Recuerdo la emoción al descubrir el mito de la caverna de Platón (La República, c. 380-370 a. C.) siendo estudiante o años después durante el primer visionado de la película «The Matrix» (hnas. Wachowski,1999) en una sala de cine. Ese presentimiento tenaz, que me convertía un poco en perro verde, se confirmó el día en que una especie de sustancia vibrante, inteligente y luminosa, surgió de repente de cuanto me rodeaba en aquel momento, irradiando un amor de perfección sobrehumana. Ese día, la divinidad se descubrió a sí misma, dentro de mi historia y de mi identidad, revelando que todo es un encantamiento divino.
Aquella visión rompió «mi» hechizo para siempre, dejándome completamente sola entre la gente conocida hasta ese momento. Emprendí entonces un largo, lento y solitario proceso personal de búsqueda de respuestas a lo acontecido. Finalmente, aquella claridad inicial se tornó nitidez, una visión transparente del mundo que distingue a la sustancia divina bajo cada forma, color, pensamiento o acontecimiento en la tierra. Miro y veo, sin dejar de ser yo, divinidad por todas partes, viviéndose desde el amor absoluto a sí misma, devolverme la mirada. He llegado a discernir que la sustancia divina se auto vive en este mundo, simulando su propio despliegue, expansión y evolución. Su potencial vital la empuja a vivir porque siente un amor incontenible por la vida. Al hacerlo, emana amor perfecto, incondicional, que lo envuelve todo en su amoroso abrazo invisible a los ojos humanos, pero visible para la divinidad, que se observa complacida en todo momento, mientras se vive, para ser todo aquello que pueda llegar a ser.
Sí amigos, aquí nada es lo que parece, ni está abandonado a su suerte. Todo se mece, como un bebé, en un amor profundo que fluye directamente de lo divino. El mundo es la divinidad auto hechizada bajo su encantamiento. Simula esta realidad y también andar perdida en ella. Su auto hechizo consiste en ser este mundo sin reconocerse en él, gracias a una magnífica narración, a la fabulosa construcción de un relato que recrea falsamente la existencia de pasado y la posibilidad de un futuro, desde un presente eterno. Es la narración de un cuento, contenido en otros cuentos, que a su vez contiene otros y otros más, en una multiplicidad de intrincadas historias que forjan una compleja amalgama narrativa. Cuando la divinidad quiere verse en la historia del mundo que se narra a sí misma, entonces el hechizo se rompe dentro de una historia, el velo del encantamiento cae y lo que esconde, es visto. Así de simple.
Ver a través de los ojos divinos
Durante mis intentos iniciales por verbalizar la extraordinaria visión de la sustancia, mi primer confidente, tras escuchar el apresurado relato de la experiencia, exclamó incrédulo: ― ¡Ni que hubieras visto a Dios! Dime qué rostro tiene.
No tiene rostro― balbuceé. Ninguna de sus caras imaginadas, ni de sus mil representaciones… sólo vacuidad sin rostro, caldo divino, akasha, éter, el significado original de deus: brillo, brillante, resplandor. Lo divino es más parecido a una sopa, que a un ser humano, pero el uso de palabras para describir lo indescriptible crean inevitablemente ídolos asimilables por la mente humana: con rostro, con forma… Al final, las enseñanzas derivadas del histórico intento de asimilar el concepto de divinidad, revierten en doctrinas abrumadoramente complejas. Nada más lejos de la realidad.
La sustancia es elemental, sola y única. La complejidad de la vida es su sueño de formas, colores, luces y sombras, la apariencia de perderse de vista, de no ser una, no estar sola y sentir todas las emociones mediante la simulación de su propia perdición y salvación, orden y caos, karma y libre albedrío. La sustancia divina también es vacua. Sin bien. Sin mal. Sin arriba, ni abajo. No duerme, ni está despierta. Rebosa potencial de vida y de amor por ella. Se llena a sí misma de historias complejas que se cuenta, perdiéndose y reencontrándose en ellas, con total libertad, en un flujo y reflujo eterno de vidas plagadas de encuentros y desencuentros, amnesia y recuerdos, muerte y renacimiento, mientras se expande más y más en sí misma. Elemental, sola y única, la divinidad se cree amorosamente sus propias historias contadas por y para sí, consciente de que no hay nada más, ni nadie más. Así es como se ve, se entretiene, se experimenta, se manifiesta, se descubre, se ama, se juega, se evoluciona, se enseña, se aprende… narrándose historias, sumida en ellas.
Un parpadeo…
Atisbos de claridad, parpadeos de sabiduría e ignorancia, un ver y no ver, la insistente intuición innata o simplemente a empujones, algo mueve a algunos a buscar entre líneas, a no conformarse con lo evidente para la inmensa mayoría, porque perciben que algo no encaja en esta misteriosa «torre de Babel» que parece la vida. Fuente, Dios, Ser, Mente… lo mismo expresado de múltiples maneras. Para mí, la visión nítida supuso la traducción simultánea a todos los idiomas de una misma expresión.
Tras la visión, me pregunté ¿hay más como yo? Supuse que sí y empecé a buscarles. También comencé a escribir un libro, una especie de tesis plagada de referencias que convencieran al mundo de lo obvio y que nunca terminé ¿Cómo convencer al mundo, si el mundo es la divinidad de incógnito?
La búsqueda confirmó que «mi» visión nítida constaba en escritos y testimonios de todas las épocas: místicos, filósofos, mesías, locos, visionarios, artistas, personas corrientes, maestros ascendidos y un larguísimo etcétera, refiriendo exactamente lo mismo (lo único, vaya). Sea de manera clara o confusa, nítida o velada, simple o retorcida, absolutamente todo señala a lo mismo.
Ver lo simple en la complejidad
No he hablado con todos, claro, pero presumo que la mayoría de seres humanos tiene amagos de esa claridad, que se puede rechazar por miedo a lo desconocido, o por creer que esos amagos lúcidos son irreales, cuando es justamente, al contrario. Además, cuesta asimilar algo tan simple como auténtico, debido a la falsa complejidad que la vida aparenta ser.
Divinidad es Uno. Única. Viva. Lúcida. Potencial vital en silencio, quietud y soledad, siendo omnipresencia absoluta. Luminiscencia que alberga la vida en estado vibrante, el brillante continente que en sí mismo lo contiene todo, reflejando su contenido. Se refleja y se ve en su reflejo. Los humanos son su reflejo. Las piedras son su reflejo. Los pensamientos son su reflejo. El universo es su reflejo. Consciente de lo que es, se observa reflejada desde la nada, como la vida que aparentemente sucede. Sin juicio y con amor absoluto. Utilizando este truquito: olvidándose de sí misma, además de observar, también siente y sufre como parte de esta realidad. El velo del olvido le permite enjuiciarse a sí misma y sufrir su desamor.
Pero tanta complejidad sólo es aparente, como también lo son el enjuiciamiento y el desamor. Sólo son historias enrevesadas de la divinidad para materializar, en aparentes fragmentos dispersos, su totalidad única. Cada historia es un cuento de su totalidad, contado dentro y contenido en su todo. Una historia dentro de otra historia, que a su vez contiene otra y otra más. Tu historia. La mía. La historia de la familia. La de ese perro. La del papel que cae al suelo. Las civilizaciones. Alma, karma y reencarnación. La sustancia divina siendo simultáneamente todas las historias de la vida, vida impeliendo vida, cuentos dentro de otros cuentos, contenidos en otros, narrados infinitamente en un eterno aquí y ahora… como un interminable juego de muñecas rusas. Así lo veo yo.
El rostro divino
Como una sopa viva, un caldo viviente donde flotan los potenciales vitales, todas las posibles formas de vida en su estado latente. En esa sopa, la vida descansa en su vibrante estado potencial ¿Y si por amor a sí misma, la vida se viera empujada a vivir irremediablemente? Esa aptitud obligaría a la vida, en un deseo irreprimible de amor propio (por la vida), a abandonar su tranquilo estado potencial y lanzarse a la aventura de vivir y expandirse al hacerlo, para llegar a convertirse en todo lo que pueda ser, a materializar su potencial y experimentarse por puro amor, a través de todos los multiversos y de todas las formas de vida conocidas o desconocidas ¡menuda aventura!
Vivir es la gran multiaventura divina, destinada a desvelarse finalmente su propio misterio. Entre tanto, el misterio de esta vida humana se ha resuelto con la visión nítida, al ver que sólo existe divinidad (o llamémoslo como se quiera) siendo todo y que todo es su reflejo. Dicho misterio no lo resuelvo yo, sino que lo resuelve la divinidad siendo yo, en esta historia de mí. Un propósito (no el único) de la consciencia humana es reconocerse en esta vida como la divinidad que ya es, «desvelar» que la vida es el rostro de la mismísima deidad manifestada como forma ante sus propios ojos… pero sin reconocerse. El auto engaño divino no es una broma, sino que tiene un sentido. Del mismo modo que utilizamos un espejo para vernos el rostro, el rostro divino se refleja en este mundo para verse. Tu verdadero no-rostro divino está justo detrás de tu rostro humano reflejado, cuando te miras en el espejo, devolviéndote la mirada. No es una pesada broma cósmica… sino la argucia para mirarte directamente a los ojos. Piénsalo la próxima vez que te cepilles los dientes frente al espejo.
Ahora viene lo difícil: la divinidad también se refleja como gente o acontecimientos horripilantes. Dolor, enfermedad, catástrofes, maldad, lo abominable ¿es expresión divina? El amor incondicional lo incluye todo ¿A cuántas personas conoces capaces de digerir que la mayor aberración es expresión divina de amor incondicional? Los humanos no podemos concebir el amor incondicional sin juicio (que no cuestiona, no juzga, no enjuicia). Por muy malo que sea, siempre es la divinidad haciéndose esto a sí misma (no hay nada más). Cuando lo simple se revela en lo complejo, la claridad asoma también de lo turbio. Lo divino emerge hasta del lodo más pútrido.
Ver nítidamente
La divinidad se mira y… ¡de pronto se reconoce dentro de la historia de alguien! como lo que ve y quien mira, simultáneamente. En este momento, la idea del «yo» queda desenmascarada como una ilusión que se difumina, a la par que la divinidad se va reconociendo, hasta llegar a verse por todas partes. Es el redescubrimiento de sí misma, un recordar que lo ilumina todo.
El término «iluminación» refiere este ver y recordar. La visión nítida es contemplar el mundo con los mismísimos ojos divinos. Es ver nítidamente desde la forma, desde la perspectiva de «una» vida personal, de «mi» vida. La ilusión de la forma desaparece cuando sobreviene la muerte, como una pompa de jabón que flota en el aire y se rompe ¿Dónde van las pompas tras perder su forma? Todo es visto nítidamente en el instante de la muerte «física», momento en que la divinidad abandona una forma, la pretensión de ser tal persona, animal o cosa, poniendo fin a esa «pequeña» historia. Como el juego de muñecas rusas, la historia de la vida continuará (la muñeca más grande que la contenía), pero la historia de la vida más pequeña dejará de figurar en la narración.
Ver nítidamente acontece con la muerte, morir supone el fin de la identificación divina con una historia concreta. Morir es ver nítidamente. Pero, si ver nítidamente acontece en vida, entonces se conoce como iluminación y trae consigo una percepción de la realidad sin filtros. Morir es ver nítidamente, desde la no forma. La iluminación es ver nítidamente, desde la forma.
Para despedir el artículo, cito unos versos de Teresa de Ávila, también conocida como Santa Teresa de Jesús. Mujer brillante, creo que sus palabras refieren precisamente esto.
«Aquella vida de arriba,
(Vivo sin vivir en mí, c. 1572-1577)
es la vida verdadera,
hasta que esta vida muera,
no se goza estando viva:
muerte, no me seas esquiva;
viva muriendo primero,
que muero porque no muero».