El refugio.

El hogar. Su santuario.
Nada que envidiar.
El escenario y las rutinas son austeras
pero ya está acostumbrada y disfruta de la austeridad cotidiana.
Se siente más en paz que en el despilfarro del primer mundo -así nombrado.
Guarda un recuerdo ancestral de la tribu,
la vida en la calle, la red de apoyos,
la libertad.
Y ahí es donde se encuentra cómoda.
Y en este derroche de luz natural, del día y de la noche.
Como si en alguna vida anterior hubiera hecho voto de pobreza,
esa abundancia
que no requiere hipotecar presentes.

El frío. El otoño. El gris. El vacío.
Los sonidos del silencio,
el motor de la calefacción de alguna casa vecina.
La llamada en el móvil, que no atiende.
Cada una de esas experiencias puede evocar la alegría liberadora
o bien el pozo de la depresión.
No es lo que aparece fuera, es lo que se manifiesta dentro.

La amenaza, el sueño interrumpido, que no es reparador.
El cansancio, el desinterés.
El frío.
Es una parte del viaje como otra cualquiera.
Solo hay que atravesarla, con paciencia.
Y alegría, si es posible (siempre lo es).
Solo hay que atravesar la tarde, hacer lo convenido,
entregarse a la noche.
Esta vez el sueño la vencerá,
como una muerte reconstituyente,
como un viento
quizás molesto pero limpiador,
barriendo apegos y obsesiones.
Los efectos secuestradores de la hipnosis.

Atravesar la tarde,
rendirse a la noche,
entregarse al nuevo día.
Con energías renovadas.
Siempre es así.
Todo pasa.
Todas las olas se acaban disolviendo,
en este océano del samsara.

Y busca lo que es estable, lo que es eterno,
como una tabla de salvación.
Como un ancla.
Como un refugio.
El refugio.

Pero no siempre lo encuentra.
Como la luna nueva,
cuando no se ve.

http://reflexionesdeunaestudiantebudista.blogspot.com/2021/11/el-refugio.html

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