La Virgen negra a la luz de la alquimia y el arte contemporáneo

Resumen de la tesis doctoral de Jorge R. Ariza dedicada al tema de las vírgenes negras. Se trata de una importante aportación al estudio del tema sin caer en esoterismos extraños pero sin marginarlos tampoco. Presentamos, así mismo, una entrevista al autor.

Figura. 1. Notre Dame d’Amiens.

A partir siglo XIX, es mucho y muy diverso lo que se ha escrito sobre el fenómeno de las vírgenes negras. Desde el principio, la historiografía ha evidenciado la polarización del debate sobre su origen y sentido. Por un lado, están aquellos estudiosos que ven en el color de estas imágenes un mero accidente físico-químico y que, por esto mismo, no existen las vírgenes negras, sino estatuas deterioradas. Por otro lado, son numerosos los autores que consideran que la negritud de tales imágenes es intencionada y simbólica desde un principio. A la luz de los análisis científicos de las últimas décadas parecería que los primeros tienen razón, pues la mayoría de las vírgenes negras son tallas de carnaciones blancas ennegrecidas.  Pero lo cierto es que el asunto no es tan sencillo. Saber cómo se han vuelto negras estas tallas no explica por qué se han ennegrecido y los motivos de la pervivencia de ese color negro “accidental”. Por otro lado, existen algunos casos de vírgenes negras cuyas blancas carnaduras esconden unas más antiguas y mucho más oscuras. Por lo demás, el concepto “virgen negra” es decimonónico y aparece en el ámbito académico para clasificar una serie de tallas que no tienen en común nada más que su negritud y que han llegado hasta nosotros como el resultado de una larga construcción cultural que se ha ido dotando de capas de sentido e interpretación. Se trata de un fenómeno que ha estado siempre vivo. Recordemos que no hay ni una sola talla reconocida como virgen negra que esté en la vitrina de un museo.

Hay quienes ven en el color de estas imágenes un mero accidente físico-químico y otros que consideran que la negritud de tales imágenes es intencionada y simbólica desde un principio.

Atendiendo a todas las fuentes y a la recepción del color de estas tallas durante cientos de años, bien parece que la clave del asunto se encuentra en la permisividad del ennegrecimiento de las imágenes, su reflexión poético-teológica y en su exaltación posterior, la cual se inició en el siglo XIV para afianzarse en toda Europa en la época del barroco. No quisiéramos extendernos en esta cuestión, pues ya hemos tenido ocasión de hacerlo en otro lugar. En este artículo nos gustaría, más bien, profundizar en una de las hipótesis que, dentro de la historiografía sobre las vírgenes negras, ha gozado de mucho predicamento y que aún hoy suscita interés entre los buscadores que recorren los caminos del hermetismo.

Las tres hipótesis generales sobre el simbolismo de las vírgenes negras

Antes de lanzarnos por esos caminos, conviene exponer muy brevemente las tres hipótesis que se han manejado a lo largo de los últimos 150 años sobre el sentido simbólico de estas tallas para después centrarnos ya en la que nos ocupa directamente. La primera hipótesis, a la que hemos denominado filo-pagana, plantea que una talla de la Virgen con carnaciones negras sería una adaptación obrada por el arte sagrado cristiano sobre las antiguas imágenes de divinidades femeninas del paganismo greco-romano, celta o egipcio. Así, las diosas que eventualmente fueron representadas en color negro a causa de su carácter ctónico – como Deméter, Diana, Cibeles o Isis – habrían perdurado en la forma de María bajo el dominio cristiano. Según esta hipótesis, cuando María se muestra a los fieles bajo carnaduras negras, estaría ejerciendo y perpetuando los roles de una diosa virgen y madre, fértil como la tierra y de cuyas oscuras entrañas nace su Hijo-Sol. Esta idea de “paganismo encubierto” fue una de las conclusiones a las que llegó Marie Durand Lefevre en su tesis doctoral de 1939, un trabajo pionero por ser la primera monografía sobre las vírgenes negras. Los trabajos más celebres que continuaron y divulgaron esta hipótesis fueron los de Emille Saillens i Jacques Huynen.

Figura 2. Isis egipcia con el Niño Horus.

La segunda hipótesis es la que hemos denominado Bíblico-cristiana y niega, como es natural, cualquier nexo con el antiguo paganismo. Según esta hipótesis, el color negro de las carnaciones de las imágenes de la Virgen vendría por la aplicación directa de los célebres versos de Salomón nigra sum sed fermosa. Así, vinculando a la amada del Cantar de los cantares con María (tal y como hizo la teología claramente desde el siglo XI) la Madre de Dios podía asumir también otras características de su prefiguración veterotestamentaria, como en este caso el color de su piel. En general, el color negro es interpretado en este contexto como la marca del Sol Divino que la ha tocado, tal y como dice la propia Amada del Cantar.

El color negro de las imágenes vendría por la aplicación directa de los célebres versos de Salomón nigra sum sed fermosa, vinculando a la amada del Cantar de los cantares con María

De esta interpretación se deriva otra: Las tallas negras de Nuestra Señora indicarían que la Virgen es la Madre de los Dolores. El gran defensor de esta tesis fue el canónigo Brugière, quien explica que la Virgen es hija de Adán, esto es, de aquel que cometió la transgresión original, sin embargo, en virtud de su concepción inmaculada, ella no está sujeta al pecado, por lo que Nuestra Señora es negra, pero solo en apariencia. Así lo expondría el monje benedictino Rupert de Deutz en el siglo XII, cuando escribió que la Bienaventurada Virgen parece negra cuando José descubre que ella está encinta. En realidad, explica el benedictino, ella era bella, porque había conocido la sombra de las alas del Espíritu Santo. Es evidente que esta lectura que realizó Rupert de Deutz viene de la interpretación patrística de los ya citados versos del Cantar de los cantares, donde la sulamita es negra y hermosa, como lo es el alma del género humano y también la Iglesia. Tales rasgos habrían sido prefigurados también por la reina de Saba, personaje bíblico que tradicionalmente se ha representado como una mujer negra.

Figura 3. Reina de Saba y su séquito ante Salomón.

La tercera hipótesis es la que hemos denominado universalista y es la que nos interesa de modo particular. Sin negar la herencia pagana y su perpetuación en el cristianismo, los autores que participan de esta hipótesis ponen especial énfasis en recalcar que las vírgenes negras del cristianismo son una continuidad real de los valores universales que guardaron aquellos cultos a las antiguas diosas madres de la cuenca mediterránea. Siendo así, la virgen negra queda integrada en una luminosa cadena que pone en relación a culturas y tradiciones espirituales muy lejanas pero que, en virtud de lo que podemos denominar “unidad trascendente de las religiones”, forman parte de una única verdad que la historia, la geografía y el carácter de cada pueblo ha expresado en modos diferentes en su forma, pero iguales en su esencia. Para el Dr. Jean Hani, la virgen negra sería un acento particular del misterio mariano, esto es, una parte del misterio total que encarna la Virgen María, quien, a su vez, sería un modo de expresión cristiano de un misterio universal que tiene que ver con lo que se ha denominado el Eterno Femenino[1].

Alquimia y cristianismo

Dentro de la literatura afín a la hipótesis universalista, la conexión de las vírgenes negras con la alquimia ha sido una constante desde principios del siglo XX. Antes de exponer las lecturas alquímicas sobre estas imágenes de origen medieval, es menester exponer, muy brevemente, qué entendemos por alquimia y cuál es su nexo con el cristianismo y, en última instancia, con la Virgen. A partir de ahí, podremos ilustrar como la virgen negra ha encontrado un lugar dentro de la literatura hermética, la cual aún hoy genera interés filosófico, científico y artístico.

Históricamente, el nacimiento de la alquimia se encuentra en el Egipto grecorromano, en el preludio de la religión cristiana, por lo que su naturaleza y desarrollo estuvieron marcados por una época que poseyó uno de los substratos multiculturales más ricos de la historia, tanto a nivel filosófico, religioso como científico [2]. En ese contexto debemos situar a esta ciencia tradicional, emparentada estrechamente con la filosofía neoplatónica de los textos de Hermes Trismegisto, personaje identificado con el dios egipcio Thot.

Los primeros textos alquímicos ya emplearon lo que hoy resulta más atractivo para nosotros: su lenguaje alegórico y simbólico que, como vehículos de un profundo conocimiento, lo protegían a su vez de las miradas de aquellos que no estaban preparados para entenderlo. Pero, ¿cuál era el objeto de este conocimiento? Desde luego, la alquimia no es una pre-química ni tampoco una proto-psicología. ¿Qué es entonces? Titus Burckhardt la define como «el arte de las transformaciones del alma», puesto que lo que constituye el fundamento de la obra, su verdadera materia, es la propia naturaleza del hombre [3]. Por lo tanto, todas las alegorías y simbolismos basados en la naturaleza de los metales y sus relaciones, no serían más que una guía que permitiría entender los cambios operados en el alma del alquimista, quien encontraría en lo que ocurre en el laboratorio una imagen exterior de los procesos espirituales internos. Así, podríamos decir que uno de los fines fundamentales de la Obra alquímica es convertir la materia vil en oro, esto es, aurificar el alma de aquel que practica este arte. De este modo, cuando el alquimista manipula la materia no lo hace como lo haría un químico, pues en realidad aquel lo hace con la intención de trascenderla gracias a su indagación de los principios de las cosas, de lo que hay más allá de esa materia.

Titus Burckhardt define la alquimia como «el arte de las transformaciones del alma», puesto que lo que constituye el fundamento de la obra, su verdadera materia, es la propia naturaleza del hombre

Es importante apuntar que, si bien la alquimia no tiene un marco religioso a priori, ésta no puede considerarse independiente de la religión, de igual modo que la religión no se puede reducir a las verdades de la alquimia. Así es como lo entiende R. Arola, quien señala que, a partir de Paracelso, se reveló definitivamente “el sentido interior de la alquimia y su relación con la religión o, más concretamente, con cierta voluntad reformadora de la religión cristiana” [4]. Esto finalmente no ocurrió en el plano histórico, pero la alquimia demostró que podía ser el lugar de confluencia en el que los sabios de las distintas ramas del cristianismo podían encontrar el tesoro del conocimiento, sin importar la confesión particular de cada uno. Más aún, la alquimia, el arte de las transformaciones que conducen a la regeneración integral del ser humano, es algo común en todas las religiones presentes y antiguas, tanto de oriente como de occidente. Es por esto que circunscribimos esta propuesta de interpretación sobre las vírgenes negras dentro de la hipótesis universalista, ya que lo que ésta encarnaría sería la misma idea de la materia prima, esto es, el objeto sobre el que se trabaja desde el principio de la Obra hasta su culminación.

En efecto, «el misterio de Dios, del Hombre y de la Creación, no podía separarse del misterio de la materia prima o, mejor dicho, el lugar puro para acoger ese algo que la alquimia preconizaba» [5]. Es por esto que la tradición alquímica se “apropió” del misterio mariano. Ese oro resultante de la operación alquímica siempre se describe como un oro puro y oculto, que nada tiene que ver con el oro vulgar que podemos ver, por ejemplo, en un lingote. Esa pureza oculta guarda relación con la Virgen. En relación a esto, tal y como nos recuerda Arola, para los seguidores de Paracelso, “la experiencia de lo santo se basaba en el conocimiento experimental del lugar interior y secreto donde se manifestaba ese algo o Primera Materia” [6]. Escribió el profeta Isaías: “El mismo Señor os dará la señal: he aquí que la virgen concebirá y dará a luz un hijo y llamará su nombre Emmanuel” (7, 14). Sobre este texto de Isaías, Arola señala que la palabra hebrea que se traduce por “virgen”, almah, proviene de una raíz verbal que significa “estar oculto”, “estar velado”  [7]. Sin la materia prima no puede existir el arte, del tipo que sea. Y en el caso del arte alquímico esto es más claro aún, pues el misterio de la alquimia es precisamente el misterio de la substancia, lo que Eirenaeus Philalethes llama “el receptáculo católico de los espíritus” [8]. Ese receptáculo, ese lugar para el descenso del influjo divino que debe moldear la materia y producir las formas, tiene en la Virgen uno de sus símiles más importantes. ¿No es acaso el Cristo la imagen del Cielo que ha nacido en el mundo tras tomar forma en la materia pura y virginal de María, donde había estado oculto hasta su nacimiento? Desde esta visión se comprenden las tradiciones que vinculan la Piedra Filosofal con el Hijo de Dios. Por la misma lógica, se comprende también que, para los alquimistas cristianos, como indica Arola, “la Virgen María es el lugar santo donde se engendra el oro filosófico. Se trata de un lugar esencialmente distinto y separado del mundo profano” [9].

La Virgen negra como imagen de la materia prima

¿Cuál es entonces el simbolismo concreto de la virgen negra dentro de toda esta concepción?  Para contestar a esta pregunta, conviene recordar que el proceso de la Gran Obra de los alquimistas atraviesa varias fases, donde cada una se conoce por el color bajo el cual se encuentra la Materia, a saber: Nigredo u obra al negro, asociada a la putrefacción o aniquilación de la materia p rima y a su disolución; Albedo u obra al blanco, que es una primera purificación de la Materia introducida en el horno; Rubedo u obra al rojo, culminación de la Obra [10]. En cada uno de estos pasos, el fuego juega un papel fundamental, pues él se encarga de obrar una purificación mayor en cada uno de los “peldaños” de esta operación en el alma del alquimista.

La Gran Obra atraviesa varias fases: Nigredo u obra al negro, asociada a la putrefacción o aniquilación de la materia prima; Albedo u obra al blanco, que es una primera purificación de la Materia; Rubedo u obra al rojo, culminación de la Obra

Es evidente que, para los partidarios de la interpretación alquímica de la virgen negra, ésta representaría el estadio inicial de la Obra. Quien primero y más claramente expuso esta lectura fue Fulcanelli en su célebre obra “El misterio de las catedrales”, publicada en 1926, en donde podemos leer que las vírgenes negras:

representan, en el simbolismo hermético, la tierra primitiva, la que el artista debe elegir como sujeto de su gran obra.  Es la materia prima en estado mineral, tal como sale de las capas metalíferas, profundamente enterrada bajo la masa rocosa. Es, nos dicen los textos, «una sustancia negra, pesada, quebradiza, friable, que tiene el aspecto de una piedra y se puede desmenuzar a la manera de una piedra».  Parece, pues, natural que el jeroglífico humanizado de este mineral posea su color específico y se le destine, como morada, los lugares subterráneos de los templos[11].

Para Fulcanelli es lógico pensar que estas imágenes negras son el modo cristiano de una misma verdad universal, la cual habrían encarnado antes las imágenes de Isis:

Con su virgen subterránea, Chartres tiene fama de ser el más antiguo lugar de peregrinación.  Al principio, no era más que una antigua estatuilla de Isis, «esculpida antes de Jesucristo», según dicen viejas crónicas locales. En todo caso, la imagen actual data solamente de finales del siglo XVIII, pues la de la diosa Isis fue destruida en una época ignorada y sustituida por una imagen de madera, con el Niño sentado sobre las rodillas, que fue quemada en 1793[12].

Figura 4. Portada primera edición El misterio de las catedrales.

Jean Hani, a quien ya hemos aludido, toma con cautela la obra de Fulcanelli, si bien le confiere validez en lo más esencial: el fiel, encontrándose ante una virgen negra, puede contemplarla como el prototipo al que debe conformarse su alma, que debe tornarse “virgen negra”, esto es, aniquilarse en la perfecta humildad que simbolizaría ese color; así podrá alcanzar el estado de materia prima, materia virgen apta para recibir la Luz divina. En realidad, esto no deja de ser una interpretación en clave hermética de lo que muchos teólogos cristianos de todos los tiempos han evocado. Escribió Ángelus Silesius en su “Peregrino Querubínico” (1657) que «si tu alma es sierva, y pura como María, debe quedar al instante preñada de Dios» (II, 104). Lo expresado por Angelus Silesius es, ni más ni menos, el nacimiento de Dios en uno mismo, nacimiento que viene precedido de una muerte o un regressus ad uterum, el cual muchas veces se ha equiparado a la noche cósmica, esto es, la naturaleza en su estado primitivo, esa Madre a la que hemos denominado también Primera Materia [13]. Mircea Eliade, refiriéndose a la operación alquímica del Baño María, explicó que ésta representa la matriz de la que ha nacido Jesús y que «la encarnación del Señor en el adepto puede comenzar desde el momento en que los ingredientes alquímicos del Baño María entran en fusión y vuelven al estado primitivo de la materia» [14]. Ese estado primitivo, esa oscuridad, esa noche, esa posibilidad universal, es lo que simbolizarían las vírgenes negras.

Ese estado primitivo, esa oscuridad, esa noche, esa posibilidad universal, es lo que simbolizarían las vírgenes negras.

Cualquier interpretación en clave iniciática del rol de la Virgen que se haya propuesto en el mundo contemporáneo, se sostiene y perpetúa gracias al universo de imágenes visionarias legadas por la mística medieval, la cual entronca perfectamente con el simbolismo alquímico que estamos tratando. En este sentido y en relación a lo que hemos mencionado más arriba sobre el regressus ad uterum, es muy paradigmático el caso de santa Hildegard von Bingen. Parte de la obra de esta abadesa benedictina, en especial aquella basada en sus visiones, estaría cuajada de conocimientos de tipo alquímico. Así lo ha expuesto Francisco Villarroel, quien resume así esta cuestión:

Dentro del misticismo medieval, Hildegard von Bingen representa la convergencia de distintos saberes que circulan por la Alemania del S.XII. Uno de estos elementos que sigue sin ser trabajado es la alquimia, la que forma parte esencial dentro de la construcción simbólica y significativa en Scivias y en el Liber Divinorum Operum, obras que tienen una configuración basada en procesos alquímicos (NigredoAlbedo y Rubedo), referencias metalúrgicas y también alusiones iconográficas a la mujer como matriz y gestadora de vida, a modo de “simbolismo obstétrico”, en palabras de Mircea Eliade. Las alusiones alquímicas presentes en su obra suponen un reflejo del estudio y/o conocimiento de algunas referencias a esta antigua disciplina, que fue introducida por los árabes y la posterior divulgación — de forma muy discreta — por Europa, hasta su auge definitivo en el siglo XVII [15].

 Dentro de la obra de Hildegard nos interesan especialmente dos de las visiones expuestas en su Scivias: “La peregrinación del alma” y “La maternidad que procede del Espíritu y del Agua” (II, 3. Códice de Wiesbaden). La primera visión a la que nos referimos es la cuarta del primer libro y se encuentra ilustrada por una miniatura que resulta un claro ejemplo del simbolismo obstétrico (Fig. 5). Tal y como describe Villarroel, “se observa al niño formado saliendo de color blanco del útero/horno de una mujer blanca; a la vez, un hombre negro (o un material en Nigredo) se apronta para entrar al horno purificador de la mujer virgen, y recrear el mismo proceso anterior” [16]. Vemos como estas almas, limpiadas del pecado y desprovistas de la negritud, han pasado ya por la purificación y son entonces conducidas por seres angelicales al lugar que les corresponde. En la tercera visión de la segunda parte del Scivias, recogida y analizada también por Villarroel, se repite la misma operación, en la cual una enorme figura dorada que representa a la Virgo – Ecclesia, realiza la función de madre purificadora de los pecados (Fig 6). Escribe Hildegard que esta figura femenina, “arrancando a cada uno de ellos la piel negra, la arrojó fuera del camino; Atavió a cada cual con una túnica muy blanca y les abrió la luz esplendorosa” [17]. Está claro que, en este caso, la Virgen no aparece como materia prima, como la entendió Fulcanelli, sino como Madre dorada, transformada y purificadora, la que propicia la superación del estadio del Nigredo y el paso al Albedo. En otras palabras: posibilita que el alma del fiel, convertida ya en virgen negra, se desprenda de su envoltura oscura tras el paso (o retorno) al útero de la Madre, donde aguarda el fuego purificador del Espíritu.

Figura 5. «La peregrinación del alma», visión de Hildegard von Binguen.

Figura 6. “La maternidad que procede del Espíritu y del Agua”, visión de Hildegard von Binguen

Convenimos con Villarroel en que la conjugación y asimilación de la alquimia por la doctrina cristiana es un modo que facilita la expresión y la explicación intelectual de los misterios del cristianismo, los cuales son el verdadero objetivo de la Sibila del Rin, más allá de su experiencia personal. Siendo esto así, podemos comprender la voluntad, en época contemporánea, de ver en la virgen negra una figura o imagen que entroncaría con la alquimia, pues tal cosa ya había ocurrido, al menos, en el siglo XII, momento en el que las formas del antiguo hermetismo se emplearon como un lenguaje adecuado para ayudar a exponer las transformaciones del alma a través de la Madre, esto es, a través de la Virgo – Eclessia. Sobre el influjo de estas concepciones herméticas dentro del arte contemporáneo tendremos ocasión de reflexionar seguidamente para después centrarnos en el caso paradigmático de Louis Cattiaux.

Alquimia y creación artística contemporánea

Independientemente de la calidad de los trabajos sobre alquimia, desde el siglo XVII, el arte hermético fue oficialmente cuestionado e incluso atacado por los adalides del pensamiento racional, cuyas ideas triunfarán definitivamente en el siglo de las luces. Así, con el progreso de las ciencias químicas, la vieja quimera de los alquimistas (así era como lo consideraban sus detractores) quedó oficialmente relegada a los mundos de la literatura y la fantasía, de modo que cualquier otro interés por esa materia restaba como sinónimo del ridículo.

Con el progreso de las ciencias químicas, la vieja quimera de los alquimistas quedó oficialmente relegada a los mundos de la literatura y la fantasía

Sin embargo, tal y como ha escrito F. Bonardel, «esta expulsión oficial del campo del pensamiento positivo fue y sigue siendo para la alquimia una ocasión para reformular – teórica y prácticamente – el espacio de su posible supervivencia y las condiciones de su fecundidad espiritual y creadora perpetuamente viva» [18]. Así, parece que los tiempos modernos no enterraron para siempre a la alquimia, sino que, al contrario, la resucitaron, si bien sus caminos se tornaron más oscuros y secretos que hasta entonces. Desterrada ya de las instituciones académicas, la pista de la alquimia se tornó aún más compleja de seguir, incluso históricamente. Mientras proliferaban las publicaciones científicas centradas en la estricta química, enseñada de manera clara y sin velos simbólicos, aumentaban también, en paralelo, centenares de manuscritos sobre alquimia. “Se cuentan por centenares – explica Pérez Pariente – los manuscritos alquímicos de los siglos XVIII y XIX que atesoran diversas bibliotecas occidentales, a menudo procedentes de coleccionistas privados, sobre todo en el caso de Norte América” [19]. Según Pérez Pariente, “el examen de esos documentos a menudo revela la existencia de una cadena de transmisión de saberes alquímicos, de círculos de alquimistas que se comunicaban entre sí de manera privada para compartir enseñanzas, experiencias y documentos, ajenos a toda organización formalmente constituida” [20].

Si bien aquella vieja “mística metalúrgica”, mediadora entre el reino de la materia y el del Espíritu, fue una actividad que se desarrolló “subterráneamente” y en los márgenes de la sociedad, lo cierto es que a finales del siglo XIX y a principios del XX ésta encontró un nuevo lugar y unos nuevos “alquimistas” que iban a tratar de emplear aquellos conocimientos esotéricos dentro de un ámbito completamente distinto. Nos referimos, en efecto, a la creación artística, la cual había asumido entonces la tarea propia de cualquier religión, como ya hemos señalado: unir, religar el cielo con la tierra. En este contexto, se entiende perfectamente la expresión del poeta Aloysius Bertrand, quien refiriéndose a la obra de arte la calificó como “la Piedra filosofal del siglo XIX” [21].

En este contexto, se entiende  la expresión del poeta Aloysius Bertrand, quien refiriéndose a la obra de arte la calificó como “la Piedra filosofal del siglo XIX”

La alquimia, alejada ya de la química, podía entonces ofrecer esa gnosis, ese conocimiento imprescindible para obrar la reunión de los mundos terrenal y celestial que buscaban aquellos artistas abiertos a la espiritualidad. Por esto mismo, muchos de ellos se interesaron por los textos herméticos, convirtiendo así sus creaciones en obras portadoras de un conocimiento alquímico fruto de la experiencia. El laboratorio no era ya el lugar exclusivo del alquimista, pues la misma función empezó a desarrollar el taller del pintor y el estudio del poeta. La Gran Obra alquímica podía efectuarse mediante la creación de un poema, una pintura o en una composición musical. Advirtamos que no se trataba sencillamente de enumerar símbolos herméticos o citar figuras alquímicas ya conocidas desde siempre, sino que le arte debía ser capaz de establecer relaciones reales entre simbolización y transmutación. Quien desee ir más allá de esa mera enumeración, tal y como ha escrito F. Bonardel, «debería tratar de interrogar conjuntamente el arte y la alquimia sobre tres cuestiones esenciales: a) la voluntad manifiesta del arte de ser reconocido como Ars Magna; b) el acto poético como trabajo espiritual de naturaleza “filosofal”; c) la vocación transmutadora de la creación en la cultura, y en la cultura occidental en particular” [22]. Para Bonardel, las tres condiciones enumeradas fueron cumplidas de forma paradigmática por Wagner, Mallarmé y Proust, quienes crearon personajes y tramas que se dirigían hacia una búsqueda de algo que se parece mucho a lo que podría ser la Piedra filosofal, bien a través del sacrificio, la redención del amor o mediante la superación de pruebas caballerescas.

En el ámbito de las artes plásticas, la alquimia está presente en la obra de ciertos artistas contemporáneos, no solo como tema representado, sino como vía para la búsqueda y la realización espiritual a través de la fe y el conocimiento. William Blake, František Kupka, Jean Delville o Remedios Varo son solo algunos nombres célebres. Sin embargo, el caso de Louis Cattiaux es seguramente el más paradigmático y el que mejor encaja con el objeto de nuestra investigación, que es simbolismo de la virgen negra.

La Virgen negra en la pintura alquímica de Louis Cattiaux

Cercano por su plástica al surrealismo, del que fue contemporáneo, e igualmente buscador de lo oculto en las profundidades del alma como los simbolistas, la figura del pintor, poeta y visionario francés Louis Cattiaux (1904-1953) pertenece, sin embargo, a otro orden. Tal afirmación no es exagerada, pues podemos considerar a este autor como un verdadero continuador de aquellos sabios del mundo antiguo que conocían y practicaban la alquimia, el arte hermético que enseña cómo se une el espíritu con la materia, lo divino con lo humano.  En su obra, Cattiaux dio una nueva vida a lo más esencial de las antiguas tradiciones espirituales. Supo ver, más allá de las formas exteriores, aquella verdad fundamental, aquella philosophia perennis que late en el interior de las diferentes religiones y filosofías tradicionales. Quizá por esto mismo, Cattiaux no goza de un lugar destacado dentro de nuestra selectiva y sesgada historia del arte, en donde se acostumbra a incidir más en la novedad, la transgresión y la ruptura que en aquello que es continuador de cualquier tradición que toque con lo espiritual. A la búsqueda de esa gnosis, Cattiaux pasó largas horas en la Biblioteca del Arsenal, en París, que por aquel tiempo reunía una portentosa colección de volúmenes sobre alquimia y hermetismo y que actualmente se encuentran en la Biblioteca Nacional de Francia. Aquellas lecturas, más espirituales y meditativas que eruditas, le conectaron con los antiguos maestros: «Durante la ocupación me alimentaba con una manzana por ágape. Pasaba todo mi tiempo en la Biblioteca de París en donde se hallaban los secretos del esoterismo y del arte medieval. Me nutría literalmente del espíritu de los antecesores creyentes y escrupulosamente artistas» [23].

Cercano al surrealismo, del que fue contemporáneo, e igualmente buscador de lo oculto, la figura del pintor, poeta y visionario francés Louis Cattiaux (1904-1953) pertenece, sin embargo, a otro orden.

De entre esos antecesores, seguramente los más preciados para el pintor fueron Nicolas Flamel y Nicolas Valois, en cuya obra encontró y reconoció un saber que el occidente moderno había perdido u olvidado. Era necesario volver a encontrar esa gnosis y esa praxis. Quizá de este anhelo, de esta necesidad, brota el primer impulso que llevó a Cattiaux a ser el autor de un libro singular y extraordinario, aunque él mismo reconociera que el contenido de la obra le sobrepasaba: “El Mensaje Reencontrado”. Redactado a lo largo de quince años y construido a base de aforismos y sentencias dispuestas en forma de dos columnas, este escrito presenta todos los rasgos de un libro inspirado. La primera autoridad en esoterismo y metafísica que supo ver el valor del libro fue René Guénon, quien publicó una reseña muy favorable sobre lo escrito por Cattiaux. Esto es muy interesante, pues no fueron los coetáneos artistas de vanguardia buscadores de lo oculto aquellos que reconocieron el valor de “El Mensaje Reencontrado”, sino el más estricto y duro detractor de este tipo de arte. En efecto, para Guénon, el surrealismo y todos los ismos no eran más que degeneraciones del verdadero arte, que debe estar sujeto siempre a una tradición espiritual. Esto coloca a Cattiaux en un lugar especial, pues su técnica y estilo como pintor pueden recordar efectivamente al de los surrealistas, pero el fondo y la esencia de su obra se encuentra en otro lugar, más cercano al auténtico esoterismo tradicional que a las vanguardias. Parece que Cattiaux encontró el hilo espiritual que occidente había perdido y lo supo formular con un lenguaje nuevo y más adecuado a los tiempos. Su pintura y sus textos así lo demostrarían.

El pintor francés escribió otro valioso libro, titulado “Física y Metafísica de la Pintura”, en donde trata de la práctica y la teoría del arte desde una óptica muy poco convencional para su tiempo y contexto. Para Cattiaux, el arte es un acto mágico, en el sentido que se le daba a esta palabra en el Renacimiento: la ciencia de casar los mundos, de unir el cielo con la tierra. Desde esta perspectiva, «en las operaciones artísticas – explica Arola – se hace visible lo invisible de la naturaleza, aquella fuerza que impele las transformaciones constantes a partir de las cuales es posible alcanzar el único centro» [24].

Afirmaciones semejantes vienen recogidas en “El Mensaje Reencontrado”: «El arte consiste en hacer aparecer lo sobrenatural oculto en lo natural» (IX, 53). Así, tal y como apunta Arola, la metafísica de la que hablaba Cattiaux no aparece como algo alejado del ser humano, tal y como se ha concebido mayormente en el arte y la literatura que hemos conocido anteriormente [25]. Este tipo de metafísica permite evitar los excesos tanto de espiritualización como de materialidad, de manera que asistimos a un perfecto equilibrio fruto del encuentro entre lo bajo y lo alto. A este respecto, Emmanuel d’Hooghvorst afirma, siguiendo a Cattiaux, que «dar cuerpo y medida a la inmensidad es el misterio del Arte puro» [26]. AquÍ reside verdaderamente la naturaleza alquímica del arte. No es menester que el artista dibuje atanores u otras figuras de los imaginarios alquímicos propios del romanticismo o de la novela gótica. El arte hermético acontece en la concepción que Cattiaux tiene de su propio oficio como pintor. Comprobamos felizmente como creación artística y alquimia aparecen por fin plenamente integradas en la obra de un artista contemporáneo.

Este tipo de metafísica permite evitar los excesos tanto de espiritualización como de materialidad, de manera que asistimos a un perfecto equilibrio fruto del encuentro entre lo bajo y lo alto

Como ya hemos observado más arriba, la alquimia necesita de la religión y, por lo tanto, sus modos de expresión toman muchas veces las figuras y personajes de su religión contextual. Así, tal y como apunta Arola, en la obra de Cattiaux abundan los grandes temas del cristianismo: la Anunciación, el nacimiento de Jesús, la crucifixión, etc. «Cada una de estas pinturas – continúa Arola – es una reflexión profunda y una enseñanza sobre la iconografía cristiana tal como fue en su origen. Las enseñanzas evangélicas son tratadas desde el conocimiento del secreto que encierran» [27]. Un conocimiento cuyo significado queda iluminado por la “santa ciencia de Hermes”, tal y como escribió el propio Cattiaux [28]. Ocurre lo mismo en las pinturas que representan los misterios marianos, tema al que Cattiaux prestó una especial atención hacia el final de su vida. «Pinto Vírgenes Eternas – decía el propio artista – de las que nadie conoce el verdadero nombre excepto el que las desposa» [29].  Para Cattiaux, tal y como señala Arola, el misterio mariano «es el lugar por el cual se debe pasar imprescindiblemente para llegar al sol filosófico, y sus creaciones artísticas sobre este tema, lejos de preocupaciones estéticas, son enseñanzas concretas sobre este misterio» [30].  Bajo esta concepción mágico-alquímica del arte, la Virgen aflora en toda su plenitud; su simbolismo no se presenta separado o polarizado, sino completo y ejerciendo el rol concreto que en cada ocasión desea acentuar el pintor. Particularmente, la Virgen negra encuentra, al menos, dos claras representaciones en la obra de Cattiaux (Fig. 7 y Fig. 8). Pero, ¿qué pueden representar exactamente estas vírgenes negras? Para entender mejor estas pinturas, es conveniente acudir a “El Mensaje Reencontrado”, en donde a la virgen negra le han sido dedicados algunos versículos, como por ejemplo el que sigue: «¿No es la virgen negra la primera y más misteriosa de las madres? ¿No es ella a quien Dios ha mirado amorosamente desde el comienzo? ¿No es ella quien ha alumbrado la luz que ilumina al mundo?» (XXVII, 33)

Figura 7. «Virgen negra», 1951

Figura 8. «Virgen negra», 1952

Según explica Raimon Arola, “Simbólicamente, la Virgen Negra representa el lugar y el resultado de la primera conjunción entre el cielo y la tierra. De ella crecerá el árbol luminoso que producirá el fruto dorado” [31]. Se entienden entonces estas palabras que el propio Cattiaux dirigió en una carta a uno de sus amigos: “Tienes mucha razón en adorar a la virgen negra, ya que sin ella es imposible alcanzar a la virgen blanca, y sin ésta última es imposible llegar hasta el hijo rojo” [32]. Encontramos, de nuevo, las tres fases de la Gran Obra: Nigredo , Albedo y Rubedo. Sobre esa primera fase oscura del Opus Magnum, hemos podido saber que el discípulo y amigo de Cattiaux, Emmanuel d’Hooghvorst, explicaba que cuando el hombre fue enviado al exilio, encontró en este exilio un lugar misterioso y oscuro, llamado la virgen negra, donde se encuentra la semilla de la luz. Tenemos que encontrarlo y tenemos que sacar esa luz.

“Simbólicamente, la Virgen Negra representa el lugar y el resultado de la primera conjunción entre el cielo y la tierra. De ella crecerá el árbol luminoso que producirá el fruto dorado”

Resulta evidente que Cattiaux es continuador de lo que nosotros hemos llamado hipótesis universalista, concretamente de la lectura alquímica que esta hipótesis permite sobre el fenómeno. De hecho, el propio pintor tenía ya una idea bien formada a este respecto en lo que atañe a las piezas medievales que tratamos en este trabajo. En una de sus cartas dirigidas a un amigo, escribió Cattiaux que: «No conozco Montserrat ni ningún otro lugar santo, tal vez algún día podré visitarlos cómodamente. Nuestra Señora de Montserrat es una de las escasas vírgenes negras imagen de la primera materia alquímica, de donde viene el oro vivo representado por el niño Jesús, al que se ha de multiplicar por la muerte y la resurrección» [33]. Queda entonces claro que el aspecto principal de la virgen negra en la obra de Cattiaux es la de representar aquel lugar o estado del alma en el cual debe nacer la luz divina en el hombre, emergiendo de la oscuridad, esto es, partiendo de la materia prima; imitando, pues, el acto cosmogónico recogido en la tradición bíblica, cuando se narra como Dios extrajo la luz de las tinieblas.  En este sentido es interesante que nos detengamos un momento en la pintura “Virgen negra” de 1952, (Fig. 8), a fin de exponer con algo más de detalle y partiendo de una obra concreta, todo lo que hemos expuesto.

En esta pintura la figura de la Virgen aparece de pie y sin el Niño, en medio de un espacio que, a juzgar por las arcuaciones, parece ser un templo, un espacio sagrado. Esto bien podría indicar que ella misma es el templo, es decir: el lugar donde acontecen las epifanías, donde Dios se manifiesta. Afirmación muy razonable para la teología, pues María es el templo de Dios, del Dios que nace en el mundo, en el polo inferior de la creación. Sin embargo, este lugar terrenal-inferior ahora se ha convertido en un cielo. Tal cosa queda explicitada por el suelo ajedrezado, cuyas baldosas evocan lo celeste mediante las estrellas que aparecen representadas en su centro. Interpretamos que la dualidad bicroma que plantea el ajedrezado queda trascendida por la Virgen, pues ella integra los mundos, pues propició que el cielo bajara a la tierra; el mismo cielo que ella porta en sí y que demuestran las estrellas pintadas sobre sus ropajes de esta figura de la Virgen revestida por el cielo estrellado. Y en ese punto central e intermedio que ella representa, justo entre el cielo y la tierra, entre lo celestial-invisible y lo físico-visible, en medio de esa “corporeidad celeste” que diría H. Corbin, aparece la reluciente hostia que la Virgen negra porta en su mano, imagen de la divinidad que se hace presente en medio de la oscuridad de la Virgen, que es la materia prima. De fondo, como emulando el pan de oro de los iconos ortodoxos, encontramos un cielo dorado, cuajado de estrellas, y que simbolizaría la presencia del Oro-Sol divino presente en el mundo inferior, como si la luz dorada hubiera tomado cuerpo y forma.

BIOGRAFÍA

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NOTAS

[1] HANI 1997.

[2] PÉREZ 2018, pp.154-155.

[3] BURCKHARDT 1976, p. 25.

[4] AROLA 2008, p. 16.

[5] AROLA 2008, p. 18

[6] AROLA 2008, p. 19.

[7] Así lo confirmaría el mismo san Jerónimo: “la palabra hebrea almah es ambigua: en efecto, significa adolescente, pero también oculta, es decir, secreta”. Citado en AROLA 2008, p. 19

[8] AROLA 2008, p. 57.

[9] AROLA 2008, p. 77.

[10] PRIESNER -FIGALA 2001, p. 157. Entre el Albedo y el Rubedo, aparecería otro color, el amarillo, que representa el oro, si bien éste no es el fin del Opus Magnum, sino la fase previa a ese fin, que es el Lapis Philosoforum.

[11] FULCANELLI 1994, p. 74.

[12] FULCANELLI 1994, p. 75.

[13] ELIADE 2001, pp. 140-141.

[14] ELIADE 2001, p. 14.

[15] VILLARROEL 2010, p. 1.

[16] VILLARROEL 2010, p. 11.

[17] VILLARROEL 2010, p. 11.

[18] BONARDEL 1992, p. 118.

[19] PÉREZ 2018, p. 177.

[20] PÉREZ 2018.

[21] Citado en BONARDEL 2012, p. 145.

[22] BONARDEL 2012, p. 14.

[23] Citado en AROLA 2013, p. 107.

[24] AROLA 2013, p. 85.

[25] AROLA 2013, p. 81.

[26] AROLA 2013, p. 81.

[27] CATTIAUX 1998, p.95.

[28] Citado en CATTIAUX 1998, p. 9.

[29] CATTIAUX 1998, p. 95.

[30] CATTIAUX 1998, p. 95.

[31] En ARSGRAVIS «Discurso Visual: Louis Cattiaux, el lugar de la visión».

[32] ANSEMBOURG – LOHEST HOOGHVORST 2008, p. 102.

[33] CATTIAUX 1999, p.278.

https://www.arsgravis.com/la-virgen-negra-a-la-luz-de-la-alquimia-y-el-arte-contemporaneo/

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