«La mayoría de los estudios asumen que todo en el cerebro se detiene cuando el corazón deja de latir, pero no es así», explicaba Jeffrey Loeb, un neurólogo que trabajaba en la Universidad de Illinois. No es una negación taxativa, ni un fenómeno inexplicable, «simplemente no hemos cuantificado estos cambios hasta ahora» y, si nos fijamos, son cambios interesantísimos que pueden tener implicaciones importantes en la ciencia biomédica.
Porque, ahí, refugiadas dentro del cráneo, hay algunas células del cerebro que aumentan su actividad y crecen después de la muerte, que se empeñan por seguir cumpliendo con su función pese a que todo está ya perdido. Como si fueran esos soldados japoneses que no se rindieron tras el fin de la Segunda Guerra Mundial.
¿Células ‘zombies’?
Y eso, aunque no sea evidente de entrada, tiene consecuencias. Porque, como reflexiona el mismo Loeb, gran parte de la información que tenemos sobre muchos trastornos neurológicos está basada en tejidos esencialmente muertos. Si los tejidos cambian después de la muerte, ¿podemos estar seguros de que el sustrato neurobiológico de los trastornos es el que creemos?
Para comprobarlo, Loeb y su equipo compararon tejidos frescos (extraídos de 20 pacientes que se sometieron a una cirugía contra la epilepsia) con tejidos que llevaban muertos más de 12 horas. Examinaron la expresión génica, la actividad específica de las células y la estructura de los mismos tejidos. Sus hallazgos apuntan a que la mayor parte de la actividad genómica se mantuvo estable durante 24 horas, la actividad genérica se agotó rápidamente.
Lo curioso es, por ejemplo, que las células gliales no solo no se agotaron sino que aumentaron su expresión. Es algo que, por lo demás, tiene sentido: este tipo de células se ponen en marcha cuando las cosas van mal y «se alimentan», precisamente, de desechos. Sin embargo, medir estos procesos (que por muy lógicos que fueran estaba relativamente olvidados) es una cuestión de capital importancia.