Mercado horticultor de Escobar, símbolo del desarrollo de la colectividad boliviana. Crédito: Marcela Valente/IPS
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ESCOBAR, Argentina, oct (IPS) – Con 53 años, Alberto Ramírez conserva poco de aquel niño que, junto a su padre, se trasladaba cada zafra agrícola anual de Bolivia a Argentina para ocuparse como trabajador golondrina. Este otrora inmigrante temporal es ahora un próspero empresario establecido en las cercanías de esta ciudad.
Ramírez, quien hoy preside la Colectividad Boliviana de Escobar, recibe a IPS en una amplia oficina construida en un alto del mercado concentrador de frutas, verduras y hortalizas de esta localidad, donde solo se venden productos provistos por inmigrantes de ese origen.
Tal es la exclusividad que, si falta alguna variedad, inmediatamente salen camiones a buscarla a otras zonas del país donde haya agricultores bolivianos.
El predio de seis hectáreas de Escobar¸ una localidad de la oriental provincia de Buenos Aires ubicada a solo 50 kilómetros de la homónima capital argentina, fue inaugurado en 1990 y hoy ya provee a decenas de ciudades de la zona norte metropolitana.
El mercado, que funciona de noche, se transforma en una verdadera romería en torno a las 19:00 horas y sigue así hasta el amanecer del día siguiente. Los pasillos angostos, formados por las torres de cajones de verduras y frutas ubicados a ambos lados, resisten el paso veloz de carros empujados por afanosos operarios.
En ese marco, mujeres y hombres trabajan por igual en la producción, compra y venta. Pero ellas son las que más se resisten a ser entrevistadas cuando IPS intenta abordarlas. Parece que quisieran mimetizarse con los tomates, las fresas o las berenjenas ordenadas a la perfección en sus cajones.
A metros de este gran depósito se ve también un mercado, que está cerrado de noche, canchas de fútbol y un salón para actos culturales. En ese sitio fue donde recibieron el año pasado al presidente de Bolivia, Evo Morales, quien ahora sonríe desde una foto colgada en la pared, a un costado del escritorio de Ramírez.
«Regresen, los esperamos con los brazos abiertos», les dijo entonces Morales a sus compatriotas en Escobar, tras contarles los progresos de su país desde que asumió el gobierno en enero de 2006.
Pero muchos de aquellos interlocutores de Morales ya tienen una buena posición económica aquí y no se han planteado el regreso. Van de visita a Bolivia, una o dos veces por año, y en cada viaje vuelven con algún pariente que se incorpora al trabajo en las huertas. Aunque cada vez menos, aclara Ramírez, pues ahora tienen mejores oportunidades en su país.
«Mi familia y yo estamos enraizados acá. Con mi padre veníamos para la cosecha de tabaco. Yo tenía 12 años. A los 22 ya volví con mi esposa y nos quedamos en Escobar. Empezamos como peones y ahora cambié de rubro», narra Ramírez, orgulloso.
La pareja logró ascender en la escala social. Fueron peones y luego «medieros» (trabajadores a porcentaje), hasta que alquilaron una hectárea y se independizaron. «Si trabajábamos 14 horas al día no nos importaba porque era para nuestro beneficio», indica.
Ahora, ya con hijos y nietos nacidos en Argentina, Ramírez es propietario de su negocio y se dedica al comercio hortícola al por mayor.
Pero el caso de Ramírez y el mercado de Escobar, que cuenta con unos 900 socios, no es el único en Argentina. El progreso de los horticultores bolivianos se observa en el entorno de casi cada ciudad mediana y grande del país, de norte a sur.
«Hay al menos ocho mercados concentradores de bolivianos solo en la zona norte de Buenos Aires y este predominio se ve también en otros cinturones verdes urbanos del país», asegura a IPS el sociólogo e investigador Roberto Benencia.
Para el experto, este flujo de población «constituye un caso de migración exitosa». «A algunos les va muy bien, tienen un buen nivel de vida y ya no piensan en volver a su país, pues invierten y gastan su dinero acá», sostiene el autor de la investigación titulada «Los inmigrantes bolivianos en el mercado de trabajo de la horticultura en fresco en Argentina».
La colectividad boliviana en Argentina es hoy la segunda más numerosa, después de la paraguaya. Ciudadanos de ese origen comenzaron a llegar en los años 30 para desempeñarse en la construcción y la industria manufacturera, o en busca de empleos temporarios en las zafras agrícolas.
A partir de los años 80, un número mayor comenzó a involucrarse en la producción de verduras y hortalizas, dando origen a un «proceso de movilidad social ascendente que denominamos ‘escalera boliviana’», detalla Benencia, cuyo estudio fue publicado este año por la Organización Internacional para las Migraciones.
Los recién llegados empiezan como peones, igual que Ramírez y su mujer. Luego pasan a ser medieros y reciben 45 por ciento de lo que cosechan, lo cual los motiva a trabajar durante jornadas más largas para ahorrar y progresar.
Así, con un pequeño capital acumulado, se lanzan a hacerse de una o dos hectáreas y ya, con el dinero y el dominio de las labores, comienzan a producir por cuenta propia. Algunos arrendatarios pasan a ser también propietarios o se abocan al comercio.
En la central provincia de Córdoba, una de las más populosas del país, solo 10 por ciento de los productores hortícolas eran bolivianos antes de los años 80, según el estudio de Benencia. Pero 20 años después representan 50 por ciento y su presencia sigue aumentando.
Agricultores de pequeña escala llegados de Bolivia también se han asentado en la oriental Santa Fe, la occidental Mendoza y las norteñas Jujuy y Salta y en provincias mucho más alejadas de la frontera de ese país como las australes Chubut y Tierra del Fuego.
«Crearon territorios hortícolas donde no existían», destaca el experto. Lo hicieron introduciendo tecnología nueva, como el riego por aspersión o la producción bajo invernáculo que preserva los cultivos de las heladas y el granizo, detalla.
Con la lechuga, una hortaliza muy popular en Argentina, pasaron de tres a nueve cosechas por año gracias al invernáculo. En el trabajo de Benencia se refleja también el escepticismo de verduleros argentinos ante el empeño de los bolivianos.
Se recogen testimonios de los propios inmigrantes que recuerdan que los argentinos les decían que no iban a lograr que la tierra les dé tomates en Córdoba o algunos otros productos con los que fracasaron, efectivamente, varias veces, hasta lograrlo.
Lo cierto es que hoy producen una gama multicolor de verduras y frutas de calidad, en grandes cantidades y muy baratas, lo cual permite a las grandes urbes abastecerse de esos alimentos frescos a precios bajos.
Los proveedores de insumos consultados para la investigación aseguran que esta minoría está siempre buscando las semillas de mejor calidad y que se interesa por las innovaciones que permitan incrementar el rendimiento de las cosechas.
Según Benencia, el trabajo hortícola es rechazado por los argentinos. Antes de la llegada de los bolivianos, esta tarea estaba en manos de inmigrantes portugueses, italianos o japoneses, colectividades ya desplazadas casi por completo de las huertas.
Ramírez señala que el desinterés de los argentinos por estas tareas puede explicarse en que es una actividad riesgosa y con horarios prolongados.
«No siempre se gana. Hay heladas, granizo, y a veces se pierde», pondera
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