Por Julián Casanova
A comienzos del siglo XX, la Iglesia católica no contemplaba en el horizonte graves alteraciones en su privilegiada posición. Pese a las desamortizaciones y las revoluciones liberales del siglo XIX, el estado confesional había permanecido intacto. La Restauración de la monarquía borbónica, a partir de 1875, le abrió nuevos caminos de poder social e influencia y la aristocracia terrateniente y las buenas familias de la burguesía dieron nuevos impulsos al renacimiento católico con numerosas donaciones de edificios y rentas a las congregaciones religiosas.
La Iglesia católica era para el Papa y sus obispos la única fuente de verdad absoluta. El catolicismo se veía a si mismo como la religión histórica de los españoles. Depositaria de las mejores virtudes, sociedad perfecta, en estrecho matrimonio con el Estado, la Iglesia estaba segura. O al menos eso se pensaba. Porque, en pleno siglo XX, España era el ejemplo por excelencia de una sociedad con una “única religión dominante y coherente”, una religión dirigida y seguida por gente, obispos, religiosos y católicos de a pie, que consideraban que la preservación total del orden social era irrenunciable, unidos como iban el orden y la religión en la historia de España.
Frente a ese constante poder y presencia de la Iglesia, había emergido, no obstante, una contratradición de crítica, hostilidad y oposición. El anticlericalismo, presente ya en el siglo XIX, con intelectuales liberales y la “izquierda burguesa” dispuestos a reducir el poder del clero en el Estado y en la sociedad, entró en el siglo XX en una nueva fase más radical, a la que se sumaron los militantes obreros. Y emergió de este modo, empezando por Barcelona y siguiendo por otras ciudades españolas, una red de ateneos, periódicos, escuelas laicas y diferentes manifestaciones de una cultura popular, básicamente antioligárquica y anticlerical, en el que el republicanismo y el obrerismo organizado –anarquista o socialista- se daban la mano. El objetivo, según Joan Connelly Ullman, ya no era solamente controlar o reducir la influencia clerical, sin también “eliminar a la Iglesia como poder público, como rama de gobierno, e incluso como fuerza sociocultural en la sociedad”.[i]
La Iglesia resistió con fuerza esos vientos impetuosos de modernización y de secularización. Y levantó un sólido dique frente a los individuos que disentían con sus opiniones y estilo de vida de ese orden que ella bendecía y amparaba. Así se forjó la historia de un resentimiento constante entre clericalismo y anticlericalismo, orden y cambio, reacción y revolución que, agudizado en los años de la Segunda República (1931-1936), acabó en 1939, tras una guerra civil, con el triunfo violento y duradero del primero.
Vientos de cambio
La población española, que era de 18.6 millones de habitantes a comienzos de siglo, llegaba a casi los 24 millones en 1930, gracias sobre todo a un acentuado descenso de la mortalidad. Mientras que hasta 1914 esa presión demográfica provocó una alta emigración ultramarina, a partir de la Primera Guerra Mundial fueron las ciudades españolas las que recogieron los movimientos migratorios. Muchas ciudades doblaron su población entre 1900 y 1930. Barcelona y Madrid, que superaban el medio millón de habitantes en 1900, alcanzaron el millón tres décadas después. Bilbao pasó de 83.306 a 161.987. Zaragoza, de 100.000 a 174.000. No era gran cosa, comparado con los 2.7 millones que tenía París en 1900 o con la cantidad de ciudades europeas, desde Birmingham a Moscú, pasando por Berlín o Milán, que en 1930 superaban la población de Madrid o Barcelona. Pero el panorama demográfico estaba cambiando notablemente.
La irrupción de la industria y el incremento de población transformaron el paisaje agreste, de ciudad medieval, que mantenían todavía muchas ciudades a finales del siglo XIX. Los desequilibrios de ese crecimiento se vieron reflejados en la división social del espacio urbano. Las zonas de los ensanches concentraron a esa burguesía media y de negocios, de comerciantes, industriales y profesionales acomodados. En los barrios periféricos, alrededor de las fábricas, se apiñaban desordenadamente las poblaciones obreras, a la vez que era en esos mismos barrios y en los viejos centros inadaptados y descuidados donde florecían la insalubridad y las epidemias. Porque al calor de esa expansión urbana crecieron también la especulación y los rápidos negocios constructores, que no entendían de justicia social o de intereses compartidos. La ciudad moderna combinaba, por lo tanto, nuevos equipamientos con viviendas sin ventilación en las que se hacinaban las clases populares; ricos y nuevos ricos que disponían de agua corriente, con mendigos, marginados y miserables que vivían de la beneficencia y buscaban la sopa de mediodía en los conventos y cuarteles.
Existen numerosos testimonios de la baja calidad de las viviendas en la cuenca minera asturiana, algo en lo que coincidían los médicos, los informantes del Instituto de Reformas Sociales y los dirigentes obreros. En barracas vivían también en las cuencas mineras de Vizcaya y los barrios obreros de Bilbao y de las restantes ciudades industriales carecían de los servicios básicos de agua, alcantarillado y pavimentación. La duración de la jornada laboral, de 12 a 13 horas, fue reglamentada en la minería por primera vez en 1916. Y hasta 1919 no se consiguió en España la protección de normas legales sobre el descanso semanal y el establecimiento de la jornada de ocho horas. Las quejas no sólo se referían a las viviendas y a las condiciones de trabajo. Faltaba todo: carreteras, electricidad, una mínima cobertura asistencial para enfermedades o accidentes y, sobre todo, escuelas, muchas escuelas.
Para la Iglesia y la mayoría de los católicos españoles, toda esa denominada “cuestión social” era a comienzos del siglo XX un asunto secundario. Entre ellos dominaban todavía las concepciones tradicionales y la mentalidad benéfico-caritativa propia del Antiguo Régimen. De ahí que la recepción de la Rerum Novarum en España fuera débil y tardía. Y de ahí que a principios del siglo XX todavía dominaran círculos católicos de obreros por encima de otros tipos de asociaciones como las cooperativas, las sociedades de socorros mutuos, las cajas de crédito rural y, sobre todo, los sindicatos.
La intransigencia gubernamental y patronal ni siquiera permitía en aquella España monárquica movimientos reivindicativos reformistas, empeñados los sucesivos gobiernos en avanzar por el camino del enfrentamiento en vez de por el de la legislación social. La obsesión por el orden público, viciado y militarizado, se tragó cualquier atisbo de intervencionismo estatal en las cuestiones sociales. Y eso que los conflictos en el campo andaluz, las huelgas en Barcelona, los motines en muchas ciudades españolas y la creación de organizaciones socialistas y anarquistas recordaban que la “cuestión social” existía, que las relaciones entre burgueses y proletarios, terratenientes y jornaleros, autoridades y oprimidos, provocaban tensiones. No siempre eran de guerra a muerte, pero cada vez resultaba más difícil que ese poder de la Restauración saliera indemne ante los avances obreros y de las clases populares.
Las autoridades, los medios políticos más conservadores y la Iglesia confiaban en “el buen pueblo español, escasamente contaminado por las propuestas socialistas”.[ii] En un Estado confesional, donde la Iglesia y el poder político estaban tan estrechamente unidos, no había por qué temer la apostasía de las masas. Y se pensó así mientras La Iglesia mantuvo el monopolio de la educación, mientras las iniciativas benéficas recibían el apoyo moral y financiero de las buenas gentes de la sociedad, mientras los católicos, en suma, tuvieron una presencia notable en los primeros esbozos de proyectos sociales.
Pero la industrialización, el crecimiento urbano y la agudización de los conflictos de clase cambiaron sustancialmente las cosas. Como observaron algunos comentaristas católicos preocupados por las consecuencias de esos cambios, los pobres urbanos desconfiaban profundamente del catolicismo, siempre al lado de los ricos y los propietarios, y la Iglesia era considerada como un enemigo de clase.
En vísperas de la República, si hacemos caso a esas fuentes, los proletarios urbanos de Madrid, Barcelona, Valencia, Sevilla, o de las cuencas mineras de Asturias y Vizcaya, rara vez entraban en una iglesia e ignoraban las doctrinas y los ritos católicos. Muchos curas de las comarcas latifundistas andaluzas y extremeñas llamaban a menudo la atención sobre la hostilidad creciente que hacia ellos y la Iglesia mostraban muchos jornaleros “contaminados” por la propaganda socialista y anarquista. Desde el punto de vista de la práctica religiosa y del papel de la religión en la vida cotidiana, había una gran diferencia entre esas zonas “descatolizadas” o no conquistadas por la Iglesia y el mundo rural del norte. En Castilla la Vieja, Aragón y en las provincias vascas ir a la iglesia formaba parte de la rutina semanal y suponía un quehacer diario para muchas mujeres. Casi todo el mundo tenía en esas regiones algún pariente religioso, de allí procedían la mayor parte de los curas, frailes y monjas que había en España y a los barrios acomodados de esas zonas iban a parar casi todos los recursos. Mientras que en la diócesis de Álava, por ejemplo, en el País Vasco, había por esos años más de dos mil sacerdotes para atender a la población, en la de Sevilla, muchísimo mayor, no llegaban a setecientos.
El abismo entre esos dos mundos culturales antagónicos, de católicos practicantes y de anticlericales convencidos, se ensanchó con la proclamación de la Segunda República y cogió en medio a un amplio número de españoles que se habían mostrado hasta entonces indiferentes ante esa batalla. Todas las señales de alarma se dispararon. Lluís Carreras y Antonio Vilaplana, dos sacerdotes colaboradores del cardenal de Tarragona Francesc Vidal i Barraquer, lo veían muy claro en el informe que el 1 de noviembre de 1931 enviaban a la Secretaría de Estado del Vaticano: bajo la “grandeza aparente” de la Iglesia durante la monarquía, “España se empobrecía religiosamente”, con las elites ilustradas y la multitud alejadas de la religión, necesitada la nación de una “restauración social cristiana”.[iii]
En enero de 1932, tras ser aprobado el artículo 26 de la Constitución republicana que obligaba al Gobierno a suprimir la financiación estatal de los salarios del clero, el cardenal Eustaquio Ilundain daba instrucciones a los párrocos de su diócesis de Sevilla sobre la mejor forma de conseguir dinero para el mantenimiento del clero. Deberían poner en marcha “comités de seglares” formados por varones adultos y católicos practicantes con poder e influencia moral en las comunidades locales. Una buena parte de los sacerdotes informaron que en sus parroquias no había personas que cumplieran esos requisitos, o porque no eran católicas practicantes o porque a los actos religiosos sólo asistían mujeres. Donde pudieron formarse esos comités, ya puede imaginarse quiénes los constituían: terratenientes, industriales y miembros de las clases medias profesionales como abogados, médicos y notarios.[iv]
Tres años después, en 1935, el jesuita Francisco Peiró, párroco de San Ramón en el barrio madrileño de Vallecas, pintaba en 1935 un panorama desolador extraído de un examen minucioso de una parroquia que contaba con 80.000 feligreses, una cifra nada despreciable: sólo un 7 por 100 iba a misa los domingos; uno de cada cuatro ni siquiera había sido bautizado; y únicamente uno de cada diez recibía los sacramentos al morir. A conclusiones similares llegaban otros informes elaborados por curas de la ría del Nervión, en los núcleos industriales de Cataluña y en numerosos pueblos de Andalucía. El canónigo Maximiliano Arboleya, célebre por su análisis del fracaso social de la Iglesia en La apostasía de las masas, sentenció, tras el anticlericalismo desplegado en Asturias en los sucesos revolucionarios de octubre de 1934: “el odio feroz a la Iglesia es muy superior al que inspira el capitalismo”.
Había en esa batalla cuestiones mucho más importantes que la legislación republicana situaría en primer plano, pero no deberían despreciarse todos esos asuntos aparentemente menores si se quiere profundizar en las violentas reacciones clericales y anticlericales que se manifestaron en los dos bandos durante la guerra civil. Con la llegada de la República salió también a la luz una enconada lucha, de fuerte carga emocional, por los símbolos religiosos. La Marcha Real, que durante la Monarquía se escuchaba siempre en la misa en el momento de la consagración, pasó a considerarse una de las señas de identidad de la reacción, una provocación, igual que las procesiones. La retirada de los crucifijos en las escuelas provocó lloros en muchos pueblos del norte de España. Otros protestaron por la supresión de las procesiones. Así de estrecha era la identificación entre el orden y la religión, la Monarquía y la política autoritaria de derechas.
Se echó la culpa a la República de perseguir obsesivamente a la Iglesia y a los católicos cuando, en realidad, el conflicto era de largo alcance y hundía sus raíces en las décadas anteriores. No es que España hubiera dejado de ser católica. Es que había una España muy católica, otra no tanto y otra muy anticatólica. Había más catolicismo en el norte que en el sur, en los propietarios que en los desposeídos, en las mujeres que en los hombres. La mayoría de los católicos eran antisocialistas y gente de orden. A la izquierda, republicana u obrera, se la asociaba con el anticlericalismo. Nada tiene de extraño que la proclamación de la República trajera días de fiesta para unos y de luto para otros.
Tras la luna de miel con el dictador Primo de Rivera (1923-1930), la Iglesia vivió la llegada de la República, el 14 de abril de 1931, como una auténtica desgracia. De golpe la Iglesia perdió al rey, su fiel protector, y tuvo que afrontar una oleada de anticlericalismo en el parlamento y en la calle. “Hemos ya entrado en el vórtice de la tormenta”, le decía Isidro Gomá, entonces obispo de Tarazona, al cardenal de Tarragona Francesc Vidal i Barraquer en una carta fechada al día siguiente de proclamarse la República, cuando a nadie le había dado todavía tiempo a “torcer bruscamente” el sentido religioso de la historia de España.[v]
Llegó la República: “Que Dios guarde la casa”
La “ilusión de masas” y esperanzas que acompañaron a la proclamación de la República en los grandes centros urbanos no se repitió en todos los lugares. Juan Crespo, entonces estudiante en un colegio religioso de Salamanca, le recordaba a Ronald Fraser que ese día el director del colegio les echó un sermón sobre la tragedia que se avecinaba: “Criticó la ingratitud de los españoles para con el rey, alabó el servicio que la monarquía había prestado al país, recordó el ejemplo de los Reyes Católicos, que habían unido a la nación. Al final casi lloraba, y nosotros también…”.[vi]
Con luto, rezos y pesimismo reaccionaron, efectivamente, la mayoría de católicos, clérigos y obispos ante esa República celebrada por el “pueblo” en las calles. Y era lógico que así lo hicieran. Como lógico era también que no se lanzaran a un enfrentamiento directo desde el primer instante. Entre otras cosas porque ya el 24 de abril el nuncio Federico Tedeschini recomendaba por escrito a los obispos españoles, de parte del Secretario de Estado del Vaticano, el cardenal Eugenio Pacelli, futuro Pío XII, “que respeten los poderes constituidos y obedezcan a ellos para el mantenimiento del orden y para el bien común”.[vii]
El Vaticano era, por supuesto, mucho más prudente y diplomático que la jerarquía eclesiástica y los católicos españoles. “Soy absolutamente pesimista” le decía Isidro Gomá en ese escrito ya citado que le envió a Vidal i Barraquer al día siguiente de proclamarse la República: “No me cabe en la cabeza la monstruosidad cometida. No creo haya ejemplo en la historia, con ser tan copiosa en ejemplos. Que Dios guarde la casa, y paz sobre Israel”.
La “monstruosidad cometida” era sencillamente que el triunfo arrollador de las candidaturas republicanas en las grandes ciudades en unas elecciones municipales habían revelado que el rey, tal y como él mismo declaró en su célebre proclama “Al País”, no tenía ya “el amor” de su pueblo. Mientras que lo de guardar la casa, el orden, la propiedad, se convirtió en una auténtica obsesión para los católicos. Su principal órgano de expresión, El Debate, pedía el mismo 12 de abril el voto para quienes respetasen “las grandes instituciones sobre las que descansa la sociedad presente: Iglesia, familia, propiedad”. Y el 17 de abril, el cardenal Pedro Segura, entonces arzobispo de Toledo, recomendaba a los “Hermanos en el Episcopado”, en una circular “confidencial y reservada”, esperar y “orar mucho”: “En las desgracias de familia se estrechan más los lazos que unen a los Hermanos, y esto creo que nos debe acontecer ahora a nosotros”.
Pese a la recomendación, no espero mucho, sin embargo, el entonces cabeza de la Iglesia española, cargo al que había accedido en 1927, en plena dictadura de Primo de Rivera, a los 47 años. Integrista y enemigo acérrimo del republicanismo, publicó el 1 de mayo una pastoral en la que hacía un caluroso elogio del destronado Alfonso XIII, “quien, a lo largo de su reinado, supo conservar la antigua tradición de fe y piedad de sus mayores”.
A partir de esa inoportuna salida de tono, pues no era eso lo que le habían aconsejado desde la Secretaría de Estado del Vaticano, el cardenal Segura mantuvo un forcejeo con las autoridades republicanas que acabó en conflicto abierto, con su expulsión de España y, meses después, presionado por la Vaticano, con su renuncia a la sede primada de Toledo.[viii]
Pero al margen del rocambolesco “affaire” Segura, fue la repentina explosión de ira anticlerical del 11 de mayo de 1931 la que marcó la actitud de muchos católicos. No tanto por la magnitud de los acontecimientos, muy localizados y en los que participó poca gente, como por la forma en que fueron recordados después, durante la República, la guerra civil y por los vencedores en la guerra.
El domingo 10 de mayo, un grupo de jóvenes derechistas, reunidos en un piso de la calle Alcalá de Madrid para inaugurar el Círculo Monárquico Independiente, colocaron en la ventana un gramófono con la Marcha Real, justo en el momento en que muchos madrileños regresaban desde el parque del Retiro. Algunos de los que la oyeron, enfurecidos, se dirigieron a la sede del periódico monárquico ABC , a cuyo propietario, Juan Ignacio Luca de Tena, le atribuían la responsabilidad de la provocación, y al ministerio de Gobernación. Dos personas resultaron muertas como consecuencia de los enfrentamientos con la Guardia Civil. Al día siguiente, las protestas derivaron en el incendio de iglesias, colegios religiosos y conventos, sin que Maura lograra la autorización de sus compañeros de gabinete para usar la fuerza contra los incendiarios. La agitación se extendió el 12 a otras localidades del Levante y sobre todo a Málaga, donde ardió también el palacio episcopal. Según los telegramas que los gobernadores civiles enviaron al ministro de Gobernación, frailes y monjas, atemorizados, abandonaron sus conventos en algunas localidades de las provincias de Teruel, Valencia y Logroño. Cuando el 15 todo acabó, un centenar de edificios habían sido afectados por la quema.[ix]
Sorprende, por supuesto, la acción desproporcionada que supone quemar edificios religiosos como reacción a un incidente, aparentemente insignificante, con unos jóvenes monárquicos. No era la primera vez en la historia de España ni sería la última que el fuego destructor y purificador se utilizaba contra los símbolos religiosos y las cosas sagradas. Pero la quema de conventos apenas se repitió durante la República, salvo en las jornadas revolucionarias de octubre de 1934 en Asturias, y el precedente más cercano, la llamada Semana Trágica de julio de 1909 en Barcelona, había ocurrido bajo la Monarquía y tuvo un alcance muchísimo mayor que los incencios de mayo de 1931.
En Barcelona, escenario en aquel verano de 1909 de una poderosa huelga general frente al embarque de reservistas hacia Marruecos, varias decenas de iglesias, conventos, escuelas y residencias religiosas fueron pasto de las llamas. Además, se profanaron tumbas, aunque se evitó causar víctimas entre el clero. Pero por mucho que se recuerden los conventos ardiendo y a las clases populares en las barricadas, nada fue comparable a la crueldad de la represión. Hubo alrededor de 2000 detenidos, de los cuales 600 serían condenados, 59 a cadena perpetua y 17 a muerte, aunque sólo se ejecutó a 5. El primero que cayó fusilado, Jose Miquel Baró, era el único que tenía algo que ver con la dirección de la insurrección popular. El último en morir ante el piquete de ejecución fue Fracisco Ferrer y Guardia, el 13 de octubre, exdirector de la Escuela Moderna, condenado como “autor y jefe de la rebelión” por un tribunal militar carente de las mínimas garantías legales. El fusilamiento de Ferrer, que tuvo una considerable repercusión internacional, fue una revancha en toda regla, que castigaba a un teórico revolucionario que había desafiado el control eclesiástico de la enseñanza y no tanto a un dirigente de la revuelta popular, que nunca lo había sido.
En mayo de 1931 no hubo insurrección popular y fueron grupos minoritarios, republicanos izquierdistas de tendencias anarquizantes, aunque ni siquiera eso está claro, quienes prendieron la mecha. El significado principal de esos acontecimientos es que se produjeron al mes escaso de inaugurarse la República y que en la memoria colectiva impuesta por los vencedores de la guerra civil quedaron definitivamente conectados con la tremenda violencia anticlerical desatada en el verano de 1936, una especie de ensayo general de la catástrofe que se avecinaba. Compárese, por ejemplo, el contenido de la nota de protesta que el prudente cardenal Vidal i Barraquer le envió por escrito el 17 de mayo al presidente del Gobierno provisional de la República, Niceto Alcalá Zamora, con lo que un sacerdote, Alejandro Martínez, le contó a Ronald Fraser para su historia oral de la guerra civil varias décadas después. Según Vidal i Barraquer, “hechos de esta índole (…) disminuyen la confianza que a un numeroso sector de católicos había inspirado la actuación discreta del Gobierno en muchas de sus primeras disposiciones”. A juicio posterior de ese sacerdote, la República firmó su sentencia de muerte aquella primavera de 1931: “Fue a partir de aquel día cuando comprendí que nada se conseguiría por medios legales, que para salvarnos tendríamos que sublevarnos antes o después”.[x]
Hoy sabemos perfectamente que no todo fue tan caótico y que tuvieron que pasar muchas cosas antes de que un fallido golpe de Estado en julio de 1936 provocara una guerra civil. Lo primero que pasó, para la historia que aquí interesa, fue que, además de “orar mucho”, un grupo de católicos encabezados por Ángel Herrera, director del influyente diario El Debate, fundaron a finales de abril de 1931 una asociación llamada Acción Nacional que tendría como objetivo, según podía leerse en el primer capítulo de su reglamento, “la propaganda y actuación política bajo el lema de Religión, Familia, Orden, Trabajo y Propiedad”. Bendecida desde el principio por el Vaticano, por el nuncio Tedeschini y por una gran parte del episcopado, le ganó pronto la partida al catolicismo republicano de Alcalá Zamora y de Maura, al mismo tiempo que marginaba a la causa carlista, que no contaba todavía por entonces con el patrocinio oficial de la Iglesia católica.
Los resultados en las elecciones para las Cortes constituyentes de junio de 1931 fueron malos, desorientada y en fase de reorganización como estaba todavía esa derecha católica: de los 478 miembros de la Cámara, apenas una cincuentena parecían dispuestos a defender los intereses de la Iglesia. Por eso las cláusulas más anticlericales del proyecto de Constitución pudieron ser aprobadas por una amplia mayoría. En conjunto, los artículos 3, 43, 48 y el famoso 26 declaraban la no confesionalidad del Estado, eliminaban la financiación estatal del clero, introduccían el matrimonio civil y el divorcio, disolvían a los Jesuitas y, lo más doloroso para la Iglesia, prohibían el ejercicio de la enseñanza a las órdenes religiosas. El artículo 26 fue aprobado el 13 de octubre; la Constitución el 9 de diciembre. Atrás quedaban alborotos, peleas, insultos y algunas perlas cultivadas tanto de los integristas como de la izquierda más incendiaria y anticlerical.
Si todas esas medidas se cumplían, la posición privilegiada de la Iglesia iba a tambalearse. Cuestiones simbólicas al margen, las bases de la cultura nacional católica estaban en peligro. Así lo percibieron muchos católicos, desde los más notables a las mujeres, que ya en el fragor del debate del artículo 26 habían comenzado a enviar telegramas desde todos los puntos de España al “Sr. Ministro de Gobernación” rogándole “defienda Congreso asunto religioso”.[xi]
Ante tanto peligro y amenaza, el catolicismo político irrumpió como un vendaval en el escenario republicano. Como ha señalado Santos Juliá, los fundadores de la República, con Manuel Azaña a la cabeza, nunca lo contemplaron en su justa medida, lo despreciaron como una reacción de esa Iglesia que olía a rancio, a Monarquía destronada, como fuerza marginal que nada podía hacer frente a ese régimen sostenido por el pueblo. Ocurrió, sin embargo, lo contrario: en dos años el catolicismo arraigó como un movimiento político de masas capaz de convertirse en árbitro del futuro de la República. Primero, a través de elecciones libres; después, con la fuerza de las armas.[xii]
Parte del mérito de esa conversión del catolicismo en un movimiento político de masas, creado a comienzos de 1933 con el nombre de CEDA (Confederación Española de Derechas Autónomas), hay que atribuírselo a José María Gil Robles, un joven y poco conocido hasta entonces abogado salmantino, hijo de carlistas y protegido de Ángel Herrera. Su estrategia consistía en alzar la “bandera que una a los católicos y atraiga a una gran masa de indiferentes”, movilizarlos y unirlos políticamente. Eso significaba implicar a la jerarquía eclesiástica para organizar en un partido a toda la masa católica, llevar diputados al parlamento, exigir la revisión de los artículos de la Constitución perjudiciales a los intereses de la Iglesia.
El cumplimiento del artículo 26 de la Constitución exigía declarar propiedad del Estado los bienes eclesiásticos y prohibir a las órdenes religiosas participar en actividades industriales y mercantiles y en la enseñanza. Todo eso se plasmó en la Ley de Confesiones y Congregaciones Religiosas que provocó en la jerarquía eclesiástica una auténtica conmoción.
Los obispos, dirigidos ya desde abril de 1933 por el integrista Isidro Gomá, reaccionaron con una “Declaración del Episcopado” en la que sentían “el duro ultraje a los derechos divinos de la Iglesia”, reafirmaban el derecho superior e inalienable de la Iglesia a crear y dirigir centros de enseñanza, a la vez que rechazaban “las escuelas acatólicas, neutras o mixtas”. El 3 de junio, al día siguiente de que la Ley fuera sancionada por Alcalá Zamora, presidente de la República, el Vaticano daba a conocer una carta encíclica de Pío XI,Dilectissima nobis, dedicada exclusivamente a esa Ley que atentaba “contra los derechos imprescriptibles de la Iglesia”. La prensa católica se sumó a los ataques. Enrique Herrera Oria, hermano de Ángel Herrera y dirigente de la Federación de Amigos de la Enseñanza, calificó el escenario creado por la Ley de “guerra civil de la cultura”. Los carlistas y los católicos más integristas. llamaron a la rebeldía.[xiii]
El intento de revolución de octubre de 1934 en Asturias, dirigido por socialistas, añadió violencia a todo ese conflicto. 34 sacerdotes, seminaristas y hermanos de la Escuelas Cristianas de Turón fueron asesinados, pasando de la persecución legislativa del primer bienio a la destrucción física de los representantes eclesiásticos, algo que no había sucedido en la historia de España desde las matanzas de 1834-35 en Madrid y Barcelona. En Asturias volvió a aparecer además el fuego purificador: 58 iglesias, el palacio episcopal, el Seminario con su espléndida biblioteca, y la Cámara Santa de la Catedral fueron quemados o dinamitados.
La represión llevada a cabo por el ejército y la guardia civil fue durísima, de escarmiento ejemplar, y miles de militantes socialistas y anarcosindicalistas llenaron las cárceles de toda España. Pero la Iglesia y la prensa católica se dedicaron a recordar las atrocidades sufridas por sus mártires, apelando al castigo y a la represión como únicos remedios contra la revolución. Esa ceguera de la Iglesia en el terreno social es lo que lamentaba el canónigo Maximiliano Arboleya, buen conocedor del mundo obrero asturiano, en una carta que le enviaba a su amigo zaragozano Severino Aznar tras la tormenta de “odio y dinamita”: “Nadie, absolutamente nadie, se para a preguntar si este atroz movimiento criminal revolucionario de cerca de 50.000 hombres no tiene más explicación que la consabida malsana propaganda socialista; nadie piensa en que también puede haber tremendas responsabilidades por parte nuestra”.[xiv]
Excepto en los medios rurales del Norte de España, ese catolicismo social que abanderaban gentes como Maximiliano Arboleya o Severino Aznar había abierto muy pocos surcos. Para los mineros y pobladores de los suburbios industriales de las grandes ciudades, la Iglesia católica aparecía identificada con el capitalismo “opresor” y los sindicatos católicos tenían como única finalidad la defensa de la Iglesia y del capitalismo: “Guste o no”, reflexionaba Arboleya, eso es lo que pensaban “casi todos nuestros trabajadores”.
Cambiar esa imagen, atraer a todos esos hijos díscolos al redil de la Iglesia era una labor “ardua, costosa, de grandes dificultades, de larga duración, acaso de dolorosas rectificaciones”. Algo que parecía ya inalcanzable, imposible, cuando empezó 1936, cuando los resultados electorales fueron desfavorables para la CEDA y daban al traste con cualquier lejana esperanza. Las posiciones catastrofistas ganaron a los pocos Arboleyas que habitaban la geografía española, a los católicos vascos como Manuel Irujo o José Antonio Aguirre y a los sectores renovadores de ese catolicismo catalán que encabezaba el cardenal Vidal i Barraquer. El triunfo de la coalición del Frente Popular en las elecciones de febrero de 1936 significó, en efecto, la tumba del “accidentalismo”, de las posiciones posibilistas, en el catolicismo.
La confrontación entre la Iglesia y la República, entre el clericalismo y el anticlericalismo, dividió a la sociedad española de los años treinta tanto como la reforma agraria o el más importante de los conflictos sociales. Establecida oficialmente como Iglesia del Estado, la institución eclesiástica había hecho durante la Restauración y la dictadura de Primo de Rivera un generoso uso de sus monopolio de la enseñanza, de su control sobre la vida de los ciudadanos, a los que predicaba unas doctrinas históricamente conectadas con la cultura más conservadora: obediencia a la autoridad, redención a través del sufrimiento y confianza en la recompensa en el cielo.
Con la proclamación de la República, la Iglesia perdió, o sintió que perdía, una buena parte de su posición tradicional. El privilegio dejaba paso a lo que la jerarquía eclesiástica y muchos católicos consideraban una persecución abierta. De nuevo, las dificultades de la Iglesia española para arraigar entre los trabajadores urbanos y el proletariado rural. Se hizo todavía más patente el “fracaso” de la Iglesia y de sus “ministros” para comprender los problemas sociales, preocupados sólo por el “reino de lo sacro” y la defensa de la fe. Eso es lo que un régimen reformista y de libertades como el republicano sacó a la luz, además de la persecución legislativa, el anticlericalismo popular y la violencia esporádica. La Iglesia se resistió a perder todo eso, que era un poco morir, y se preparó para el combate contra esa multitud de españoles a los que consideraba sus enemigos, que la consideraban a ella de verdad su enemiga. Y el catolicismo, acostumbrado a ser la religión del statu quo, pasó a la ofensiva, se convirtió, en expresión de Bruce Lincoln, en “una religión de la contrarrevolución.[xv]
Cuando un importante sector del ejército tomó sus armas contra la República en julio de 1936, la mayoría del clero y de los católicos se apresuraron a apoyarlo, a darle su bendición como defensores de la civilización cristiana frente al comunismo y el ateismo.
Cruzada religiosa y violencia anticlerical
La sublevación no se hizo en nombre de la religión. Los militares que la concibieron y la llevaron a cabo estaban más preocupados por otras cosas, por salvar el orden, la Patria, decían ellos, por arrojar a los infiernos al liberalismo, al republicanismo y a las ideologías socialistas y revolucionarias que servían de norte y guía a amplios sectores de trabajadores urbanos y rurales. Pero la Iglesia y la mayoría de los católicos pusieron desde el principio todos sus medios, que no eran pocos, al servicio de esa causa. Ni los militares tuvieron que pedir a la Iglesia su adhesión, que la ofreció gustosa, ni la Iglesia tuvo que dejar pasar el tiempo para decidirse. Unos porque querían el orden y otros porque decían defender la fe, todos se dieron cuenta de los beneficios de la entrada de lo sagrado en escena.
Con la República establecida en España, con su proyecto reformista puesto en marcha, con el grado de movilización social, cultural y político que había alcanzado la sociedad española, lo de julio de 1936 no podía ser una “militarada” o un pronunciamiento clásico. La solución autoritaria requería masas. Y nadie mejor que la Iglesia y ese movimiento católico que apadrinaba, para proporcionarlas, para “unificar”, a todas esas diferentes fuerzas. El catolicismo era el punto de unión ideal para aglutinarlas y favoreció el proceso de convergencia de todos esos grupos e intereses reaccionarios. Proporcionó toda una liturgia de reclutamiento, especialmente en la Vieja Castilla, Navarra y Álava, una liturgia barroca político-religiosa llena de gestos, creencias y fervor.
El éxito de esa movilización religiosa, de esa liturgia que creaba adhesiones de las masas en las diócesis de la España “liberada”, animó a los militares a adornar sus discursos con referencias a Dios y a la religión, ausentes en las proclamas del golpe militar y en las declaraciones de los días posteriores. Les convenció de lo importante que era la vinculación emocional, además de destruir y aniquilar al enemigo, en un momento en el que sabían lo que no querían pero todavía carecían de un proyecto político claro. La unión entre la “Religión y el Patriotismo”, las “virtudes de la Raza”, reforzaba la unidad nacional y daba legitimidad al exterminio que habían emprendido en aquel verano de 1936.
La unión entre la espada y la cruz, la religión y el “movimiento cívico-militar” es un tema recurrente en todas las instrucciones, circulares, cartas y exhortaciones pastorales que los obispos difundieron durante agosto de 1936. Antes de acabar ese mes, tres obispos ya habían aplicado explícitamente la categoría de “cruzada religiosa” a la guerra. Lo hizo Marcelino Olaechea, obispo de Pamplona, el 23 de agosto. Lo repitió tres días mas tarde Rigoberto Domenech, arzobispo de Zaragoza. Y lo dejó para la posteridad de forma tajante Tomás Muniz Pablos, arzobispo de Santiago, el 31 de agosto: la guerra “levantada” contra los enemigos de España es “patriótica sí, muy patriótica, pero fundamentalmente una Cruzada religiosa, del mismo tipo que las Cruzadas de la Edad Media, pues ahora como entonces se lucha por la fe de Cristo y por la libertad de los pueblos. ¡Dios lo quiere! ¡Santiago y cierra España!”[xvi]
El 1 de octubre de 1936 el general Francisco Franco fue nombrado en Salamanca máxima autoridad militar y política de la zona rebelde, en una ceremonia en la que Miguel Cabanellas, en presencia de diplomáticos de Italia, Alemania y Portugal, le entregó el poder en nombre de la Junta de Defensa que presidía desde el 24 de julio y que fue disuelta ese día. Franco adoptó el título de “Caudillo”, que le conectaba con los guerreros medievales. A partir de ese momento, Franco fue tratado por la jerarquía de la Iglesia católica como un santo, el salvador de España y de la cristiandad. El cardenal Gomá le envió un telegrama de felicitación por su elección de “Jefe de Gobierno del Estado Español” y Franco le contestó que, al asumir esa Jefatura “con todas sus responsabilidades, no podía recibir mejor auxilio que la bendición de Vuestra Eminencia”.[xvii]
Varias decenas de miles de personas fueron asesinadas en la retaguardia de la zona franquista durante la guerra. La mayoría del clero, con los obispos a la cabeza, no sólo silenció esa ola de terror, sino que la aprobó e incuso colaboró en la represión. Era la justicia de Dios, implacable y necesaria, que derramaba abundantemente la sangre de los “sin Dios” para lograr la supervivencia de la Iglesia, de la institución representante de Dios en la tierra, el mantenimiento del orden tradicional y la “unidad de la Patria”.
Los obispos y la mayor parte del clero fueron cómplices de ese terror militar y fascista, que no necesitaba en la mayoría de las ocasiones de procedimientos ni garantías previas. Lo silenciaban, lo aprobaban y lo aplaudían públicamente. Capellanes de las cárceles y del ejército; religiosos y curas rurales. Estaban tan entusiasmados con el resurgimiento religioso de España que no oían los gritos de las torturas, los disparos al alba, los gemidos de las viudas. Los curas delataban a los rojos, les negaban certificados de buena conducta para que los militares los castigaran.
En la zona donde la sublevación fracasó, la explosión revolucionara fue acompañada desde el principio de una violencia anticlerical sin precedentes en la historia de España. El clero y las cosas sagradas constituyeron el primer objetivo de las iras populares, de quienes participaron en la derrota de los sublevados y de quienes protagonizaron la “limpieza” emprendida en el verano de 1936. No hubo que esperar órdenes de nadie para lanzarse a la acción. Algunos carmelitas fueron asesinados ya el 20 de julio en Barcelona en el mismo instante en que el regimiento de Caballería sublevado, que se había encerrado en su convento, era derrotado. Cerca de allí, en Igualada, el primer acto violento que se produjo fue la quema del convento de los frailes capuchinos. Las mismas escenas se sucedieron en muchos pueblos y ciudades de España, incluso en aquellos lugares donde la represión contra los “elementos de orden” adquirió mayor intensidad en la segunda quincena de agosto y primeros días de septiembre. En Murcia, que no se destacó por la arremetida violenta contra el clero, la mayoría de los conventos fueron asaltados en esos doce días finales de julio. Y el noventa por ciento del millar de eclesiásticos asesinados en Madrid cayeron en los dos primeros meses, bastante antes de las “sacas” masivas de noviembre.
El castigo fue de dimensiones ingentes, devastador, en aquellas comarcas donde la derrota del golpe militar abrió un proceso revolucionario súbito y destructor. No hay que dar muchas vueltas para hacer balance: más de 6.800 eclesiásticos, del clero secular y regular, fueron asesinados; una buena parte de las iglesias, ermitas, santuarios fueron incendiados o sufrieron saqueos y profanaciones, con sus objetos de arte y culto destruidos total o parcialmente. Tampoco se libraron de la acción anticlerical los cementerios y lugares de enterramiento, donde abundaron la profanación de tumbas de sacerdotes y la exhumación de restos óseos de frailes y monjas.
Lo que hicieron los revolucionarios y sus dirigentes con el clero en el verano de 1936 era, y de eso no había duda, lo que muchos decían que iban a hacer desde comienzos de siglo, cuando intelectuales de izquierda, políticos entonces radicales como Alejandro Lerroux y militantes obreros situaron a la Iglesia y a sus representantes como máximos enemigos de la libertad, del pueblo y del progreso, un honor que en la retórica revolucionaria obrera estaba reservado hasta ese momento al capital y al Estado. Todos prometieron que la revolución traería consigo, entre otras muchas cosas, “la tea purificadora” para los edificios religiosos y los “parásitos” de sotana. Y cuando llegó de verdad la hora, lo pusieron en práctica.
El conflicto de largo alcance entre la Iglesia y los proyectos secularizadores lo resolvieron las armas a partir de una sublevación militar que dividió a España en dos bandos, identificados, para la historia que aquí interesa, por la defensa de la Iglesia y de la religión católica o por la hostilidad hacia ellas. Tres cosas sustanciales cambiaron de repente con esa sustitución de los medios políticos por los procedimientos armados, las tres a la vez, sin que pueda decirse que una provocara a la otra. La primera es que la Iglesia se sintió salvada con la sublevación y por eso ofreció sus manos y su bendición a los golpistas desde el primer disparo. La segunda, que la violencia anticlerical, de unas dimensiones sin precedentes ni parangón histórico en los países del entorno, endureció las posiciones de la jerarquía de la Iglesia y de los católicos., reafirmó su ardor guerrero y patriótico y bloqueó cualquier posibilidad de piedad o perdón. Por último, esa necesidad de “recatolizar” por las armas mostró el fracaso histórico de la Iglesia para atraerse a amplias capas de pobres rurales y urbanos, que la identificaron con el sistema imperante de relaciones de clase y de propiedad.
Toda esa violencia anticlerical no representaba tanto un ataque a la religión como a una específica institución religiosa, la Iglesia católica, estrechamente ligada según se suponía a los ricos y poderosos. Y no es que la mayoría de esos miles de eclesiásticos asesinados, curas y frailes, fueran ricos, que no lo eran y no era eso lo que importaba Pero predicaban la pobreza y ambicionaban la riqueza. Hablaban del cielo y en la práctica sólo se preocupaban por los valores mundanos. Eran una plaga, decía la prensa republicana y obrera, la desgracia nacional que impedía al pueblo avanzar. Una crítica cargada de simbolismos, ingredientes culturales y reproches éticos. Sin ellos, resulta muy difícil explicar el trasfondo de aquella matanza.
La religión católica y el anticlericalismo se sumaron con ardor a la batalla que sobre temas fundamentales relacionados con la organización de la sociedad y del Estado se estaba librando en territorio español. La religión fue desde el principio muy útil porque, como dice Bruce Lincoln, “demostró ser el único elemento que generaba de manera sistemática una corriente de simpatía internacional en favor de la causa nacionalista del general Franco”. El anticlericalismo violento que estalló con la sublevación militar no aportó, sin embargo, beneficio alguno a la causa republicana. El incendio público de imaginería y culto religioso, la utilización de iglesias como establos y almacenes, la fundición de campanas pera munición, la supresión de actos religiosos, la exhumación de frailes y monjas, y el asesinato del clero regular y secular fueron narrados y difundidos, en España y más allá de los Pirineos y de los mares, con todo lujo de detalles, ilustrados a menudo con fotografías macabras y espeluznantes, constituyendo el símbolo por excelencia del “terror rojo”.
La guerra civil adquirió así una dimensión religiosa que condenó al anticlericalismo a pasar a la historia como una ideología y práctica negativas y no como un importante fenómeno de la historia cultural, con su visión particular de la verdad, de la sociedad y de la libertad humanas. Todos los partidarios de la República derrotada se vieron obligados a ponerse a la defensiva en el tema religioso, aunque sabían lo importante que había sido la batalla por la enseñanza, por la creación de una burocracia laica y por someter a las órdenes religiosas a la legislación de asociaciones civiles. Todo se lo engulló el saldo mortal que el anticlericalismo había dejado, los 6.832 clérigos asesinados. De modo que, desde la guerra, aclara el mismo Lincoln, “incluso los historiadores liberales más favorables a la República se han visto forzados a reconocer la existencia de tales acontecimientos y a describirlos como un lamentable exceso perpetrado por fanáticos incontrolados en medio de la tensión de la crisis”.[xviii]
El anticlericalismo sirvió también para que los vencedores ajustaran cuentas con los vencidos, recordándoles durante décadas los efectos devastadores de la matanza del clero y de la destrucción de lo sagrado. Después de la guerra, las iglesias y la geografía española se llenaron de memoria de los vencedores, de placas conmemorativas de los “caídos por Dios y la Patria”, mientras se pasaba un tupido velo por la “limpieza” que en nombre de Dios habían emprendido y seguían llevando a cabo gentes piadosas y de bien. La conmoción dejada por el anticlericalismo tapó el exterminio religioso y sentó la idea falsa de que la Iglesia sólo apoyó a los militares rebeldes cuando se vio acosada por esa violencia persecutoria.
Los estragos ocasionados por la persecución anticerical, la constatación de los sacrilegios y asesinatos del clero cometidos por los “rojos”, multiplicaron el impacto emocional que causaba el recuerdo constante de los mártires asesinados. El ritual y la mitología montados en torno a esos mártires le dio a la Iglesia todavía más poder y presencia entre quienes iban a ser los vencedores de la guerra, anuló cualquier atisbo de sensibilidad hacia los vencidos y atizó las pasiones vengativas del clero, que no cesaron durante largos años.
Resulta imposible, por lo tanto, pasar por alto la dimensión religiosa de la guerra civil española, una guerra “santa y justa” por un lado, y de arrebato airado contra el clero por otro, que ha dejado importantes huellas en los recuerdos y memorias de los españoles.
La Iglesia de Franco.
La contribución de la Iglesia católica al mantenimiento de la dictadura de Franco durante tantos años fue inmensa. No se conoce otro régimen autoritario, fascista o no, en el siglo XX, y los ha habido de diferentes colores e intensidad, en el que la Iglesia asumiera una responsabilidad política y policial tan diáfana en el control social de los ciudadanos. Ni la Iglesia protestante en la Alemania nazi, ni la católica en la Italia fascista. Y en Finlandia y en Grecia, tras las guerras civiles, la Iglesia luterana y ortodoxa sellaron pactos de amistad con esa derecha vencedora que defendía el patriotismo, los valores morales tradicionales y la autoridad patriarcal en la familia. En ninguno de esos dos casos, no obstante, llamaron a la venganza y al derramamiento de sangre con la fuerza y el tesón que lo hizo la Iglesia católica en España. Es verdad que ninguna otra Iglesia había sido perseguida con tanta crueldad y violencia como la española. Pero, pasada ya la guerra, el recuerdo de tantos mártires fortaleció el rencor en vez del perdón y animó a los clérigos a la acción vengativa.
Tres ideas básicas resumen la relación entre la Iglesia y la dictadura en esos primeros años decisivos de la paz de Franco. La primera, que la Iglesia católica se implicó y tomó parte hasta mancharse en el sistema “legal” de represión organizado por la dictadura de Franco tras la guerra civil. La segunda, que la Iglesia católica sancionó y glorificó esa violencia no sólo porque la sangre de sus miles de mártires clamara venganza, sino, también y sobre todo, porque esa salida autoritaria echaba atrás de un plumazo el importante terreno ganado por el laicismo antes del golpe militar de julio de 1936 y le daba la hegemonía y el monopolio más grande que hubiera soñado. La tercera, que la simbiosis entre Religión, Patria y Caudillo fue decisiva para la supervivencia y mantenimiento de la dictadura tras la derrota de las potencias fascistas en la Segunda Guerra Mundial.
Pero la jerarquía eclesiástica, el catolicismo y el clero no permanecieron inmunes a esos cambios socioeconómicos que desde comienzos de los años sesenta desafiaron el aparato político de la dictadura franquista. El catolicismo tuvo que adaptarse a esa evolución con una serie de transformaciones internas y externas que han sido analizadas por varios autores. En opinión de José Casanova, la “aguda secularización de la sociedad española que acompañó a los rápidos procesos de industrialización y urbanización fue vista con alarma al principio por la jerarquía de la Iglesia. Lentamente, sin embargo, los sectores más concienciados del catolicismo español empezaron a hablar de España no como una nación inherentemente católica que tenía que ser reconquistada, sino más bien como un país de misión. La fe católica no podía ser forzada desde arriba; tenía que ser adaptada voluntariamente a través de un proceso de conversión individual”.[xix]
Esa secularización coincidió en el tiempo con tendencias generales de cambio que llegaban desde el Concilio Vaticano II. La opinión y práctica católicas comenzó a ser más plural, con sacerdotes jóvenes que abandonaban la ideología tradicional, trabajadores de la JOC (Juventud Obrera Católica) y de la HOAC (Hermandad Obrera de Acción Católica) que militaban en contra del franquismo, y sectores cristianos que elucubraban con los marxistas sobre la futura sociedad que seguiría al derrumbe del capitalismo.
Curas y católicos que hablaban de democracia y socialismo y criticaban a la dictadura y a sus manifestaciones más represivas. Todo eso era nuevo en España, muy nuevo, y parece lógico que provocara una reacción en amplios sectores franquistas, acostumbrados a una Iglesia servil y entusiasta con la dictadura. Un documento confidencial de la Dirección General de Seguridad, fechado en 1966, ya advertía que de los tres pilares de la dictadura, “el Catolicismo, el Ejército y la Falange”, únicamente el segundo aparecía “firme, unido como realidad y esperanza de continuidad”, mientras que el catolicismo mostraba signos de división en torno a tres problemas: “el clero separatista; la lucha interna entre sacerdotes conservadores y sacerdotes avanzados; y la actitud de cierta parte del clero frente a las altas jerarquías eclesiásticas”.
Carrero Blanco llamó a esa disidencia de una parte de la Iglesia católica “la traición de los clérigos”, porque el manto protector que la dictadura había dado a la Iglesia no se merecía eso. Y para demostrar los servicios prestados, “aunque sólo sea en el orden material”, prueba de cómo Franco “quiso servir a Dios sirviendo a su Iglesia”, Carrero daba cifras: “desde 1939, el Estado ha gastado unos 300.000 millones de pesetas en construcción de templos, seminarios, centros de caridad y enseñanza, sostenimiento del culto”.
Algo se movió en la Iglesia católica española en la última década de la dictadura, después de que murieran la mayoría de los obispos que habían bendecido la Cruzada y se habían sumado con fervor y entusiasmo a la construcción del Nuevo Estado que emergió sobre las cenizas de la Segunda República. Enrique Pla y Deniel, por ejemplo, el principal artífice, junto con Gomá, de esa Iglesia de Franco, murió en 1968, a punto de cumplir los 92 años. Pero resulta muy exagerado concluir que la mayoría del clero, y de la Conferencia Episcopal, creada en 1966, abandonaron en esos últimos años el franquismo y abrazaron la causa democrática. Estaban Enrique Vicente y Tarancón, Narcís Jubany y Antonio Añoveros, en Madrid-Alcalá, Barcelona y Bilbao, a quienes la dirección general de Seguridad calificaba en diciembre de 1971 de “jerarquías desafectas”, pero también pesaban, y mucho, en esa Iglesia obispos como José Guerra Campos y Pedro Cantero Cuadrado.
José María García Lahiguera, arzobispo de Valencia en 1975, que había dirigido los ejercicios espirituales a Franco y a su esposa en 1949 y 1953, resumió en la homilía del funeral celebrado por Franco en su sede episcopal, las tres principales virtudes del Caudillo al que tanto admiraba: “ser hombre de fe; entregado a obras de caridad, a favor de todos, pues a todos amaba; hombre de humildad”.[xx] No eran pocos los obispos que suscribirían por esas fechas esa definición de Franco.
Por eso sería más correcto decir, como matizaba hace ya un tiempo Frances Lannon, que la Iglesia española había descubierto que sus intereses “podían estar mejor protegidos bajo un régimen pluralista que mediante una dictadura” que manifestaba ya importantes síntomas de crisis. Esa es la idea también que ha transmitido recientemente William J. Callahan: se trataba de reformar lo necesario pero preservando al mismo tiempo “todo aquello que pudieran salvar de la privilegiada relación que la Iglesia mantenía con el régimen”.[xxi]
Cuando murió el “invicto Caudillo”, el 20 de noviembre de 1975, la Iglesia católica española ya no era el bloque monolítico que había apoyado la Cruzada y la venganza sangrienta de la posguerra. Pero el legado que le quedaba de esa época dorada de privilegios era, no obstante, impresionante en la educación, en los aparatos de propaganda y en los medios de comunicación. Lo que hizo la Iglesia en los últimos años del franquismo fue prepararse para la reforma política y la transición a la democracia que se avecinaba. Antes de morir Franco, la jerarquía eclesiástica había elaborado, según Callahan, “una estrategia basada en el fin de la confesionalidad oficial, la protección de las finanzas de la Iglesia y de sus derechos en materia de educación y el reconocimiento de la influencia de la Iglesia en las cuestiones de orden moral”.
Naturalmente, la Iglesia cambió mucho si se compara con el otro pilar básico de la dictadura, el ejército, que se identificó con Franco y con el régimen sin fisuras y lo sostuvo hasta el final. Pero en la larga perspectiva de los cuarenta años del régimen dictatorial, la Iglesia hizo mucho más por legitimarlo, afianzarlo, protegerlo y silenciar sus numerosas víctimas y atropellos de los derechos humanos que por combatirlo. Proporcionó a Franco la máscara de la religión como refugio de su tiranía y crueldad. Sin esa máscara y sin el culto que la Iglesia forjó en torno a él como caudillo, santo y supremo benefactor, Franco hubiera tenido muchas más dificultades en mantener su omnímodo poder.
Conclusión
Como hemos visto, a comienzos del siglo XX, España representaba el ejemplo por excelencia de una sociedad con “una religión única, dominante y coherente”, una religión dirigida y seguida por gente, obispos, órdenes religiosas y clero secular, que consideraba que la preservación absoluta del orden social era irrenunciable, dada la estrecha relación entre orden y religión en la historia de España. Por eso resistieron los vientos de la modernización y la secularización de forma tan enérgica. Y levantaron un sólido dique frente a los individuos que disentían con sus opiniones y estilo de vida de ese orden que ellos bendecían y amparaban. Así se forjó la historia de un resentimiento constante entre clericalismo y anticlericalismo, orden y cambio, reacción y revolución que, agudizado en los años republicanos, acabó en 1939, tras una sangrienta batalla con el triunfo violento y duradero de las fuerzas de la reacción.
Aunque la historiografía española de finales de la dictadura de Franco y de comienzos de la transición a la democracia no concedió a este tema la importancia que merecía, las nuevas investigaciones aparecidas en las últimas dos décadas han incorporado el anticlericalismo y la violencia política a la historia social y cultural del siglo XX español.
Además, la reflexión historiográfica ha ido acompañada recientemente de una ácida discusión política. La sombra de la persecución religiosa dura hasta la actualidad y se ha manifestado claramente en la discusión de la Ley de Memoria Histórica, aprobada por el gobierno socialista de Rodríguez Zapatero en 2007, en el culto a los “mártires de la fe” y en las ceremonias de beatificación. Ninguna investigación rigurosa y seria ha tratado de ocultar esa violencia anticlerical o de evitar su análisis e interpretación. La jerarquía de la Iglesia católica, sin embargo, nunca condenó la sublevación militar que la desató ni necesita pedir perdón por bendecir y apoyar la violencia franquista durante la guerra y la larga dictadura que siguió. Son los ecos del pasado, de un conflicto que ha sobrevivido en las memorias de la guerra civil y de la dictadura.
Iglesia católica, Estado y conflictos sociales y culturales en la historia de España del siglo XX