En toda forma de Estado, se define a éste como única entidad autorizada para ejercer la violencia en el territorio que lo conforma. Esta teoría ha de contemplar la legitimidad necesaria, otorgada lógicamente por los habitantes que se integran en dicho territorio.
Ello significa que el monopolio de la violencia recae en manos del Estado; y por tanto, nadie más podrá hacer uso de él sin que sea penado o criminalizado. La excepción vendría de la promulgación de leyes autorizadas para tal fin, es decir, de la posibilidad de utilizar la violencia para defenderse uno mismo o para defender sus propios bienes (entendiendo siempre que dicha autoridad es ofrecida, claro está, por el propio Estado).
Esta construcción sociopolítica se extiende a todos los países de nuestro entorno. El interrogante sería, por un lado, determinar dónde están los límites de este ordenamiento y, por otro, cómo constatar la falta de legitimidad.
Si algo hay que revelar sobre el modo del pronunciamiento de nuestras democracias, es, sin duda alguna, el excesivo uso de legislaciones ad hoc para minimizar la respuesta ciudadana, y con ello, la apropiación desde los respectivos gobiernos de licencias más poderosas para consagrar sus modos de articulación del poder. Dicha estrategia, inmediatamente manifiesta una ruptura importante entre las estructuras estatales y la ciudadanía.
Si tenemos en consideración las diferentes arquitecturas empleadas por los diferentes gobiernos, nos daremos cuenta que estamos en frente de modos de organización social dirigidos magistralmente para que estemos imposibilitados para el ejercicio de una legítima defensa frente a los atropellos de nuestros derechos y nuestras libertades.
El funcionamiento de los sistemas de partidos, la regulación de las representatividades políticas, las licencias de comunicación y libertad de radio y prensa, las construcciones de mayorías irrelevantes con las cuales poder gobernar, el fraude de la separación de poderes, o la implantación del miedo como elemento propulsor de nuevos estatutos que nos coaccionan, son solo algunas de la infinidad de perturbaciones a las que nos obligan a someternos “en nombre del bien común”. La existencia y ejecución de estas medidas excepcionales, tiene un respaldo que contribuye a poder evitar su deterioro. A este respaldo, lo llaman La Ley…
Llegados a este punto, tenemos ya los dos primeros puntos fundamentales que no debemos olvidar. Los Estados perviven a través de mecanismos insuficientes de legitimación. Por tanto, o bien realizan una profunda transformación, o bien debemos de derrocarlos. Y la ley, no responde a los parámetros de la justicia, sino a los intereses manifiestos del poder. Es decir, uno de los mayores males de nuestras democracias reside en haberse implantado la creencia de que las leyes son el fundamento de las causas justas.
Este análisis responde a través de la ciencia política a la necesidad de transformar los principios por los que se regulan nuestros Estados. Pero aun con todo lo expuesto, me parece hasta irrelevante. Queda exponer el último punto, básico y primordial.
La Historia es probablemente la ciencia de la que más se puede aprender, y aquella que menos consideración recibe. Sus trabajos esconden una espléndida biblioteca donde podemos analizar todo aquello que ha acontecido desde hace miles de años. Y estos acontecimientos, nos dan innumerables respuestas. Hoy, la respuesta se hace inevitable.
Todas las libertades, sociales y políticas, todas las mejoras económicas, y todas las transformaciones que han dado lugar al derrocamiento de poderes, élites, imperios, o gobiernos absolutistas, se han producido siempre, bien a través de revoluciones sociales, o bien con la inestimable ayuda de innumerables revueltas.
Último punto, y recordatorio. Quien nos domina, no nos va a conceder el privilegio de escaparnos de sus lindes. Toda salida de la opresión y el secuestro, es violenta.
Esta pequeña alusión puede sonar contundente, y para muchos, irreverente. Sobre todo en estos tiempos de indignación de manos blancas y de silencios cómplices. Pero el cambio, si se desea, ha de corroborarse a través de la postura que se defiende. Es imposible la transformación sin la exigencia del cambio radical de los acontecimientos. O lo que es lo mismo, no es posible indignarse para pedir dicho cambio, si no contribuimos a la ruptura del sistema.
El sistema, el Estado, los gobiernos, nuestras democracias, están muy bien diseñadas para asustarnos, para disuadirnos, para hacernos ver aquello que no existe, para aprender a distinguir entre el mal, y su justicia. Todas las herramientas están a su alcance. De ese modo, que alguien pueda mirarse, y declararse antisistema, es no solo extraño, sino hasta delictivo. Cuando realmente, las mismas palabras nos protegen de nuestros pensamientos y nuestra actitud. Y les tenemos miedo. Miedo al significado desnudo de las palabras…
Electores, pobladores, habitantes y vecinos, saben que ha de haber responsables, saben que la política no funciona, que su país se tambalea, que las finanzas nos ahorcan, que las multinacionales nos violan. Millones de personas saben, que este sistema no solo no nos ayuda, sino que nos estrangula, y están en contra de su mecanismo, de su puesta en escena. Saben que es necesario ir contra él, y que hay que derribarlo, para construir uno nuevo. Y casi nadie, se atreve a creerse antisitema…
Es como intentar ganar la batalla refugiándote en casa del enemigo.
Y la conciencia del uso de la violencia, no es la misma en la confrontación de la lucha por la dignidad y por los derechos. Cuando los nuevos pobladores exterminaron a los indios, éstos necesitaron hacer uso de ella, para sobrevivir en sus montañas. Cuando los europeos colonizaron África, sus esclavos enfundaron las armas, para impedir el exterminio. Cuando los turcos decidieron batallar contra el pueblo armenio desarmado, los aniquilaron, y un millón y medio de habitantes fueron forzados a marchas kilométricas, atravesando zonas desérticas, para morir de hambre, de sed, de robos y violaciones. Cuando la maldad te mira de frente, y quiere borrar tus pisadas, puedes rebelarte o no, pero no hay ética que respalde tu caída, ni razón que ampare o defienda tus heridas. No hay cobijo para la barbarie, y a veces, hay que hacerla frente.
¿Tiene el amenazado que legitimar su derecho a la defensa?. Estamos bajo las órdenes de terceros que degradan nuestra moral y nuestra ética. Las leyes de nuestros gobiernos socavan la dignidad de los ciudadanos, y nos someten a penurias que anulan hasta nuestra voluntad. La inmoralidad, el engaño y la perversión son los colaboradores represivos desde Bruselas.
La Historia. No nos cubre los ojos, sino que nos abre la mirada. Y lo dejó escrito un alemán, Max Stirner, hace muchos años; “”El estado llama a su propia violencia ley, pero a la del individuo crimen.””
Artículo de José luis V. Doménech-Sociólogo, visto en iniciativadebate.org http://sociologosplebeyos.com/2013/07/09/sobre-el-uso-de-la-violencia/