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El humano es el ser más engañado de todos los seres existentes conocidos.
Prefiero decirlo así, asumiendo mi vergüenza por ello, pero sin medias tintas. Y -diré más- es o somos engañados conscientemente, como si estuviéramos ansiosos de engaño, de dependencia, como si estuviéramos ancestralmente necesitados de que otros —quienes fueran— nos saquen de nuestra radical inseguridad, aunque sea a costa de dominios, de imposiciones y de obediencias que hayan de marcarnos para siempre como esclavos de cuanto -persona o entidad presuntamente celeste- aceptamos como cosa superior, como señora y dueña de nuestras vidas, de nuestro pensamiento y de nuestro mismo destino en tanto que especie animal, que es lo que somos.
De forma paradójica – dado nuestro supuesto mayor raciocinio -, el ser humano es el único animal que obedece a aquello que desconoce radicalmente, el único ser que teme enfrentarse con lo desconocido. El único que ha convertido en práctica vital y en pan nuestro de cada día ese horrible refrán de la mal llamada sabiduría popular que cuenta que, «más vale lo malo conocido que lo bueno por conocer». Si nos molestamos en observar el comportamiento de las bestias salvajes, comprobaremos que sólo huyen de aquello que saben que les es hostil. Y que, en cambio, se atreven a husmear —tan cuidadosamente como queramos— en lo que desconocen.
Parece como si, a todos los niveles vitales, el ser humano hubiera perdido definitivamente el sentido de su propia libertad y se hubiera doblegado a todas las fuerzas que le arrastran irremisiblemente hacia la dependencia. Desde el slogan —horrible y criminal— del «¡sé libre, vístete con…!», hasta el voto periódico y presuntamente voluntario en las urnas democráticas, cuidadosa y matemáticamente medido, la vida del hombre discurre sin remedio por las coordenadas de la manipulación, en una tensión constante entre los que necesitan ser condicionados y los que creen a pies juntillas que detentan la autoridad magistral para condicionar irremisiblemente a quienes mantienen debajo de su bota, de su ley o de su credo.
Si hacemos un breve repaso a la historia, los dogmas religiosos de todo tipo, la política, la guerra, las creencias, los juegos, las costumbres y hasta el eventual futuro del género humano (si repasamos todo esto con los ojos abiertos, quiero decir), comprobaremos, al menos a niveles personales, que el devenir de la especie, desde sus albores, ha sido una constante sucesión de tensiones entre entidades minoritarias detentoras de poder y una masa informe de gente incapaz de ejercer, ni por fuera ni desde dentro, su legítimo e inalienable derecho a la libertad. El ser humano ha sido —y lo es cada vez más— un ente condicionado, dependiente, propicio a la manipulación. Obedece por miedo y hasta con alegría a todo aquello que cree que le evita «la funesta manía de pensar» y le impone sus verdades por decreto. En esta tesitura, el hombre libre —y quiero decir realmente libre— se convierte en un proscrito, en un perseguido obligado al silencio, cuando no a la mazmorra, a la hoguera o al disparo en la nuca a la vuelta de la primera esquina.
Y todo ello, ¿por qué? No creo que haya una respuesta autorizada.
No dispongo de suficientes elementos de juicio, ni es mi pretensión, por el momento, de buscar los posibles orígenes socio-políticos de la manipulación. Al menos, yo estoy convencido de que, en esas coordenadas, la manipulación que podemos detectar no es más que el reflejo de otra, mucho más profunda y desconocida, que afecta a nuestra realidad inmediata, a nuestra esencia como seres vivientes, a nuestra concepción cósmica, a nuestras esperanzas de superación y de trascendencia.
Se hace necesario, ante todo, comprender cómo nuestra propia naturaleza nos limita la percepción de la realidad. Si analizamos de forma muy breve cada una de nuestras capacidades sensoriales, nos percataremos enseguida, no sólo de de su limitación, si no, además, de cómo procesamos de forma diferente, cada uno de nosotros, la información que nos brindan. Pondré a modo de ejemplo una de las muchas irregularidades que, gracias a nuestro sentido de la vista, pueden hacernos percibir una realidad inexistente.
Hablo de la ilusión óptica: Una ilusión óptica es cualquier ilusión del sentido de la vista que nos lleva a percibir la realidad de varias formas. Estas pueden ser de carácter fisiológico asociados a los efectos de una estimulación excesiva en los ojos o el cerebro (brillo, color, movimiento, etc., como el encandilamiento tras ver una luz potente) o cognitivo en las que interviene nuestro conocimiento del mundo (como el Jarrón de Rubin en el que percibimos dos caras o un jarrón indistintamente). Las ilusiones cognitivas se dividen habitualmente en ilusiones de ambigüedad, ilusiones de distorsión, ilusiones paradójicas e ilusiones ficticias (alucinaciones) donde las imágenes no son perceptibles con claridad por el ojo humano, ya que nuestro cerebro sólo puede asimilar una imagen a la vez. En conclusión, el cerebro humano sólo puede concentrarse en un objeto, por lo que, cuando se presentan dos formas en una sola imagen, se ocasiona confusión y el cerebro entra en desorden, con lo cual éste lleva a ver otra visión de lo visto.
Pues bien, exactamente lo mismo sucede con cada uno de nuestros sentidos. Debemos considerar, a propósito de lo que nos ocupa, que cada uno de nosotros procesamos con nuestra mente la información recibida por ellos y que, dependiendo de la inteligencia de cada cual, de su nivel de formación, de su origen, de sus creencias y un largo etcétera, dicho proceso de filtración dará como resultado una interpretación absolutamente sesgada, cuando no manifiestamente adulterada de la realidad.
El ser humano, tal como lo han advertido buen número de escuelas filosóficas de todos los tiempos y de todas las latitudes, vive en un mundo de apariencias. Las propias ciencias lo atestiguan, aunque tan a menudo se revuelvan contra tal aserto. Nosotros, los seres humanos, nos movemos entre estas apariencias que nos transmiten los sentidos, sin detenernos a pensar (ni a vivir) que efectivamente lo son.
Comprendemos -o creemos comprender- las sensaciones, las tomamos vitalmente como reales, como auténticas e inamovibles. Y todo aquello que no encaja en sus coordenadas —es decir, todo cuanto está respondiendo a atisbos de otra Realidad no captada— lo rechazamos por ilógico, por irreal, por irracional y por imposible; o, lo que es peor aún, lo admitimos sin rechistar, como manifestación de una presunta divinidad inalcanzable, todopoderosa y omnisciente, a la que sólo por la fe y por las creencias —impuestas— podemos aprehender.
Y de lo anteriormente expuesto -conjuntamente con técnicas de ingeniería social- se valen aquellos que yo denomino prestidigitadores para ordeñarnos desde que nacemos hasta que dejamos de ser útiles para sus propósitos.