El sufrimiento emocional intenso, junto al sentimiento de no ser entendido por los demás, es una de las experiencias más dolorosas a nivel psicológico que la persona puede experimentar. Este sufrimiento puede tener muchos nombres: ansiedad, depresión, anhelo, dolor físico, obsesión, impulso incontrolable, miedo…
Aunque los nombres del dolor cambien, el trasfondo es parecido. Son vivencias emocionales desagradables que invaden y paralizan a la persona en todas las esferas de su vida. Cuando la emoción entra de esa manera en la vida de alguien ocupa tanto espacio que no deja hueco para nada más.
Lo que es valioso para la persona, como pueden ser los ratos a solas, la lectura de un libro, disfrutar de un café con una amiga o estar en contacto con la naturaleza, empieza a difuminarse hasta que desaparece. Sin darse cuenta la persona empieza a ocupar todos sus esfuerzos en intentar evitar ese sufrimiento a costa de perder lo que para ella es valioso en la vida.
La cultura del bienestar
Los seres humanos vivimos conectados los unos a los otros. Compartimos una cultura común que es diferente según dónde vivamos o con quien nos relacionamos. La experiencia del dolor y el bienestar está influenciada por la cultura. También lo está cómo entendemos lo que es “vivir bien” o la idea que tenemos sobre cuál es la forma “correcta” de vivir una vida.
La cultura en la que vivimos nos manda constantemente mensajes que nos dicen: “pase lo que pase, sonríe”, “piensa en positivo para que te pasen cosas buenas,”, “evita sentirte mal”, “elimina de tu vida aquello que no te gusta”. Convivimos con un bombardeo de mensajes que nos piden que seamos felices y evitemos el malestar.
A veces, mirando a nuestro alrededor, parece que socialmente estamos en una dinámica de “todos a una contra el dolor”. Una lucha constante para ganar al sufrimiento y desterrarlo para siempre. Las personas quieren sentirse bien y además quieren hacerlo de manera inmediata, y si puede ser, sin que le ocasione mucho esfuerzo.
Menos sufrimiento puede significar menos vida
Si es el sufrimiento lo que no te está dejando vivir: ¿cómo menos sufrimiento puede significar menos vida? ¿No debería ser al revés, a menos sufrimiento, más vida? Este efecto paradójico atrapa a la persona, hace que solo se centre en el dolor y la alejan de lo que para ella es importante.
Piénsalo, recuerda algún momento de tu propia vida en que hayas sufrido mucho. Algún momento oscuro y de dolor profundo. ¿Lo tienes en mente? Ahora pregúntate: ¿qué hubieras hecho en ese momento para quitarte ese dolor de encima? ¿Qué harías ahora para no volver a experimentar se dolor?
La respuesta a esta pregunta suele ser: “¡cualquier cosa!”, “lo que fuese necesario”, “no quiero volver a experimentar eso nunca jamás”. Ahora reflexiona sobre la siguiente pregunta: ¿qué estarías dispuesto a sacrificar a cambio de quitarte ese sufrimiento? ¿Y si a lo que tuvieras que renunciar es a tu propia vida y a aquello que de verdad te hace feliz? ¿Valdría entonces la pena?
Enfocarse en lo importante
Esta trampa de buscar constantemente la felicidad como objetivo prioritario, de evitar el dolor o incluso intentar controlarlo, atrapan a la persona en un círculo vicioso. El círculo de intentar controlar lo incontrolable es una lucha que desgasta y no tiene fin.
La vida y el sufrimiento van en un mismo paquete. Aceptar que vivir tiene el coste de sufrir, a veces de sufrir de manera intensa, es hacerle un hueco al dolor.
Permitir que el dolor comparta espacio con aquello que es valioso es la clave para reconstruir una vida que valga la pena ser vivida. Centrándose solamente en el dolor, uno se aleja de lo importante. Sobrevive, en lugar de vivir. Hipoteca su vida a costa de no estar presente en ella.
El sufrimiento duele, duele muchísimo, pero no mata. Con cierta perspectiva nos daremos cuenta de que nadie ha muerto de sufrimiento, pero sí por intentar evitarlo.
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