No olvidar el pasado para no perder el futuro

En los últimos tiempos venimos asistiendo a un debate generalizado en torno al lugar que deben ocupar las humanidades en los nuevos planes de estudio de nuestro sistema educativo.

Soy de la opinión, como creo que otros muchos lectores, de que la nueva realidad socioeconómica resultado de la globalización está incidiendo de manera clara en la idea que nuestros gobernantes tienen sobre cuál debe ser el objetivo prioritario de la enseñanza. Hoy, también en la educación, se impone el pragmatismo de lo inmediato, y lo inmediato es la formación de los estudiantes en aquellos ámbitos que la sociedad de consumo demanda. Lo vemos casi a diario en la prensa. Pero tampoco faltan, por contra, las opiniones que alertan de las consecuencias que determinados cambios educativos pueden tener en la educación de las futuras generaciones de estudiantes. Me refiero concretamente a la pérdida de peso en los sistemas de enseñanza de las tradicionalmente conocidas como materias de cultura. Este debate, por lo demás, no es exclusivo de nuestro país.

Las lenguas clásicas no son ajenas a él. La paulatina marginalidad a la que los distintos gobiernos las han venido sometiendo de manera sistemática desde hace décadas en las sucesivas reformas educativas aprobadas es de sobra conocida por todos. La nueva reforma educativa que se vislumbra en el horizonte cercano viene a añadir nuevas incertidumbres respecto al papel que se les reservará en ella. Ni que decir tiene que el latín y el griego se juegan aquí buena parte de su futuro.

Al hilo de lo que decía más arriba y como prueba de que la preocupación sobre el futuro de las humanidades en la enseñanza no se da solo en nuestro país, me ha parecido interesante traducir este artículo que publicaba ayer en Le Monde. Su título es En renonçant aux humanités classiques, la France renonce à son influencey, en él, un grupo de escritores y filósofos franceses reivindica un mayor protagonismo de las lenguas clásicas -y, por extensión, de las humanidades- en las escuelas e institutos de su país.

¿Se convertirá Francia en suicida? En cuestión de meses, han caído varias sentencias inapelables, sin que se sepa realmente quién está detrás de ellas: supresión de la cultura general en el acceso a Sciences Po (Institut d’Études Politiques de Paris); invención, digna de los Monty Python, de un concurso de contratación de profesores de lenguas clásicas sin latín ni griego; desaparición de la enseñanza de geografía e historia para los cursos científicos terminales…

Como fuego pesado, sin reprensión, contra la cultura y contra el lugar que esta debe ocupar en las mentes de nuestros niños y de los adultos que llegarán a ser un día. Un lugar que hoy se le cuestiona en nombre del pragmatismo que impone la globalización. Pero, ¿qué pragmatismo, cuando en todo el mundo, desde China a Estados Unidos, se pone énfasis en la cultura y en la diversidad de la educación, el famoso soft power?

Al prohibir en las escuelas, pequeñas o grandes, los nombres mismos de Voltaire y de Stendhal, de Aristóteles y de Cicerón, al dejar de transmitir la memoria de las civilizaciones que inventaron las palabras “política”, “economía”, pero también esta magnífica idea que es la ciudadanía, en definitiva, al recortar a nuestros niños las mejores fuentes del pasado, ¿no estarán estos “visionarios” comprometiendo nuestro futuro?

El 31 de enero se celebró en París, bajo la égida del Ministerio de Educación, un simposio intrigante: “Lenguas antiguas, mundos modernos. Repensar la enseñanza del latín y el griego”. La popularidad del latín y el griego está, a pesar de las apariencias, todavía viva, con casi 500.000 estudiantes que practican una lengua antigua en la escuela o en el liceo. El Ministerio de Educación anunció también entonces la creación de un premio Jacqueline de Romilly para recompensar a un profesor particularmente innovador y con méritos en la transmisión de la cultura antigua. ¡Qué buena intención!

Pero qué paradoja si se tiene en cuenta la campaña de destrucción sistemática puesta en marcha desde hace varios años por una clase política corta de miras, tanto de derechas como de izquierdas, contra unas enseñanzas sacrificadas en el altar de la modernidad mal entendida. La pira ya humea. Los argumentos son conocidos. La ofensiva contra las lenguas antiguas es sintomático, y esta agresividad del Estado se suma a los ataques cada vez más frecuentes contra la cultura en su conjunto, considerada ahora como demasiado discriminadora por los burócratas virtuosos en el arte de la demagogia y disfrazados de partidarios de la igualdad, cuando ellos son sus sepultureros.

Gracias a esta cultura llamada “humanidades”, Francia ha dado al mundo algunos de los pensadores más brillantes del siglo XX. Jacqueline de Romilly, Jean-Pierre Vernant, Pierre Vidal-Naquet, Lucien Jerphagnon, Paul Veyne son estudiados, citados, enseñados en todas las universidades del mundo.

A la hora del ranking de Shanghai (clasificación mundial de universidades elaborada por la Universidad de las Comunicaciones de Shanghai) y en su apreciable intento de dar a Francia un lugar destacado en la competición planetaria del saber y de la investigación, la clase política parece cegada por la primacía dada a disciplinas asociadas a los beneficios económicos más o menos aleatorios.

El presidente de la República, para quien las universidades americanas son un modelo reconocido, debería meditar sobre esta realidad implacable, visible para quien asiste a conferencias internacionales o que reside de manera habitual en los Estados Unidos. Ya se trate de las prestigiosas universidades de la Ivy League (Harvard, Yale, Princeton…) o de las más modestas y menos conocidas de Iowa y Kansas, todas tienen su departamento de lenguas antiguas.

¿Cómo explicarlo? Por la sencilla razón de que una nación poderosa y ambiciosa no prohibe nada y, sobre todo, no hace ninguna discriminación entre las disciplinas, ya sean literarias o científicas. Este famoso soft power, o “poder blando”, consiste en hacer uso de una influencia a veces invisible, pero muy eficaz, sobre la ideología, los modos de pensamiento y la política cultural internacional. Los Estados Unidos, tras perder terreno en el ámbito económico, han hecho de esto un arma formidable, aprovechando al máximo el abandono de Europa de su apego a la cultura.

Para Cicerón, “si no sabes de dónde vienes, siempre serás un niño” *. Es decir, un ser sin poder, sin discernimiento, sin capacidad de actuar en el mundo o de entender su funcionamiento.

He aquí la plena utilidad de las humanidades, de la historia, de la literatura, de la cultura general, utilidad a la que nosotros estamos ligados y que nosotros defendemos, como mujeres y hombres verdaderamente pragmáticos, preocupados por el reparto democrático de un saber común.

Brethes de Romain, Barbara Cassin, Charles Dantzig, Regis Debray et alteri.

No olvidar el pasado para no perder el futuro

Un comentario en “No olvidar el pasado para no perder el futuro

  1. Se vuelve superproblemático para todos ellos el intentar mantener las líneas del pasado, eso es lo que trasluce con claridad.

    La idea de un futuro ya de por sí es prácticamente anti-filosófico y corresponde a las doctrinas más duras.

    Lo que no desean es que se les olvide a ellos, es decir aún persisten en la línea egocéntrica que no hace otra cosa que perpetuar precisamente el pasado, sin que pueda siquiera haber opción al presente.

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