La sabiduría popular nos lo lleva diciendo décadas: una mentira lleva a otra. Como si de una bola de nieve se tratase, cuando una persona miente, casi irremediablemente se ve arrastrada a seguir mintiendo para hacer de su discurso un relato más creíble.
Estas ideas comunes, tan valiosas, se basan en observaciones que hacemos de nuestro entorno y que transmitimos de unos a otros. Pero, además, son fuente de inspiración para expertos que desean ahondar en la psicología humana. En este caso, hablaremos del conocimiento que la ciencia nos ha brindado acerca de la mentira y de cómo esta se convierte en un ciclo sin fin.
La mentira, otra habilidad más
Nos guste o no, mentir, o engañar, forma parte de nuestra naturaleza. De hecho, otros animales, como los chimpancés o el pez globo, incluso algunas plantas, son capaces de manipular lo que otros perciben para hacerles creer algo su antojo. Y es que los seres vivos hemos tenido que desarrollar esta capacidad para sobrevivir.
En nuestro caso, el de los seres humanos, sabemos que mentir es una habilidad que evoluciona a lo largo del desarrollo de una persona, como ocurre con la marcha o el lenguaje. Así, un 30-50 % de los niños entre 2-3 años intenta mentir a sus padres, pero estas mentiras tienen un contenido difícil de creer. Por ejemplo, relatando que “ha visto cómo un vecino levantaba un coche con el dedo meñique”.
Alrededor de los 4 años, y gracias al desarrollo de la teoría de la mente, un 80 % de infantes son capaces de mentir (y lo hacen con regularidad), pues saben que las otras personas pueden tener sus propios pensamientos y no tienen por qué coincidir con los propios. No obstante, en muchas ocasiones, estas mentiras en realidad confunden la fantasía con la realidad.
Entre los 5 y los 10 años, con el comienzo del desarrollo de algunas regiones cerebrales y de las funciones ejecutivas, empiezan a comprender qué significa y cuáles son las implicaciones de mentir. Por tanto, son más capaces de inhibir el impulso de mentir y contar la verdad. Finalmente, a los 11 años, los niños ya saben distinguir bien entre verdades y mentiras.
¿Y por qué mentimos?
Como veníamos describiendo, la mentira tiene un componente biológico que nos ayuda a “sobrevivir” en un contexto social. Es decir, nos permite protegernos de ciertas amenazas u obtener un beneficio. Por ejemplo, por miedo a defraudar, por evitar una reprimenda, por salir del paso o para sentirse integrado.
Por ello, una mentira es, especialmente para los más pequeños, una oportunidad para aprender a predecir el comportamiento, las actitudes, los límites y las creencias de los demás. En este sentido, la mentira también tiene un componente de entrenamiento.
Cuando una persona miente, se produce un aumento de la actividad de la corteza frontal, temporal y en el sistema límbico -concretamente, en la amígdala-. Este incremento proporciona un gran estímulo cerebral que fomenta las conexiones neuronales, haciendo que las asociaciones entre recuerdos e ideas se produzcan, cada vez, de manera más fácil y rápida.
Por tanto, ¿cuánto más se miente, más fácil es?
Una mentira lleva a otra: el estudio definitivo
Hoy día podemos responder a esa pregunta gracias a que un grupo de investigadores del University College London se planteó también esta cuestión. De manera más específica, querían explorar si una mentira lleva a otra. Y, en ese caso, ¿qué sucedía en el cerebro de las personas que engañaban sucesivamente?
Para ello, reclutaron a 80 personas voluntarias para que hicieran unas tareas de economía del comportamiento mientras se observaba el funcionamiento de su cerebro mediante resonancia magnética funcional.
La tarea consistía en calcular el número de monedas que había en un tarro. Una vez calculado, tenían que enviar telemáticamente el resultado a su pareja experimental. Si el resultado se acercaba a la cantidad real, ambos tendrían beneficios. En caso de que la diferencia fuera grande, les beneficiaría a los voluntarios, pero no a sus compañeros.
Los resultados del estudio mostraron que, cuando vieron que mentir les convenía, los participantes comenzaron a exagerar poco a poco sus cálculos, una y otra vez. Es decir, una mentira les llevó a otra para su propio beneficio.
A nivel cerebral, encontraron una reacción normal en la amígdala, la cual se activaba fuertemente tras mentir las primeras veces. Sin embargo, a lo largo de la tarea, y conforme aumentaba la magnitud y la frecuencia de las mentiras, la activación de esta región emocional se hacía menos intensa.
¿Qué quiere decir esto?
Los expertos interpretaron estos hallazgos como una desensibilización ante la mentira. Esa activación más intensa que tenía lugar en la amígdala ponía de manifiesto los sentimientos negativos que nos provoca mentir. Y es que investigaciones previas concluyeron que la amígdala sería la estructura encargada de limitar el alcance hasta el cual estamos preparados para mentir. Como si fuera nuestro Pepito Grillo interior.
Por otro lado, el hecho de que la activación disminuyera a lo largo de la tarea les indicó que, a medida que una persona miente, disminuye su culpabilidad, remordimiento o vergüenza. Es decir, que cada vez que mentimos nos volvemos menos sensibles a las emociones negativas asociadas con mentir. Con lo cual, es más probable que volvamos a hacerlo.
En resumen, una vez más la ciencia nos ha ayudado a comprender mejor el comportamiento humano, así como a apoyar la tan valiosa sabiduría popular. Así que, a partir de ahora, antes de mentir, planteémonos si merece la pena y si es el camino que queremos seguir. Quizás una mentira piadosa podría desencadenar una ristra de engaños del que difícilmente podríamos salir airosos.
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