El Fedón de Platón y su visión de la Tierra en el espacio

Una de las obras más sublimes de todos los tiempos es sin duda el Fedón, del filósofo de la Academia, un libro que versa sobre la inmortalidad del alma, la reencarnación, el proceso de separación del cuerpo después de la muerte; y sobre el método de conocimiento deductivo desde el poder y la luz de los Arquetipos, hacia su presencia y demostración de los mismos en lo sensible (al contrario de Aristóteles que quiere hacer el camino desde la experiencia al reino de la contemplación pura).

El Fedón es un texto que debería haber sido enseñado en los centros de conocimiento y universidades, de forma dialogada, en todos los tiempos y aún muchas son las puertas del futuro que puede abrir.

Trata de un diálogo de Sócrates, justo antes de beber la cicuta, con sus discípulos que le preguntan, precisamente, como puede ser tan firme su estabilidad y tan asombrosa su belleza de alma a la hora de enfrentar lo que para casi el resto de los mortales es un momento difícil y terrible y sobre el que pensamos menos de lo que deberíamos.

El detalle de la descripción de las últimas horas, especialmente al final, lo hace conmovedor, hasta las lágrimas.

Incluye enseñanzas quizás propias de los misterios de Eleusis o más probablemente órficos, sobre el viaje del alma; su resistencia a abandonar el cuerpo y lo sensible, si demasiado viciada por él; sobre el genio divino que la guía hacia las praderas en que las almas esperan el juicio; sobre la posibilidad de perderse y aun quedar sola por la falta de concordancia con la luz espiritual que debe guiarla y la confusión derivada de la misma; y tantas otras enseñanzas que bien se merecen, como decía, un curso para precisamente dialogar sobre la muerte de un modo filosófico y sereno, lo que debemos hacer no sólo cuando se acerca el Mensajero, sino desde la juventud misma.

Es curioso cuando se refiere a la reencarnación, cómo deja claro que el alma, al menos la que no quedó retenida por la sensualidad y el vicio, tarda, de un modo diferente a los 49 días del Bardo Thodol en la creencia religiosa tibetana, “muchas revoluciones de siglos”.

De todos modos, lo que quería mostrar en este artículo es la inquietante descripción que hace de la Tierra en el espacio, y que parece más bien la de un astronauta o de alguien en la estación internacional que orbita nuestro planeta a 400 kilómetros y a una velocidad de unos 8 km/s. ¿Cómo es esto posible? Séneca hace lo mismo en sus Cuestiones naturales. Esta figuración de lo que ahora con nuestra tecnología sabemos, no es posible por simple deducción o haciendo un audacísimo ejercicio de imaginación. Solo por medio de viajes científicos del alma, o con lo que los budistas llaman visión interna o meditativa, podrían haber hecho una pintura con palabras tan sorprendente.

Según lo que se dice de los filósofos presocráticos, siguiendo a Tales de Mileto (en una interpretación mediocre) casi imaginamos que los griegos de la época de Platón, como luego en la Edad Media de San Anselmo, dirían que la tierra era plana, en medio de una serie de esferas cristalinas (y aquí ya tenemos a Aristóteles que degeneró de forma activa o pasiva la ciencia hermética de Platón), con un Finisterrae o un Finis Maris a donde ni los más audaces navegadores osaban acercarse.

Y sin embargo, lo que Platón enseña en este Diálogo filosófico es lo siguiente.

Antes advierte que no va a poder demostrar tal enseñanza por razonamientos en el breve espacio que dispone antes de morir y que simplemente oigamos su descripción:

En primer lugar -continuó Sócrates- estoy persuadido de que si la Tierra está en medio del cielo y es de forma esférica, no tiene necesidad ni del aire ni de ningún apoyo, para no caer; sino que el cielo mismo, que la rodea por todas partes, y su propio equilibrio, bastan para que se sostenga, porque todo lo que está en equilibrio [hoy, precisamente, lo llamaríamos equilibrio gravitatorio], en medio de una cosa que le oprime por todos los puntos, no puede inclinarse a ningún lado, y por consiguiente subsiste fija e inmóvil. [O sea, la Tierra en un trazado o red de fuerzas o líneas gravitacionales que la mantienen en su órbita, como a todos los otros objetos estelares].

Luego dice que los griegos habitan sólo un mar interior, el Mediterráneo, minúsculo en comparación con la Tierra entera y al que compara con una charca de ranas, u hormigas alrededor de diversos centros de población (asombrosa imagen por su realismo).

E insiste que la Tierra no es sólo lo que pisamos y los mares, sino que “la Tierra misma está en lo alto, en ese cielo puro en que se encuentran los astros, y al que la mayor parte de los que hablan de esto le llaman éter [bien podríamos llamar a este la sustancia cósmica que procedente del espacio atraviesa nuestro planeta o interfiere con su materia, generando las transmutaciones alquímicas para la vida misma], del cual es un mero sedimento [¿no decimos hoy que somos polvo de estrellas llegados hasta nosotros como rayos cósmicos, justo la descripción que hace el Filósofo en este mismo pasaje?] lo que afluye a las cavidades que habitamos.

Y esta es la cuestión, que nosotros somos intraterrestres, no habitamos la superficie de la Tierra, sino sus concavidades, pues la Tierra empieza en la atmósfera, o incluso antes, en su magnetosfera, o incluso antes, si queremos ser estricto, en esa especie de amnios que rodea a la Tierra y que incluye a la Luna, pues esta atmósfera terrestre, llamada geocorona, de gas monoatómico, de hidrógeno, y que nos separa del espacio exterior (que en realidad no es exterior sino un amnios o éter solar), más específicamente llega hasta dos veces la distancia de la Luna a la Tierra. Aunque el texto de Platón parece referirse a la atmósfera de gases que, al reaccionar con la vida, la degeneran y consumen. Vivimos dentro del mar de nubes, vientos y fenómenos bioquímicos en la llamada biosfera.

“Creemos sin dudarlo que habitamos lo más elevado de la Tierra, que es poco más o menos lo mismo que si uno, teniendo su habitación en las profundidades del océano, se imaginase que habitase por cima del mar, y viendo al través del agua el sol y los demás astros, tomase el mar por el cielo, y que no habiendo, a causa de su peso y de su debilidad [aunque Platón se refiere aquí al alma, es asombroso pues se puede aplicar a los cohetes espaciales, que tienen que combatir la tendencia del peso hacia el centro de la tierra, y la clave es la fuerza ascendente que se le opone] , subido nunca arriba, ni sacado en toda su vida la cabeza fuera del agua, ignorase cuanto más puro y hermoso es este lugar que el que él habita (…) Porque esta tierra que pisamos, estas piedras y todos estos lugares que habitamos, están enteramente roídos y corrompidos, como lo que está bajo las aguas del mar roído también por la acción de las sales” [en este caso es todo el ciclo de reacciones químicas que generan los gases de la atmósfera, necesarios para la vida, pero que verifican los procesos de putrefacción en las sustancias, y con las cuales los organismos vivos trabajan en una vida-muerte, pues nada permanece igual y toda transformación es una especie de muerte].

Evidentemente el salir de la tierra que menciona, hacia lo puro y perfecto en nuestra morada, no es en aparatos técnicos, pues así lo que sale ve con los parámetros de nuestros sentidos terrestres, aunque ampliados enormemente; y si salimos nosotros mismos, estamos hechos de “tierra que se descompone” y la visión ya está contaminada por esto. Aun así, la primera vez que un astronauta salió de la nave y contempló durante minutos la Tierra entera, esférica y azul, quedó impresionado hasta el punto de que casi tuvieron que arrastrarle para volver a la nave, y luego diría que ese fue el momento más impactante de su vida.

El salir de la Tierra, para el Filósofo de la Academia, es separar nuestra alma de la materia para que sea ella y no nuestros ojos corporales, los que se eleven a las altas esferas y vean:

La causa de nuestro error es que nuestro peso y nuestra debilidad nos impiden elevarnos por cima del aire […] y si fuese capaz de larga meditación [para ir ascendiendo en estos planos de conciencia] sabría que esta era la verdadera luz, la verdadera tierra” [y luego describe como una “tierra mental” en la que viven los bienaventurados, como las Tierras Puras del budismo Amida, o las que describe Swedemborg] tan por cima de nosotros como lo están el aire respecto del agua y el éter respecto del aire. Allí tienen bosques sagrados y templos que habitan verdaderamente los dioses, los cuales dan señales de su presencia por los oráculos, las profecías, las inspiraciones y por todos los demás signos que acusan la comunicación con ellos. Allí ven también el sol y la luna tales como son; y en lo demás su felicidad guarda proporción con todo esto.”

Después se refiere a los distintos ríos (invisibles) que atraviesan nuestro planeta, y, a veces incluso adivinamos en ellos, y con detalle, los ríos magnéticos y sus circunvoluciones serpentinas en el interior de la Tierra, según describe nuestra Ciencia, como si fueran la sangre que la baña y alimenta y también donde se depositan sus excrecencias energéticas. El Tártaro donde penan las almas que no quieren desatarse de la materia sensual que las vició, o donde son precipitadas a causa de lo mismo, es como si fuera la “cloaca máxima” de nuestro planeta. En el polo opuesto están aquellos que Platón describe como nirvanis, jinas o pitris, los sabios perfectos que han agotado sus vínculos kármicos y con la materia:

“Pero los que han justificado haber pasado su vida en la santidad, dejan estos lugares terrestres como una prisión y son recibidos en lo alto, en esa tierra pura donde habitan. Y lo mismo sucede con los que han sido purificados por la filosofía, los cuales viven por toda la eternidad sin cuerpo, y son recibidos en estancias aún más admirables.”

Jose Carlos Fernández

El Fedón de Platón y su visión de la Tierra en el espacio

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