El CIS debe abandonar su obsesión por hacerse presente en los medios con un bombardeo constante de encuestas sobre temas de rabiosa actualidad que duran tres días en la agenda, o con inútiles estimaciones sobre intención de voto
El CIS ha pasado de ser el respetable instituto de opinión que tanto ha incrementado el patrimonio estadístico español, a convertirse en una casa de apuestas con la ruleta trucada.
En la avalancha de críticas al CIS hay tres tipos de argumentos. La más irrelevante, pero que inexplicablemente más ha enganchado a periodistas y políticos de todos los colores se centra en el “acierta/no acierta” con sus estimaciones electorales. En esta inútil batalla, los groupies contribuyen, sin darse cuenta (o dándose), al mito de una absurda Numancia ‘científico-demoscópica’ que nos canta las verdades del barquero luchando contra viento y marea. Otras críticas se han centrado en el sesgo descaradamente partidista que se deduce tanto de los tiempos de sus estudios como, sobre todo, de sus creativos cuestionarios que dan color a la prensa que informa tanto como entretiene. Por último, hay críticas que giran en torno a cuestiones metodológicas como la quiebra de algunas de sus series históricas, lo que dificulta el análisis de las principales tendencias de la sociedad española: sabemos qué piensa el personal de la comunicación epistolar de Sánchez, pero no si valoramos peor o mejor al propio Sánchez que a sus predecesores, porque el CIS cambió la escala de respuesta a la pregunta que lo permitiría.