Uno de los principios esenciales del budismo y de otras religiones originadas en la India es el ahimsa o no-violencia. Este principio pacífico que se desarrolla en los cinco preceptos no es un imperativo moral arbitrario, es el desdoblamiento lógico de un entendimiento de la naturaleza de la realidad.
El budismo entiende que el mundo en el que vivimos es un mundo ilusorio, porque ordinariamente percibimos que las cosas son sustancias permanentes que se presentan como unidades fijas o lo que comúnmente se describe como almas o sí mismos.
La realidad es que todas las cosas con las que interactuamos son impermanentes, pues cambian constantemente, surgen y desaparecen. También son insustanciales, pues no dependen de sí mismas, son resultado de causas y efectos. El famoso argumento de «ni uno ni muchos» refuta lógicamente la existencia de unidades y multiplicidades. Vasubandhu, uno de los múltiples filósofos que usan alguna forma de este argumento, afirma que un objeto con extensión sin partes es lógicamente absurdo. Y ciertamente esto contradice nuestra experiencia de las cosas que percibimos, aunque se nos presenten como unidades; por ejemplo, una mesa, está claramente compuesta de partes que podemos descomponer. No sólo un objeto debe estar compuesto de partes, sino que debe estar compuesto de partes sin partes o átomos, pues que las partes pudieran dividirse infinitamente implicaría una reducción al absurdo.
Vasubandhu va más allá y argumenta que una entidad que existe como una combinación de átomos o partes indivisibles es absurda, puesto que este mismo combinarse, que es requerido para formar un objeto que tiene extensión espacial y está formado por múltiples partes, implica que las partes tengan, a su vez, partes. Las partes necesitan tener lados: derecho, izquierdo, arriba, abajo, etc., para combinarse y formar objetos. Pero esto refuta que sean átomos.
De lo anterior se debe concluir que, aunque las cosas aparecen, sólo existen de manera relativa, son meras construcciones conceptuales. Todos los seres dentro de las diferentes dimensiones cognitivas del mundo o samsara perciben de manera errónea. Sólo un Buda, un bodhisattva o un arhat tienen una percepción correcta de la realidad.
El budismo sostiene que lo que engendra el mundo que conocemos no es el fiat creativo de un Dios, ni tampoco la combinación azarosa de la materia. El samsara tiene como origen la ignorancia o lo que a veces se explica como un ciclo causal aflictivo dividido en doce eslabones. En otras palabras, el mundo es la confusión de la mente que percibe cosas permanentes y sustanciales y que cree que ella misma tiene una identidad fija y absoluta.
Es justamente por esta primacía de la ignorancia que el sufrimiento y las tres principales aflicciones –el odio, el apego y la confusión– reinan con casi total hegemonía. Como dice un verso del Bodhicaryavatara (1.28):
Aunque intentan abandonar el sufrimiento, marchan sólo hacia el sufrimiento;
sólo desean la felicidad pero, confundidos, destruyen su felicidad, como si fueran [su propio] enemigo.
Este es el estado en el que todos estamos cuando depositamos nuestras esperanzas de felicidad en cosas impermanentes y concebimos la existencia en referencia a nuestro «sí mismo».
Todo esto es mejor explicado por Dzongsar Khyentse Rinpoche, uno de los grandes maestros budistas vivos:
La práctica budista de la no-violencia no es sólo una sonriente sumisión o un tibio cuidado. La causa fundamental de la violencia es cuando uno está aferrado a una idea extrema, como la justicia o la moralidad. Esta fijación usualmente surge del hábito de mantener una perspectiva dualista, como bueno y malo, bello y feo, moral e inmoral. El propio autoagrandamiento moral toma todo el espacio que podría permitir la empatía por los demás. La sanidad se pierde. Al entender que todo los valores y perspectivas son compuestos e impermanentes, como también la persona que los sostiene, la violencia se evita. Cuando no tienes ego, ni apego al sí mismo, no hay razón para ser violentos. Cuando entiendes que todos tus enemigos son movidos por la poderosa influencia de su propia ignorancia y agresión, que están atrapados en sus hábitos, es más fácil perdonarlos por sus comportamientos irritantes. De la misma manera, si alguien de un sanatorio mental te insulta, no tiene sentido enojarse. Cuando trascendemos las creencias en extremos y fenómenos dualistas, hemos trascendido las causas de la violencia.
Vivimos bajo el velo de la ilusión, atrapados por los hábitos de nuestra percepción, reificando procesos en sustancias, proyectando identidades fijas absolutas sobre algo que no puede definirse conceptualmente. Al final la causa de todo este desatino y desvarío es el apego a nuestras ideas e identidades, que nace de una ignorancia congénita a nuestra existencia en el mundo. Enojarse con alguien que padece esta ignorancia –prácticamente todos– es igual a enojarse con un enfermo mental que te llama de maneras que podrían ser insultantes, o irritarse con un bebé porque no sigue el comportamiento de los adultos. Al ser conscientes de esta ignorancia, de esta característica hasta cierto punto trágica en la que vivimos, no sólo nos volvemos menos apegados a los eventos que podrían ser irritantes sino que, naturalmente, surge la compasión. Compasión, porque todos estamos perdidos, todos estamos de alguna manera locos y enfermos. En la medida en la que podemos ver esto y nos volvemos menos apegados a nuestras identidades, debemos ser más compasivos aún, pues entendemos lo que le sucede a todos los demás. En la sabiduría no hay arrogancia, pues consiste precisamente en saber que el ego es la principal ilusión.
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