Quinientos años después de su nacimiento, Teresa de Jesús sigue brillando como ejemplo de valores humanos para su época y para la posteridad. Señaló un camino en el que la espiritualidad se manifiesta con obras y no con palabras, con amor y no con intransigencia. En su V centenario, su figura vuelve a la actualidad como modelo válido para cualquier credo.
Doctoras tiene la Iglesia… pero pocas
Canonizada en 1622, fue nombrada patrona de escritores. Con todo, no se reconoció oficialmente su magisterio de vida espiritual. La razón que alegaba el papa Pío XI en 1923 era siempre la misma: «obstat sexus», «el sexo lo impide».
El prestigioso reconocimiento de doctores de la Iglesia, reservado a hombres de la talla intelectual de santo Tomás de Aquino, san León Magno o san Juan de la Cruz, le fue finalmente concedido a Teresa de Jesús (1515-1582) y aCatalina de Siena (1347-1380) bajo el pontificado de Pablo VI, en1970, convirtiéndose ambas en las primeras mujeres elevadas a la condición de doctoras de la Iglesia.
Además de ellas dos, en 1997 Juan Pablo II reconoce a Teresita de Lisieux (1873-1897) y en 2012 Benedicto XVI dará asimismo el título de doctora de la Iglesia a Hildegard von Bingen (1098-1179).
Don Alonso Sánchez de Cepeda, descendiente de familia judía conversa y casado en segundas nupcias con Beatriz de Ahumada, escribió: «El 28 día del mes de marzo de 1515, nació mi hija a las cinco de la mañana, media hora más o menos, casi amanecido».
Teresa fue una niña de imaginación vehemente y apasionada, que «gustaba mucho, cuando jugaba con otras niñas, de hacer monasterios como que éramos monjas». Sobre los siete años convenció a su hermano Rodrigo, un año mayor que ella, para escaparse a «tierras de infieles», es decir, tierras ocupadas por musulmanes, para sufrir martirio. Un tío suyo les trajo de vuelta a Ávila.
Corriendo los años, lo que más rechazaba de la vida monástica era aquella puerta cerrada «para siempre» y la angustia de pensar si el renunciar a todo le causaría tamaña amargura como para llegar a perder la vida eterna. El auriga interior señalaba la meta, pero los caballos retrocedían y bufaban.
Así es como, con apenas veintiún años, el 2 de noviembre de 1536 se entregó a su Esposo celestial en matrimonio de conveniencia. Sin embargo, para lograr enamorarse, había tomado la divisa de Ávila como suya: «Antes quebrar que doblar, morir pero no cejar», y se disponía a ganar el cielo por asalto mortificando su natural cordura con penitencias excesivas. Comenzó a enfermar. Sufría terribles dolores de cabeza y los desmayos eran cada día más frecuentes, hasta que llegó un momento en que se la dio por muerta. Pasaron tres días, ya de cuerpo presente, y sus hermanas de la Encarnación se dispusieron a enterrarla, pero su padre se negaba en redondo a separarse de Teresa, afirmando como loco: «¡Mi hija vive!». Y, efectivamente, sus ojos se abrieron. Tenía veintisiete años y regresaba del otro mundo para llevar a cabo una gran misión.
A raíz de eso, quedó enteramente paralizada durante tres años, con una debilidad atroz, pero: «Cuando comencé a andar a gatas, alababa a Dios». Como los médicos de la tierra la habían desahuciado, deseó llamar a los del cielo y eligió a san José. Un día notó de pronto que podía enderezarse; se puso derecha y anduvo con tanta facilidad como si jamás hubiese estado enferma. Lo que ella llamaba «sus pecados» le habían sido perdonados.
La joven carmelita
Los locutorios del Monasterio de la Encarnación eran como salones que frecuentaba la gente discreta. Teresa era la principal atracción, pues su curación la había puesto de moda; además, pronto se enteró toda Ávila de que la charla de la joven carmelita era encantadora. «Dábanme gran contento todas las cosas de Dios; teníanme atadas las del mundo. Parece que quería concertar estos dos contrarios tan enemigos uno de otro como es vida espiritual y pasatiempos sensuales…».
Veinte años pasó Teresa entre Dios y el mundo, pero en 1553 comenzó a experimentar grandes gracias espirituales; en el convento se cuchicheaba al verla pasar, y pronto resonaron frases de burla o de lástima. Los «medio letrados espantadizos» que –según confesó– le habían salido caros en la vida, señalaban que esos rasgos «denunciaban al Maligno». Y Teresa de Ahumada queda tan atemorizada ante la sola idea de una manifestación diabólica que no halla palabras para disculparse por las mercedes que le son otorgadas. Por entonces escribiría los conocidos versos…
Nada te turbe, / nada te espante, / todo se pasa, / Dios no se muda, / la paciencia / todo lo alcanza; / quien a Dios tiene / nada le falta: / solo Dios basta.
Fueron años de espera y oración, hasta que la Providencia quiso enviarle a un sacerdote de veintitrés años que la comprendió perfectamente: «¡Qué gran cosa es entender a un alma! Veinte años hacía que buscaba un confesor que me entendiese».
Sabiendo que el silencio ayuda al recogimiento, ¿podría Teresa en ese monasterio elevar su alma a Dios? El convento tiene más de feria que otra cosa y por todas partes penetra el rumor del mundo. Hasta que un día, una adolescente, medio en broma, lanza en su presencia la idea de reformar el Carmelo, y doña Guiomar de Ulloa, una distinguida dama de la nobleza de Ávila, le muestra su apoyo incondicional: «Funda, yo te ayudaré».
Sería un convento bajo la advocación de san José y en la más absoluta pobreza, con unas trece monjas que vivirían sin rentas, tan solo de la caridad ajena. Pero semejante noticia provoca que el clero y las demás órdenes la ataquen con violencia pues, en tiempos de escasez y pobreza crecientes –si hubieran de repartirse las insuficientes limosnas–, veían volar su pan cotidiano.
Fundaciones
Cuando comienza sus fundaciones tiene cuarenta y siete años. A pesar de los continuos dolores y de la molestia de vómitos diarios, se ha propuesto que no la estorben las enfermedades que la aquejan.
Diecisiete serían los monasterios fundados por Teresa de Jesús en las dos últimas décadas de su vida. Y como no hay obra grande que no sea atacada, durante cinco largos años –por unas u otras razones– personas despechadas la denuncian a la Inquisición, que vigila muy de cerca sus escritos temiendo textos que inciten a seguir la Reforma iniciada ya en Europa. Muchos de sus escritos fueron autocensurados, temiendo precisamente esta vigilancia, hasta que finalmente calmó la tempestad desatada contra ella.
Amiga de refranes, repetía: «La verdad padece, mas no perece». «Pruébanos tú, Señor, que sabes las verdades, para que nos conozcamos. Porque solo la prueba manifiesta la realidad de nuestras fuerzas o la ilusión de nuestra vanagloria».
Teresa de Jesús restauró la regla primitiva del Carmelo con todas sus exigencias. Lo que se llamó reforma fue en realidad un retorno a los inicios, dando a sus monasterios el estricto sentido de «laboratorio de espiritualidad», basado en la probada experiencia y en lo mucho que ella misma había tenido que sufrir ante la incomprensión de sus confesores: «Yo he perdido harto tiempo por no saber qué hacer. Y he gran lástima a almas que se ven solas». ¡A cuántos conoció que volaban como águilas pero a los cuales un confesor medroso obligaba a caminar «como pollo trabado»!
La idea de vivir para Dios y de vivir con buena salud se fija en ella, a tal punto que sus monjas se disputaban tenerla como priora, pues era señal de comida segura: «Que soy amiga de apretar mucho en las virtudes, mas no en el rigor»; buena prueba de discreción e inteligencia, pues se precisa mucha lucidez en el camino espiritual para sublimar la naturaleza en lugar de aniquilarla.
En sus monasterios no se admitían medianías: «No quiero traer monjas a tontas» –decía–. Era alegre y le gustaban las personas alegres. Sabían sus carmelitas que «devociones a bobas» y «personas encapotadas» no eran de su agrado y que tampoco aprobaba las «oraciones estrujadas». Su risa era contagiosa y, cuando ella reía, todo el convento reía porque «a una monja descontenta yo la temo más que a muchos demonios».
Las moradas
La pluma inconfundible de Teresa nos adentra en la experiencia de Dios cual si de un castillo con siete moradas se tratara. Unas impresiones vivísimas en el alma la acercan poco a poco al Rey que mora allá dentro, en el Centro.
En las moradas séptimas el alma está en Dios y Dios en el alma: «Como si acá estuviese cayendo agua del cielo en un río o una fuente, donde queda hecho todo aguas que no podrán ya dividirse ni apartar cuál es el agua del río o lo que cayó del cielo… Como si en una pieza estuviesen dos ventanas por donde entrase gran luz; aunque entra dividida se hace toda una luz».
En este estado de altísima oración, cuando el gusano se convierte finalmente en mariposa, ha completado su transformación y tiene como don esencial la acción. «Para esto sirve la oración, de esto sirve el matrimonio espiritual, para que nazcan siempre obras, ¡obras!».
Ella probó en sus siete moradas que «Su Majestad» aguarda al hombre en lo más hondo de su propia alma; de ahí que los grandes pensamientos generarán siempre grandes acciones.
Tiempo es ya de vernos, Amado mío
Esa «fémina inquieta y andariega», como la denominara despectivamente el nuncio, llegó al final de su camino en Alba de Tormes el día 4 de octubre de 1582 (*), a la edad de sesenta y siete años. De su rostro maltrecho habían desaparecido las arrugas de la edad y estaba tranquilo y transfigurado, tal es así que «no parecía sino una luna llena». Los que la vieron arrobada decían que estaba ya en presencia de Dios. Un suavísimo olor salía de ella.
Murió en brazos de Ana de San Bartolomé, la que fuera su asistente y secretaria. Así, sostenida por una campesina de Castilla, aguardó a ser trasladada por el «águila caudalosa de la majestad de Dios» más allá de las séptimas moradas. La duquesa de Alba mandó se cubriese con un paño de oro el cuerpo de aquella que eligió vivir vestida de sayal.
(*) Siendo precisamente el 4 de octubre de 1582 el día en que elcalendario juliano fue sustituido por el calendario gregoriano en España, la fecha de su muerte pasó a ser el 15 de octubre, fecha en que se la celebra.
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