Un fenómeno único ocurrió hace unos 3 mil años en la India. En pocas palabras: el hombre empezó a observar detenidamente su propia conciencia. Dejó de mirar hacia afuera para conocer la realidad, y miró hacia adentro. Y de una manera rigurosa, incluso con un cierto ardor que sería definitivo en el pensamiento y en las prácticas religiosas del subcontinente indio: contapas. Nació aquí el poder de la concentración. Ya no como un accidente o un añadido de la tarea o el trabajo, sino como una especie de fuego que era dominado y puesto al servicio de un fin religioso, una tecnología divina. Era divina esta técnica puesto que, según los grandes poetas visionarios a quienes les debemos los Vedas -los rishis-, los mismos dioses se habían hecho divinos incorporando el tapas a sus actividades, la concentración ardiente de la conciencia en un solo punto, la austeridad, el ascetismo. Era la esencia o el resplandor que producía el sacrificio védico: el procedimiento con el que el mundo había sido creado y que, al ser imitado, conducía a los hombres al estado de los dioses. 2 mil años después, un místico alemán que podría haber sido uno de los renunciantes de los Upanishad -Meister Eckhart-, nos diría que lo sagrado no es qué se hace sino cómo se hace. Uno se vuelve divino o se vuelve santo no por aquello que hace sino por la atención refinada con la que hace las cosas.
Este momento capital en la historia del pensamiento se hace patente con la redacción de losUpanishad, los textos que condensan en su esencia filosófica y esotérica los cuatro vedas tradicionales, de los cuales forman parte como anexos o addendums (son llamados «vedanta«: lo que loe sigue a los Vedas). Estaban estos textos ligados a la sabiduría iniciática que se impartía en el bosque a los renunciantes, los samnyasin, quienes habiendo puesto en orden su vida mundana, lo abandonaban todo en busca de la realidad última. La comparación no es del todo adecuada, pero podemos pensar que los Upanishad son como el nuevo testamento y losVedas son como el viejo testamento, si es que queremos hacer una comparación con el cristianismo. De cualquier manera, los Upansihad, que basan sus argumentos en la autoridad de los cuatros vedas, serán el fondo perpetuo sobre el cual se desarrollará todo el hinduismo y podemos afirmar que también el budismo, al menos en sus primeros siglos. El yoga, el tantra, el bhakti, ya están allí en sus primeros brotes o, al menos, en sus semillas. No se equivocó Schopenhauer, a mi juicio, cuando escribió -después de leer una traducción en latín vía el persa- que eran el pináculo de la sabiduría y el gran consuelo para la vida y la muerte humanas.
El profesor Dasgupta, en el primer tomo de su erudita historia de la filosofía de la India, escribe que el cambio que se observa con los Upanishad es inédito en la historia y sin una clara explicación -más allá de la revelación interna de los filósofos o videntes védicos. «En losUpanishad» escribe, «la posición cambia radicalmente, y el centro de interés ya no está en el creador externo sino en el sí mismo [Atman]». Dasgupta se confiesa un tanto perplejo:
el desarrollo natural de la posición monoteísta del Veda podría haber crecido en una forma desarrollada de teísmo, pero no en la doctrina de que el sí mismo es la única realidad y que todo lo demás es inferior… Está allí como un asunto de percepción directa y la convicción con la que esta verdad es aprehendida [por los autores de los Upanishad] no puede más que impresionar a los lectores.
Es algo así como un salto cuántico de la filosofía mística. Este misterioso punto parece ser lo que se describe en el Katha Upanishad, cuando se dice que hubo una ocasión en la que «cierto sabio que buscaba la inmortalidad, miró hacia adentro y encontró de esta manera al Sí mismo (elAtman)». Mientras que en los textos védicos anteriores el énfasis estaba en realizar una serie de acciones específicas con gran minuciosidad para obtener ciertos resultados -desde la riqueza material hasta la inmortalidad en el cielo-, aquí la verdadera práctica religiosa consiste fundamentalmente en el conocimiento; la aparatosidad ritual que caracteriza al sacrifico védico se reduce a su mínimo esencial y los elementos materiales son sustituidos por procesos meditatiivos. Así entonces, el sacrificio del caballo -donde se mataba a un caballo y se alimentaba al fuego divino- es reemplazado por un proceso meditativo en el que el universo es visualizado como un caballo: «la aurora es la cabeza, el Sol es el ojo, el viento es la vida», etcétera.
De este movimiento introspectivo de la conciencia, de lo objetivo hacia lo subjetivo, nació la doctrina del Atman. Descubrieron, dice Dasgupta, que hay algo que subyace «al mundo cambiante exterior, una realidad inmutable que es idéntica a aquello que subyace la esencia del hombre». Al inspeccionar la conciencia, al bucear en el mar del ser, los contemplativos descubrieron una luz invariable: el Atman (el Sí mismo o el alma), que, notaron, es igual aBrahman (el Ser universal, Dios). Este es el eje central de toda la filosofía india -ya que todo de alguna manera gira en torno a esta idea, incluyendo el budismo, ya sea como comentario, como reapropiación o como intento de refutación-. El Atman es el referente omnipresente. Es sin duda también el origen de la proposición básica que mueve a la espiritualidad moderna que se desmarca como «no religiosa» y del llamado new age, en su versión diluida, la idea de que «Dios está en el interior».
Tenemos ciertamente aquí la versión hindú, probablemente más antigua, de aquella máxima de Delfos que debió ser el eje rector del pensamiento filosófico helénico: Conócete a ti mismo. Según Marsilio Ficino, el gran traductor platónico, el mismo Platón entendió que la máxima tenía el sentido de que cuando uno se conoce a sí mismo conoce también a Dios. Encontramos aquí una cierta hermandad axial, siguiendo el término de Jaspers.
Ahora bien, quizás lo más interesante para nosotros -que tendemos a buscar lo pragmático y tratar de hacer que el conocimiento se convierta en algo productivo que nos dé un beneficio- es el método que desarrollaron estos filósofos contemplativos. Ese método originalmente fue llamado de manera un tanto misteriosa y difusa tapas, término que fue traducido muchas veces como «austeridad» o «ascetismo», pero que es mejor traducido como el ardor de la concentración o la energía de la concentración -y que también se puede describir, con cierta licencia poética, como el fuego de la atención-. Fuego en el sentido prometeico: la chispa divina que existe en la naturaleza humana. Fuego que ahora se nos roba de regreso, con la tecnología digital moderna de la distracción masiva y con la llamada economía de la atención que monetiza el tiempo en línea. Antiguo fuego védico, que llevaba al cielo, ahora rehén, ahogado en lo que Neil Postman llamó «un mar de irrelevancia». «Orwell temía que la verdad nos sería ocultada. Huxley temía que la verdad sería anegada por un mar de irrelevancia».
Los contemplativos de la India observaron, desde la época de los Upanishad y ciertamente también en la difusión budista, que algo ocurría cuando la mente se concentraba. Una especie de alquimia psicológica. Cuando la atención se fija de manera estable en un punto, esto genera algo así como un fuego que purifica, un fuego en el que arde toda la miasma del pensamiento y quizás todo el detritus inconsciente también (es limpieza de los llamados sankharas y, ciertamente, medicina para las epidemias modernas: la depresión y la ansiedad). Asimismo, cuando la mente se calma, se obtiene estabilidad, y esto permite conocer la realidad. Esto es igual a cuando deja de soplar el viento en la superficie de un pozo de agua y entonces podemos ver reflejado nítidamente el Sol. O cuando un espejo se limpia y podemos ver nuestra imagen. El maestro de meditación budista Alan Wallace compara esto con el uso de un telescopio, el cual, para producir imágenes del cosmos de validez científica, debe mantenerse estable. Wallace ha dicho atinadamente que los contemplativos de la India descubrieron su propio telescopio Hubble al menos 2 mil 500 años antes que Occidente. Este telescopio es el samadhi que se erige sobre la base de la ecuanimidad, la concentración y la paz contemplativa. El samadhi es de alguna manera el avatar del tapas, pasando por el yoga de Patanjali y con sus matices distintos en el budismo. Término polisémico: literalmente samadhi se refiere a algo que está unido o integrado. Algo así como una mente o un intelecto integrado y ecuánime. Con el tiempo ha llegado a significar tanto el estado de concentración unipuntual como la paz, la purificación y el éxtasis que produce. En el budismo es uno de los ocho elementos del noble sendero que llevan al despertar o iluminación y en el yoga de Patanjali es el octavo miembro, es decir, el estado final de integración iluminada o yoga. En el tantrismo budista, el samadhi connota un estado deananda o mahasukha: dicha suprema. Esto es porque, según se enseña, el estado natural de la mente, sin agitaciones y obstrucciones, es una luminosidad dichosa.
Aunque me parece que los primeros en desarrollar esta noción de la concentración como esencia y sumo bien de la práctica religiosa fueron los contemplativos hindúes, no hay duda de que existe una larga tradición en Occidente. Sabemos que los padres del desierto practicaron su forma de mindfulness o atención plena. Se buscaba hacer honor a aquel verso de la Carta a los Tesalonicenses de San Pablo que dice «ora constantemente». Había que estar sumido constantemente en la oración, incluso cuando se realizaban acciones cotidianas. La forma de hacerlo era manteniendo una cierta concentración, teniendo a Dios siempre en la mente, cultivando un fuego en el corazón. En el budismo se elegiría siempre observar los aires vitales, cómo entra y sale, entra y sale. El profesor Radhakrishnan, en su traducción de los Upanishad, nos dice que, de hecho, la concentración es la oración. Estar concentrados, con la mente fija como un rayo, es estar orando. La forma más alta de oración -el silencio interior-, la cual no distingue entre lo sagrado y lo profano, lo religioso y lo secular, entre lo interno y lo interno.
Dice Patanjali (Yoga-sutra 3.3) que samadhi es «cuando sólo el objeto de meditación brilla, [y la mente] está libre de su propia naturaleza [reflexiva]». La mente se diluye en la pura conciencia luminosa. El traductor Edward Bryant explica que «cuando no se está consciente más que del objeto de meditación en samadhi convencional, entonces ese objeto constituye el universo». Esto es importante porque, según enseñan los Upanishad, uno se convierte en aquello en lo que medita. Y cuando hay un solo objeto, ese objeto es el universo. Así, nos podemos convertir en ese objeto, en la pura luz de la conciencia, en el palacio iluminado de un mandala, en el universo, en Dios, etc. Esta es la gran sabiduría contemplativa de estas tradiciones.
El poeta místico Angelus Silesius escribió:
Si tan sólo pudieras quedarte quieto, y dejaras de buscar
ansiosamente a Dios -lo encontrarías en tu lugar.
Creo que este es el sentido del salmo (46:10) que dice: «Quédate quieto y conoce que yo soy Dios». Sea Dios o el sí mismo, la realidad sólo puede conocerse con esa quietud -que no es una aquiescencia-, es un silencio desde el cual se oficia, es un ardor, una llama pura que devora toda división, toda noción de separación. Como dice Eckhart, en ese espacio contemplativo que es el fondo del alma:
Actuar y llegar a ser son uno. Dios y yo somos uno en la operación: Él actúa y yo llego a ser. El fuego transforma en sí mismo todo lo que alcanza: le impone su naturaleza. No es el fuego el que se transforma en madera, sino la madera en fuego. Igualmente, somos transformados en Dios a fin de conocerlo tal como es.
Twitter del autor: @alepholo
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