Debo advertir desde ahora, sin embargo, que el silencio, al menos tal y como yo lo he vivido, no tiene nada de particular. El silencio es solo el marco o el contexto que posibilita todo lo demás. ¿Y qué es todo lo demás? Lo sorprendente es que no es nada, nada en absoluto: la vida misma que transcurre, nada en especial. Claro que digo «nada», pero muy bien podría también decir «todo».
Para alguien como yo, occidental hasta la médula, fue un gran logro comprender, y empezar a vivir, que yo podía estar sin pensar, sin proyectar, sin imaginar, estar sin aprovechar, sin rendir ― un estar en el mundo, un con-fundirme con él, un ser del mundo y el mundo mismo sin las cartesianas divisiones o distinciones a las que tan acostumbrado estaba por mi formación.
A veces he llegado incluso a pensar que, para el hombre, lo más natural es precisamente hacer meditación… Porque normalmente vivimos dispersos, es decir, fuera de nosotros. La meditación nos con-centra, nos devuelve a casa, nos enseña a convivir con nuestro ser. Sin esa convivencia con uno mismo, sin ese estar centrado en lo que realmente somos, veo muy difícil, por no decir imposible, una vida que pueda calificarse de humana y digna.
Al terminar mi último retiro intensivo de meditación, me fui a caminar por la montaña y, durante unos instantes ―acaso una hora―, experimenté una dicha insólita y profunda. Todo me parecía muy bello, radiante, y tuve la sensación, difícil de explicar, de que no era yo quien estaba en aquella montaña, sino que ella, la montaña, era yo. Atardecía y el cielo estaba nublado, pero a mí se me antojó que así, nublado, era perfectamente hermoso… Laska, mi perro, saltaba entre las peñas y correteaba de un lado para otro. Al verlo, pensé en que mi perro vive intensamente cada segundo; tras observarlo mucho, pues es un compañero fiel, he concluido que, al menos en eso, quiero parecerme a él.
Mi sensación de efervescente dicha durante aquella caminata por la montaña desapareció inadvertidamente, pero gracias a ella creo tener ahora una idea más ajustada de la felicidad a la que aspiro. En este instante, por ejemplo, estoy escribiendo junto a la chimenea de mi casa. Laska está a mis pies y oigo cómo afuera cae la lluvia: no imagino mayor plenitud. Madera para quemar, libros que leer, vino que catar y amigos con quienes compartir todo esto. No hace falta mucho más para la verdadera felicidad.
Algunos días después de aquel retiro volví a esa montaña, pero para mí ya no fue lo mismo. En verdad, era yo quien no era el mismo. No podemos rastrear la felicidad pasada, algo así es absurdo. Y de todo esto, ¿qué he concluido? Pues que la felicidad es, esencialmente, percepción. Y que si nos limitáramos a percibir, llegaríamos por fin a lo que somos.
Cuanto más veamos nuestra radical mutabilidad y nuestra interdependencia con el mundo y los demás, y ello hasta el punto de poder decir «yo soy tú», o bien «yo soy el universo», tanto más nos acercamos a nuestra identidad más radical. Para conocerse, por tanto, no hay que dividir o separar, sino unir. Gracias a la meditación he ido descubriendo que no hay yo y mundo, sino que mundo y yo son una misma y única cosa. La consecuencia natural de semejante hallazgo ―y no creo que haga falta ser un lince para adivinarlo― es la compasión hacia todo ser viviente: no quieres hacer daño a nada ni a nadie porque te das cuenta de que en primera instancia te dañarías a ti mismo si lo hicieras. El árbol no puede ser cortado impunemente, sin pedirle permiso. La tierra no puede ser sacada de un lugar para utilizarla en otro sin pagar algunos precios. Todo lo que haces a los demás seres y a la naturaleza te lo haces a ti. Mediante la meditación, se me ha ido revelando el misterio de la unidad.
Lo que realmente mata al hombre es la rutina; lo que le salva es la creatividad, es decir, la capacidad para vislumbrar y rescatar la novedad. Si se mira bien ―y eso es en lo que educa la meditación―, todo es siempre nuevo y diferente. Absolutamente nada es ahora como hace un instante. Participar de ese cambio continuo que llamamos «vida», ser uno con él, esa es la única promesa sensata de felicidad.
Por esta razón, para meditar no importa sentirse bien o mal, contento o triste, esperanzado o desilusionado. Cualquier estado de ánimo que se tenga es el mejor estado de ánimo posible en ese momento para hacer meditación, y ello precisamente porque es el que se tiene. Gracias a la meditación se aprende a no querer ir a ningún lugar distinto a aquel en que se está; se quiere estar en el que se está, pero plenamente. Para explorarlo. Para ver lo que da de sí.
Para percatarse de que cualquier estado de ánimo, aun aquellos que nos parecen más auténticos e incuestionables, es fugaz, basta verificar cómo nace y muere todo en nuestro interior con una pasmosa facilidad. Hacer meditación consiste precisamente en asistir cual espectador al nacimiento y muerte de todo esto, en el escenario de nuestra conciencia. ¿Adónde va lo que muere?, me he preguntado una y mil veces. ¿De dónde viene lo que nace en la mente? ¿Qué hay entre la muerte de algo y el nacimiento de otra cosa? Este es el espacio en el que siento que debo morar; este es el espacio del que brota la sabiduría perenne.
Por las veces en que he atisbado algo de este espacio y en que he habitado en él, aunque solo sea durante algunos segundos, puedo asegurar que la verdadera dicha es algo muy simple y que está al alcance de todos, de cualquiera.
Ser consciente consiste en contemplar los pensamientos. La conciencia es la unidad consigo mismo. Cuando soy consciente, vuelvo a mi casa; cuando pierdo la conciencia, me alejo, quién sabe adónde. Todos los pensamientos e ideas nos alejan de nosotros mismos. Tú eres lo que queda cuando desaparecen tus pensamientos. Claro que no creo que sea posible vivir sin pensamientos de alguna clase. Porque los pensamientos ―y esto no conviene olvidarlo― nunca logran calmarse del todo por mucha meditación que se haga. Siempre sobrevienen, pero se sosiega nuestro apego a los mismos y, con él, su frecuencia e intensidad.
Diría más aún: ni siquiera debe tomarse conciencia de lo que se piensa o hace, sino simplemente pensarlo o hacerlo. Tomar conciencia ya supone una brecha en lo que hacemos o pensamos. El secreto es vivir plenamente en lo que se tenga entre manos. Así que, por extraño que parezca, ejercitar la conciencia es el modo para vivir plácidamente sin ella: totalmente ahora, totalmente aquí.
Acerca del Autor
PABLO d’ORS (Madrid, 1963) es sacerdote católico, escritor y, por expresa designación del Papa Francisco, consejero cultural del Vaticano. Tras conocer a Franz Jalics, funda en 2014 la asociación Amigos del Desierto, cuyo propósito es profundizar y promover la práctica de la meditación.
Ha publicado, entre otros libros, la llamada Trilogía del silencio, conformada por El amigo del desierto (2009), El olvido de sí (2013) y Biografía del silencio (2012), que ha constituido un auténtico fenómeno editorial.