Todos los seres humanos podemos clasificarnos en dos tipos fundamentales: los predominantemente amorosos y los predominantemente narcisistas. Es decir, los que básicamente desean relacionarse, amar y ser amados desde una actitud vinculante e interdependiente; y los que, por el contrario, desean permanecer «independientes» desde una actitud más o menos egocéntrica y dominante. Es una forma útil de verlo. Naturalmente, sólo los primeros, dejándose nutrir por el amor de los demás, podrán eventualmente sanar sus heridas emocionales y crecer. Los segundos tenderán a la inmovilidad -ya sea en el amor, la psicoterapia o la vida- por no renunciar a las pseudoventajas de su narcisismo (1). El problema es que ambos tipos de personas, amorosas y narcisistas, suelen atraerse (2), de modo que sus relaciones se convierten con frecuencia en tremendas luchas de «perros y gatos». ¿Por qué?
El perro es una excelente metáfora de la persona amorosa: se trata de un animal esencialmente sociable, dependiente, cooperativo, cuidador. Necesita no simplemente comida y cobijo, sino también relaciones afectivas y sociales (3). El gato, en cambio, simboliza muy bien la personalidad narcisista: es básicamente individualista, egocéntrico, poco afectuoso, dominante. El gato no se «relaciona» emocionalmente contigo; se limita a tomar lo que tú le das (comida, comodidades, mimos). De este modo, si una persona-perro se relaciona demasiado activamente con una persona-gato, con seguridad la primera acabará defraudada y la segunda muy agobiada. Por su parte, las relaciones entre personas-gato tienden a ser ilusorias y, a menudo, muy conflictivas. Sólo las personas-perro estarán -en principio- mejor capacitadas para amarse. Por eso, en vez de lamentarnos y acusar a los demás de nuestros fracasos amorosos, sería mejor preguntarnos qué tipo de «animales» somos (¿perros o gatos?), y con qué clase de personas nos gusta relacionarnos.
Las personas-gato, como niños muy asustados, tienden a refugiarse tras una coraza de desconfianza, orgullo, dominio, hostilidad, afanes seductores y manipuladores, etc. Su prioridad es gratificarse, lucirse, mandar, ganar; por eso les cuesta comprender e incluso respetar a los demás. Las personas-perro también son como niños asustados, pero no buscan refugio tanto en sí mismas cuanto en el afecto que ansían de los demás. Por ello tienden a ser confiadas, dependientes, complacientes, amistosas; su prioridad es obtener aceptación, cariño e intimidad. Si no se exceden en sus miedos, renuncias y sentimientos de culpa, se hallan más cerca del amor que las personas-gato.
En rigor, todas las personas somos más o menos «gato» o «perro» según los diversos momentos y circunstancias. Nuestra vida es un continuo «entrar y salir» de nuestro caparazón narcisista hacia los demás. La verdadera cuestión no es, entonces, «¿soy gato o perro?», sino «¿la mayor parte del tiempo vivo dentro o fuera de mi caparazón?»Cuanto más nos atrevemos a abrirnos, confiar, fluir, relacionarnos con la gente, menos «felinos» somos. Más se entrena nuestro corazón en amar. Pues, igual que el movimiento se demuestra andando, el amor se aprende… practicando.
Hay un truco orientativo para saber si eres predominantemente perro o gato, amoroso o narciso. Si cuando alguien te deja, básicamente te deprimes, eres perro. Si principalmente te enfadas, eres gato.
__http://www.psicodinamicajlc.com/articulos/jlc/perrogatos.html#.U_MzB_l_uHg
gran verdad, «el amor se aprende practicando»