¿Hasta qué punto la ingeniería neuronal podría hacer del nuestro un mundo más sano y seguro, y cuánta de nuestra libertad individual estaríamos dispuestos a perder para alcanzarla?
La neuróloga Kathleen Taylor de la Universidad de Oxford sorprendió a los asistentes al Festival Literario de Hay, en Gales, cuando anticipó que durante los próximos sesenta años la ciencia del cerebro tratará los fanatismos religiosos como hoy en día trata las enfermedades mentales.
La doctora Taylor igualó las creencias “nocivas” de las personas con enfermedades psíquicas, refiriéndose específicamente a la radicalización de los cultos religiosos y las ideologías que promueven comportamientos o soluciones violentas a conflictos.
“No hablo sólo de los candidatos obvios, como el Islam radical o cultos más extremos”, dice la investigadora, “hablo sobre cosas como la creencia de que está bien golpear a tus hijos. Estas creencias son muy dañinas y no son categorizadas normalmente como enfermedad mental.”
En su libro The Brain Supremacy (“La supremacía del cerebro”), Taylor afirma que los neurólogos de las próximas décadas no pueden evadir el tomar una posición moral respecto a la manipulación del cerebro humano. “Las tecnologías que cambian profundamente nuestra relación con el mundo a nuestro alrededor no pueden ser simplemente herramientas para el bien o el mal si alteran nuestra percepción mágica de lo que es el bien y el mal.”
¿Será que lo único que la ciencia podrá ofrecer para mejorar –o sin ir tan lejos, para comprender– el comportamiento humano serán nuevos diagnósticos para nuevas enfermedades? Debemos pensar que hace poco el médico Leon Eisenberg, quien describió el trastorno de déficit de atención con hiperactividad (TDAH) por primera vez durante los años 60, confesó que se trataba de una “enfermedad ficticia”; la película Hysteria (estelarizada por Maggie Gyllenhall) sugiere que el tratamiento prescrito a finales del siglo XIX, a saber, la masturbación del sexo femenino en condiciones clínicas, también se encaminaba a patologizar el deseo sexual femenino, un tema tabú en la sociedad victoriana.
Por otra parte, ¿hasta qué punto el interés por interpretar de manera transparente la conducta y las intenciones de los seres humanos obedece a una neurosis generalizada de seguridad, tal vez una ola más del tsunami que pasó sobre la historia moderna desde el 9/11? ¿Qué criterio determinará qué prácticas sociales pueden ser calificadas de extremistas o radicales y cuáles pueden ser admitidas, de modo que los derechos civiles sean respetados, pero también las libertades de culto y expresión?
La pregunta que debemos tener en mente es por los alcances últimos de la ingeniería de la conducta y sus peligros, que han sido abordados más ampliamente por la ciencia ficción que por la ciencia “como tal” (que muchas veces se disfraza a sí misma de ficción.)