por Juan D. Galaz |
La manera que hoy tenemos de comprender y valorar la pluralidad, ha sido elaborada a partir del pensamiento moderno. En lo central, afirmamos que donde hay una comunidad de personas libres, necesariamente hay diversidad. Desde este paradigma, aspiramos formar una comunidad donde las personas puedan realizar proyectos vitales según sus propias convicciones, de manera tal que ni la comunidad ni la libertad se destruyan en ese proceso. Con ese desafío vamos caminando.
Como la mayoría de los frutos de la modernidad, la pluralidad comenzó a ser abordada sistemáticamente por el magisterio católico en el Concilio Vaticano II. Después de siglos ejerciendo hegemonía cultural sobre Occidente, tendiendo a uniformar doctrinas y prácticas, los documentos conciliares ofrecen una renovada comprensión de la diversidad. Como se mostrará, la superación de los axiomas “el error no tiene derechos” y “fuera de la iglesia no hay salvación”, ofrece una mirada actualizada, cuya base es reconocer la posible verdad de aquellos que piensan y viven de manera diferente a lo planteado por la Iglesia. Comprendido así, tenemos una invitación a la convivencia en cooperación y al reconocimiento recíproco, algo elemental para la justicia y la paz social en nuestro tiempo.
El primer axioma (el error no tiene derechos) fue utilizado en los estados católicos con dos finalidades principales: justificar la prohibición de reconocer tradiciones religiosas no admitidas por el Vaticano e impedir que se dicten normas contrarias a su magisterio. Aquello opuesto al planteamiento eclesial, por tanto errado, no podía ser adoptado en un Estado como norma. Aún cuando el progresivo reconocimiento de las libertades de conciencia y culto desde el siglo XVII debilitó este axioma, y la instalación de estados laicos y la Declaración Universal de Derechos Humanos en el siglo XX lo dejaron prácticamente sin aplicación, la discusión en torno a él no fue pacífica.
La redacción de Dignitatis Humanae Personae[1] (1965), declaración del Concilio Vaticano II que trata el tema, fue realizada en medio de airadas discusiones de aula (con destacada participación del Cardenal Raúl Silva Henríquez[2] a favor de las libertades), gruesos artículos de prensa y muchos diálogos “de pasillo”. En él “se peleaba cada coma”, pues lo que estaba en juego excede por mucho el ámbito formal. Su contenido no trata ni de tranzar con algo que íntimamente se sigue considerando un error, ni de ofrecer una adecuada resignación democrática que tolera la palabra ajena. Al contrario, su superación[3] se basa en la auténtica convicción de que en otras tradiciones religiosas (y doctrinas) hay “un destello de aquella verdad que ilumina a todos los hombres”[4] que merece ser respetado y oído. Para efectos teológicos, representa la superación del segundo axioma: puede haber verdad fuera de la Iglesia Católica y con ello salvación.
Para quien participe o tenga cierta familiaridad con la vida eclesial y sus términos, notará que reconocer la posibilidad de salvación extra-eclesial significa un gesto de humildad institucional a favor del Misterio de Dios y las experiencias que nos permiten vivirlo. Se podría decir que, aunque generalmente necesaria, existen condiciones en que su institucionalidad no es imprescindible. Para el lector no informado en estos temas, baste señalar que la salvación es aquel atributo inherente a Dios y que dona gratuitamente de sí para la plenitud de sus creaturas. Su efecto actual es cierta alegría que hace libre para amar (preferentemente a los que sufren) y participar de la vida eterna. De lo dicho, es evidente que admitir que no se posee el monopolio para la administración de semejante promesa, luego de haberla detentado (al menos en el discurso) por más de mil años, es propiamente una revolución.
Decir que Dios es el que salva sin perjuicio de la mediación institucional, significa aceptar que en otros modos de creer, otras doctrinas filosóficas o morales que buscan la plenitud humana, hay un camino de salvación para quienes las viven honestamente. Significa también que “no se salva, en cambio, el que no permanece en el amor, aunque esté incorporado a la Iglesia, pues está en el seno de la Iglesia con el cuerpo, pero no con el corazón (Lumen Gentium 14)”.
En este cambio de mirada nace el pluralismo ante la pluralidad, es decir, la valoración positiva de la diversidad como disposición para habitarla. En términos prácticos significa declarar que la diversidad es una oportunidad de crecimiento recíproco y no una amenaza, donde el depósito de humanidad contenido en nuestra Tradición se ofrece como un regalo y no como razón para la violencia o discriminación. Significa que el modo de relacionarse es a partir del diálogo respetuoso y no de la condena anticipada, asumiendo que nuestras afirmaciones son parciales y situadas, por tanto susceptibles de ser corregidas cuando nos abrimos a la verdad que el otro tiene para mostrarnos. Igualmente, nos recuerda que nosotros no predicamos a la doctrina de la Iglesia, sino que compartimos la experiencia de Dios en ella conservada. Somos seducidos por el encuentro, antes que por su sistematización teológica.
Lo anterior adquiere su sentido total, de manera urgente y necesaria, en la invitación a colaborar con todos aquellos que, sin creer o creyendo de manera diferente, quieren construir un mundo de mayor humanidad en la justicia y la paz. Al final, nuestras convicciones solo se van a conocer por la comunidad que construyamos desde ellas.
http://ultimaadvertencia.blogspot.com.es/2012/04/catolicismo-pluralista-ante-la.html
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No es cuestión de fe sino de amor, de creer sino vivir respetando y ayudando, de pertenecer a una religión sino ser tolerante; sólo obrando con justicia y desde el corazón alcanzaremos el conocimiento.