la capacidad de impulso y de repulsión, de deseo y de rechazo, y, en pocas palabras, la de servirte de las representaciones.»
Epicteto. Disertaciones
«Nada hay que esté enteramente en nuestro poder sino nuestros propios pensamientos.»
Descartes. Discurso del método
El Principio rector, nuestra identidad central, es la fuente del discernimiento. Es lo que posibilita que no confundamos la realidad con nuestras opiniones, y nuestras primeras representaciones con nuestras segundas representaciones. Es lo que discierne las representaciones y asiente, o no, a ellas; lo que distingue lo verdadero de lo falso y lo incierto. En definitiva, es la capacidad que nos permite decir: «Eres una representación, y no, en absoluto, lo representado» (Epicteto. Manual).
En virtud del Regente somos señores del ámbito de nuestras representaciones y podemos servirnos correctamente de ellas. Esta capacidad del Principio rector nos remite a la intuición india ya desarrollada de la conciencia testigo, por más que ambas nociones no sean equivalentes. El Testigo, recordemos, es aquello que ilumina y atestigua todo, también los contenidos psíquicos (pensamientos, emociones e impulsos), sin identificarse con lo atestiguado; constituye, además, nuestro más íntimo sí mismo. El Principio rector, en su faceta de lógos (discernimiento), es también la luz que ilumina el pensamiento, la que nos posibilita atestiguar y examinar nuestros juicios; la instancia ontológica que nos permite no identificarnos con nuestro diálogo interno, con nuestras representaciones, impulsos y pasiones; la que nos otorga una vivencia de nuestra identidad más originaria que la estructurada en torno a los contenidos y patrones de nuestra vida psíquica.
Decir que el Principio rector es la fuente del discernimiento equivale a sostener que en él radica el sentido de la verdad, de la belleza y del bien.
Apropósito, dado que el concepto clásico de Razón es mucho más amplio y profundo que lo que contemporáneamente se entiende por razón, la mayoría de los estoicos ubicaron el centro del ser humano, no en la cabeza, sino en el corazón, en el saber del corazón. De nuevo, esto resulta coincidente con lo que sostienen muchas tradiciones sapienciales, para las que el corazón simboliza el locus del Sí mismo, el núcleo mismo de nuestro ser, así como la sede de la inteligencia y de la intuición superior.