«Nos enfrentamos a un periodo en el que la sociedad debe tomar decisiones a una escala planetaria. Enormes cargueros surcan los mares, aviones supersónicos cruzan el cielo y explosiones nucleares resuenan por todo el mundo (tanto físicamente como en nuestras conciencias). Si en el pasado, mientras un continente entero podía verse asolado por una plaga o por terremotos el resto del mundo podía permanecer ajeno a tal desastre, las catástrofes naturales y medioambientales de hoy afectan a la humanidad entera: interconectada como está, pero incapaz de actuar políticamente de forma conjunta».
Margaret Mead, antropóloga, 1975 (introducción de las actas de la conferencia organizada por William W. Kellogg (físico y meteorólogo). Origen al volumen «The Atmosphere: Endangered and Endangering» (1980).
Siempre predispuestos a esperar grandes revoluciones, nos urge el impulso de entregarnos a algo más grande, de pertenecer a algo más amplio y trascender el yo. Los más grandes propagandistas y publicistas lo saben, y hasta los bancos hablan de revolución. «No sabes que están hablando de una revolución. Suena cómo un susurro», cantaba la doctora en antropología Tracy Chapman.
Pero no hay nada de eso en una pandemia:
“La mayoría de los eventos históricos mundiales son conscientemente históricos para los participantes que los viven. Actúan sabiendo que sus decisiones se registrarán y analizarán durante las próximas décadas o siglos. Pero las epidemias crean una especie de historia desde abajo: pueden cambiar el mundo, pero los participantes son casi inevitablemente gente común, que sigue sus rutinas establecidas, sin pensar ni un segundo en cómo se registrarán sus acciones para la posteridad”.
Steven Johnson, «The Ghost Map: The Story of London’s Most Terrifying Epidemic–and How It Changed Science, Cities, and the Modern World».
Como escribió Camus en La Peste: «Ha habido en el mundo tantas pestes como guerras y, sin embargo, pestes y guerras cogen a las gentes siempre desprevenidas».
Y sin embargo, nos quieren habituar a vivir así, a saltos. Vivir de promesas, de un futuro que finalmente traerá una normalidad adecuada. Habituados a la novedad, empujados por la sensación de insuficiencia, insatisfacción e inquietud.
Las religiones han promovido siempre este sentimiento que tiene tanto enganche, esa ansiedad que se tiene por algo que sentimos que algo grande, histórico, está por venir. Que grandes cambios están en camino. Es el «advenimiento», o la «parusía», una llegada que nunca llega. Sherezade es otro ejemplo: las grandes historias con sus grandes respuestas son siempre las que llegarán después.
También los profesionales del marketing nos lo han inoculado, y nos han convertido la vida en un «scroll» infinito, o eso que hacemos con el dedo gordo cuando lo deslizamos hacia abajo para actualizar el contenido de una aplicación. El dedo gordo como varita mágica para descubrir siempre algo mejor. La aleatoriedad en la recompensa hace el resto, (la caja de Skinner): un sistema para engancharnos a todos.
«Es como si estuvieran tomando cocaína conductual y la rociaran por toda la interfaz, y eso es lo que te mantiene con ganas de regresar una y otra vez», explicó Aza Raskin, diseñador de interfaces. Cuidado, una investigación de Nora Volkow, neurocientífica, explica que a causa de la adicción, tus zonas cerebrales para tomar decisiones pueden disminuir su función.Y precisamente, la impulsividad es lo que prima cuando se trata de crear necesidades supérfluas. «¡Cómpralo ya! La oferta se acaba».
Y en el proceso de la compra (no seas tonto!, reza un slogan) nuestro cuerpo libera energía y nos hace sentir bien para afrontar un esfuerzo al creer que la recompensa está cerca. Si algo nos produce dopamina, lo consumimos hasta que se acaba (es el slogan ¡cuando hay plop, no hay stop!).
«¿Qué tienen en común el algoritmo de Google, el succionador de clítoris y la venta por internet según Amazon? Que los tres compiten entre sí para acortar el tiempo entre la formulación del deseo y su consecución. En unas milésimas de segundo, unos minutos o unas horas ya ha llegado al resultado de tu búsqueda, tu orgasmo o una caja en la puerta de tu casa. Y los plazos no paran de menguar», escribe Jorge Carrión en «Lo viral».
Las series, por ejemplo, ofrecen este enchange («engagement») mientras el algoritmo decide que debes ver y las emociones que te despiertan te piden más (no un capítulo, la serie entera). La vida se ha convertido en acumulación de experiencias y estados, «histories», que nos encanta compartir.
El término posverdad alude a «deformar la realidad con el fin de confundir e instaurar una verdad paralela y desanclada de los hechos» define el antropólogo Jorge Grau en «Posverdad y ficción», y explica que este término se le atribuyó a Steve Tesich en un ensayo en la revista «The Nation» y llegó a convertirse en palabra del año por el diccionario de Oxford en 2016: «Hasta ahora, todos los dictadores han tenido que esforzarse mucho para reprimir la verdad. Nosotros, con nuestras acciones, estamos diciendo que eso ya no es necesario, que hemos adquirido un mecanismo espiritual que puede despojar la verdad de cualquier significado».
Sabemos que es imposible la completa verdad, la completa objetividad de los hechos, pero su alternativa tampoco es la subjetividad total. Clifford Geertz (La interpretación de las culturas) ponía un ejemplo: la asepsia total en un quirófano para no contraer ninguna infección es imposible, pero no por ello vamos a habilitar las alcantarillas como espacios aptos para operar.
James Clifford (Writing cultures) contaba el caso de un nativo Cree que, en un juicio en Montreal, cuando se le iba a tomar juramento el hombre respondió que no sabía si iba a poder decir «toda la verdad»: el solo podía aportar lo que sabía. Es de suponer que en ese momento, nadie dudaba ya de la credibilidad de las que iban a ser sus palabras.
«Las estrellas dicen que los fugaces somos nosotros». La retórica del instante y lo fluído ganan la batalla al paso lento del tiempo y a la consistencia. La reivindicación de las fugaces experiencias personales, de la presencia inmediata y las emociones, predominan sobre lo construído, la política (la raíz de «polis» remite a «polízo» que significa «construir» o «edificar»), los valores, el cuidado o la objetividad científica. Y consolidar el conocimiento exige tiempo. El antropólogo Jorge Grau Rebollo lo explica claro: «rapidez y consistencia no van de la mano. Seguramente no apremiaríamos a una cirujana durante una operación a corazón abierto».
El virus muta y cambia, surfea, es impreciso, desconocido, posverdadero. Es viral. Y da mucha rabia. Y nada más viral que la indignación.
Los algoritmos nos diseñan una imagen de la realidad de emociones fuertes y
radicalizadas como la indignación, para crear más enganche. La realidad se vuelve virtual, dejamos de percibir el mundo para percibir noticias o imágenes sobre él. Nosotros somos avatares, perfiles.
La celeridad, la velocidad, la urgencia de la actualidad reclama respuestas
rápidas y simples a problemas complejos y cambiantes, con múltiples causas. Solo acepta la impulsividad y las ideas preconcebidas, esas ideas que ya estaban en nosotros. Justamente las que precisan apoyarse en sensaciones y emociones, la apariencia, lo intuitivo que refuerzan y radicalizan nuestros sesgos.
Así, la desconfianza es un rasgo de la vida contemporánea.
Es verdad que gracias a los redes sociales, somos capaces de entablar más contacto con otros, pero hay cada vez más segmentación social o tribalización en redes sociales y aplicaciones, se comparten menos códigos de interacción comunes. Por eso, no es una crisis de identidad o un vacío existencial, sino una crisis de alteridad, y se rechaza el juego social del encuentro con el otro. La antropóloga Dolores Juliano explica que «vivimos a través de estereotipos, eso es inevitable, pero podemos desaprenderlos complejizando nuestra mirada». Quizás primero debamos asumir que todos somos miembros de una tribu, unidos por cultura, familia, religión, clase, educación, empleo, afiliación a un equipo…
Estamos evolutivamente preparados para socializar y gustar a nuestra tribu, pero no a millones de personas. En sociedades a gran escala, las personas operan en el anonimato, y la vergüenza menos funcional se vuelve.
Hay una coherencia notable en la forma en que viven los recolectores de retorno inmediato. Los! Kung San de Botswana, los aborígenes que viven en el interior de Australia, las comunidades en zonas remotas de la selva amazónica… En todas ellas, compartir no solo se fomenta; es obligatorio. Acumular u ocultar alimentos, por ejemplo, se considera un comportamiento profundamente vergonzoso. Porque los grupos humanos tienden a responder al exceso y almacenamiento de alimentos con un comportamiento como el observado en los chimpancés: mayor organización social jerárquica, violencia intergrupal, defensa del perímetro territorial y alianzas maquiavélicas.
Las posesiones sirven para establecer alianzas, y las alianzas, la sociabilidad, fue lo que dio lugar a
la resolución de problemas más sofisticadas con el tiempo. «La pobreza no es una cierta pequeña cantidad de bienes, ni es solo una relación entre medios y fines; sobre todo es una relación entre personas. La pobreza es un estado social. Como tal, es la invención de la civilización», explica en su libro clásico «Economía de la edad de piedra», el antropólogo Marshall Sahlins.
Porque las sociedades de caza y recolección tienen sus propios tipos de miserias: las que acompañan la periódica escasez severa, la susceptibilidad a una gran cantidad de infecciones y enfermedades, altas tasas de mortalidad infantil… Por eso, mantienen un constante acoso y amenaza para forzar el intercambio y envidias y celos dirigidos hacia aquellos que acumulan o no aceptan las normas comunitarias. Un anciano bosquimano le pidió una manta al antropólogo Richard Lee, y éste le respondió que se la regalaba. El anciano respondió:
«Toda mi vida he estado dando, dando; hoy soy viejo y quiero algo para mi mismo».
Con la evidencia más temprana de agricultura que data de aproximadamente 8000 a.C., la cantidad de tiempo que nuestra especie ha pasado viviendo en sociedades agrícolas establecidas representa solo el 5% de nuestra experiencia colectiva. El resto del tiempo de nuestra especie, evolucionamos en pequeños grupos sociales como éstos.
El tiempo profundo es el tiempo biológico. Un estudio de la universidad de Stanford de julio de 2016, demostró que el 30% de las adaptaciones de nuestras proteínas, desde que los humanos nos separamos de los primates, han sido provocadas por virus.
Y también el tiempo geológico, la cronología del subsuelo que se mide «en unidades que reducen a la nada el instante de la humanidad: épocas y eones, en vez de minutos y años». explica Robert Macfarlane en «Bajotierra».
http://unaantropologaenlaluna.blogspot.com/2020/12/revolucion-y-posverdad-y-ahora-que.html
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