El pozo de la Melancolía, y otras muchas maneras de pensar demasiado.

 «O el pozo era muy profundo, o ella caía muy lentamente, porque mientras descendía le sobraba tiempo para mirar alrededor y preguntarse qué iría a pasar a continuación.»
Alicia en el País de las mravillas.
 
Los seres humanos somos más bien lentos y flojos. Un chimpancé puede rompernos la crisma con facilidad. Nacemos totalmente indefensos, y ni siquiera tenemos caparazón ni púas, ni podemos subirnos a un árbol con mucha rapidez. Pero somos “Sapiens”, somos los más inteligentes. Tenemos un cerebro voluminoso que consume un 20% de las calorías que ingerimos, y eso que es solo el 2% de nuestro peso.

Pues tampoco.

Piensa en todo lo que sabes, y confiesa: todas esas cosas las has aprendido de otras personas. Sabes contar o leer, pero tú no has creado el sistema numérico ni la escritura. Se han hecho múltiples investigaciones científicas sobre nuestra inteligencia comparándola, especialmente, con otros simios, y también quedamos en evidencia. Ni en velocidad de procesamiento de información, ni en memoria, ni en astucia. Ni siquiera mentimos mejor que ellos, porque tendemos a fiarnos enseguida de los demás. “Somos tan malos para detectar el engaño porque es mejor para nosotros ser más confiados. La confianza, y no la habilidad para detectar el engaño, es el camino evolutivamente más beneficioso”, escribe la psicóloga Maria Konnikova en “The confidence game”. “A los seres humanos no les gusta existir en un estado de incertidumbre o ambigüedad. Cuando algo no tiene sentido, queremos saber lo que nos hemos perdido. Cuando no entendemos qué o por qué o cómo sucedió algo, queremos encontrar la explicación”.

Habrá que creerla: mientras se documentaba para su último libro, «El gran farol», se convirtió en campeona internacional de póquer.

Y lo peor es que nos ruborizamos: “la más extraña y humana de todas las expresiones”, como la definió Darwin. Tanto que, en cuanto notamos que nos ruborizamos, ¡nos ruborizamos aún más! ¡Qué vergüenza!

En pleno examen, en plena entrevista de trabajo, en pleno tropezón en medio de la calle… me ruborizo,
¡y me pongo a bostezar! Y no, no es que he dormido mal de los nervios, ni que la situación me aburra soberanamente. Bostezamos para tener una mejor respuesta al estrés. Al menos, eso dicen los expertos. Así aumenta el nivel de cortisol. Nos preparamos para luchar o para huir. Pero no lo hacemos. Quizás miremos demasiado hacia la puerta o hacia el reloj, pero no sacamos ninguna katana ni huimos despavoridos. En lugar de eso, nos ponemos a crear relaciones con los demás, a colaborar, a transmitir y compartir información. Y en la confianza (uy yo también me caí el otro día…), dejamos de ruborizarnos. En definitiva, hacemos “cultura”: el conjunto de técnicas, habilidades, herramientas, motivaciones, valores y creencias que adquirimos al ir creciendo, básicamente aprendiéndolas de otras personas. En eso somos especiales: en el aprendizaje social.

Ya, pensarás. Pero la que se lo pasa fatal cuando se ruboriza, y se me ponen «rojitas las orejas», soy yo. Yo y mi reputación (lo que queda de ella). Y ahora no me vengas con que las emociones son «constructos sociales», que no me sirve. Que la que hace el ridículo soy yo.

Pues es que ponerse rojo como un tomate es una aptitud social, para hacer saber a los demás que no nos resulta indiferente lo que piensen de nosotras y nosotros. Y las emociones, ¿son enteramente nuestras?

«Todo se reduce a lo que crees que es una emoción. Cuando hablamos de emociones, creo que necesitamos lo que el antropólogo estadounidense Clifford Geertz en la década de 1970 llamó «descripción densa». Geertz hizo una pregunta elegante: ¿Cuál es la diferencia entre un parpadeo y un guiño? Si respondemos en términos puramente fisiológicos, hablamos de una cadena de contracciones musculares de los párpados, entonces un abrir y cerrar de ojos es más o menos lo mismo. Pero necesitas entender el contexto cultural para apreciar lo que es un guiño. Necesitas entender los juegos y las bromas, las burlas y el sexo, y aprender convenciones como la ironía. El amor, el odio, el deseo, el miedo, la ira y el resto también son así.»

Escribe Tiffany Watt Smith, historiadora, en «Atlas de las emociones humanas».

«La influencia de nuestras ideas puede ser tan poderosa que a veces actúa sobre las reacciones biológicas que consideramos de lo más naturales.» Por eso, cuenta, los caballeros bostezaban de amor y la gente moría de nostalgia. Incluso esas emociones que dicen ser «básicas» y «universales», esas pasiones pimitivas como el asco o el miedo, varían en función del tiempo y el lugar. Algunas desaparecieron, como la acedia (yo ya la he añadido a mi vocabulario), que es una combinación de languidez y desesperación. Diferente a la apatía (sin pasión) que en su origen nada tenía que ver con esa perezosa inercia que sentimos ahora. Otras, en periodos históricos diferentes, podían ser expresadas en público o escondidas o frenadas mediante penitencias. En el siglo XVI los autores de autoayuda animaban a estar tristes, y ahora a ser felices.

La misma palabra «emoción», no existía hasta 1830. Antes las llamaban «pasiones, accidentes del alma», «sentimientos morales»…  El concepto moderno de emoción se remonta al nacimiento de la ciencia empírica a mediados del siglo XVII, la evidencia del sistema nervioso y el cerebro.

«En su octavo día, frunció el ceño (…) poco antes de tener cinco semanas, sonrió», escribía Charles Darwin en 1872 (La expresión de las emociones en el hombre y en los animales). Su prometida Emma Wedgwood se lamentaba: «tú te dedicarás a hacer teorías sobre mí, y cuando esté enfadada o de mal humor, solo te preguntarás «¿qué prueba eso?».

Los neurocientíficos han encontrado seria evidencia de que la inteligencia, la memoria y las decisiones humanas no son nunca enteramente racionales, sino que siempre están influenciadas por emociones (¡no nos olíamos la tostada!). Nuestro pensamiento siempre está acompañado por sensaciones y procesos corporales, y aunque a menudo tendemos a intentar suprimirlos, pensamos también con nuestro cuerpo.
 
«Nos hemos vuelto tan obsesionados con el conocimiento racional, la objetividad y la cuantificación que nos sentimos muy inseguros al tratar con los valores humanos y la experiencia humana».
 
-Margaret M. Lock, antropóloga.

 

Si volvemos la vista atrás, nos encontramos con la teoría de la medicina humoral del antiguo médico griego Hipócrates. Cada persona tenía un equilibrio de cuatro sustancias elementales en sus cuerpos: sangre, bilis amarilla, bilis negra y flema. Se pensaba que estos humores moldeaban la personalidad y el estado de ánimo: los que tenían más sangre en las venas eran de temperamento rápido, pero también valientes, mientras que el dominio de la flema lo hacía pacífico pero lúgubre. Los médicos creían que las pasiones fuertes perturbaban este delicado ecosistema al mover el calor alrededor del cuerpo y despertar los humores a su vez. Las huellas de estas ideas aún persisten: es por eso que hablamos de personas flemáticas o de mal humor, o decimos que su sangre está hirviendo.
La flema inglesa consiste en permanecer impasible, no inmutarse ante los sucesos de la vida, sean positivos o negativos. Así es el humor británico, tener siempre la broma más apropiada o el comentario crítico más ácido en el momento oportuno:


Dos damas inglesas se encuentran tomando su habitual whisky en el bar del Titanic. Se oye un tremendo estruendo, todo cae al suelo, la punta de un enorme iceberg irrumpe en el bar, y una de las dos damas dice:


– He pedido hielo pero, francamente, esto roza lo ridículo.

Melancolía significa «bilis negra»: melania chole. Se puso de moda en el Renacimiento. Mientras que la bilis amarilla hacía que la gente se enardeciera rápidamente pero se reconciliaban rápido, la bilis negra creaba seres letárgicos y solitarios, llegando a sufrir de visiones extrañas. De aquí viene también el término «hipocondría», que eran los órganos que se calentaban cuando se sufría de melancolía. Hipocondrio es un sector anatómico que a la derecha, aloja al hígado; a la izquierda, al bazo. Además, estaban las flatulencias. Era la «melancolía ventosa», la que producían esos vapores. La melancolía era la marca de los intelectuales, de los genios, pero en causaba dolor, y su cura iba desde inducir el vómito hasta las sanguijuelas.

La tristeza era causada por este exceso de humor, de bilis negra. Pero no todo era tan malo. Se creía
que también hacía el caracter más pesado, sobrio, resuelto y firme. A los mandamases protestantes esto les gustaba, hacía a las personas más humildes, indignos ante Dios. Por eso, los libros de autoayuda instaban a familiarizarse y tolerar la tristeza, con el fin de no caer en una melancolía atroz y paralizante.

Piensa en la ingratitud de tus hijos, o en el ascenso que nunca llega. Una lista mucho más larga de «ruinas» se encontraba en «Castel of Helth» de Thomas Elyot, en 1539.

La desesperación, perder la esperanza de encontrar algún sentido a la vida, era diferente de la melancolía. Eran personas sanas que no habían resistido a la tentación de caer en una desesperanza absurda.  Era pecado.

«El mayor peligro de todos, la pérdida de uno mismo, puede ocurrir muy silenciosamente en el mundo, como si no fuera nada en absoluto. Ninguna otra pérdida ocurre tan sigilosamente; cualquier otra pérdida (un brazo, una pierna, cinco dólares, una esposa, etc) seguro que se notará», advertía en 1849 Soren Kierkegaard.

En Haití, hay una emoción: «reflechi twòp» (pensar demasiado). “Pensar demasiado” se ha descrito en más de 130 estudios en culturas y regiones del mundo como una forma común de expresar angustia mental. Ma-‘tangna’-tangna’, en Indonesia: pensar y pensar. «Kulini kulini» en Australia. «Anda pensando mucho», dicen en Nicaragua…

Se trata de la capacidad humana de prever y calcular mientras nos anclamos en el pasado. Es en ese entonces que «pensar demasiado» se ubica entre la depresión y la ansiedad. Lo que llamamos «rumiar».

El «maladi moun», también en Haití, se le conoce como la “enfermedad causada por los humanos” o como la “enfermedad enviada”. Según esta cultura, la envidia hace que ciertas personas provoquen en otras personas psicosis, depresiones, incapacidad para realizar sus quehaceres, fracasos en los estudios o en el trabajo, etc. Por eso, cuando una persona tiene éxito, obtiene un buen trabajo, tienen buena salud o le sonríe la fortuna, siempre teme que ello despierte la envidia de otros sujetos que le pueden “enviar” cualquier enfermedad mental.

El «litost» checo denota un sentimiento humano profundo causado por la agonía que se siente al ver de manera repentina las miserias propias. Milan Kundera, autor de La insportable levedad del ser: “He buscado vanamente en otras lenguas el equivalente de esta palabra, porque me parece difícil imaginar como alguien puede comprender el alma humana sin ella”.

La «toska» rusa es un sentimiento de insatisfacción desesperante que, según se decía, bajaba de las grandes llanuras. Vladmir Nabokov describe mejor que nadie la palabra: “En su sentido más profundo y doloroso, es una sensación de gran angustia espiritual, a menudo sin una causa específica. En el aspecto menos mórbido es un dolor sordo del alma, un anhelo sin nada que nada haya que anhelar, una añoranza enferma, una vaga inquietud, agonía mental, ansias. En algunos casos podría ser el deseo por algo o por alguien en particular, la nostalgia, una pena de amor. En su nivel más bajo, se reduce al hastío, al aburrimiento.”

En el idioma shona, de Zimbabwe, «pensar mucho» se dice «Kufungisisa». Se trata de reflexionar sobre los problemas de la vida futura o sobre traumáticos acontecimientos del pasado de manera obsesiva. Los síntomas recogen la ansiedad, preocupación, tristeza… que dan lugar a quejas somáticas (por ejemplo, dolor de cabeza intenso) y consecuencias sociales tales como la retirada social. Los shona dicen “me duele el corazón porque pienso demasiado”.

Para tratar la «kufungisisa», se utiliza el método «Vazukuru», que significa «sobrino». El primer paso es «abrir la mente»: «kuvhura pfungwa». El segundo, fortalecerse: «kusimbisa» y con ello, «elevarse»: «kusimudzira». Valores shona tradicionales que no utilizan solo los profesionales de la salud, sino también y sobre todo, las matriarcas shona, perfectas escuchantes y consejeras.

 

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