“La falacia económica en acción es que el crédito bancario es un verdadero factor de producción, una fuente casi fisiocrática de fertilidad sin la cual no puede haber crecimiento. La realidad es que el derecho monopolístico de crear crédito bancario productor de intereses es una transferencia “libre” de la sociedad a una élite privilegiada”.
Michael Hudson
Los banksters en acción
“No es un negocio agradable, pero se gana mucho dinero”.
La cínica sentencia pertenece a un prestamista indio de microcréditos inquirido acerca de la hipotética relación entre la ola creciente de suicidios de granjeros y el agobiante peso de las deudas contraídas para adquirir –entre otros insumos- las “milagrosas” semillas transgénicas del algodón Bt de Monsanto. La dramática situación resulta paradigmática del modo en que el capitalismo financiarizado depredador actúa a nivel global.
En los años 90, el clásico ariete integrista del Consenso de Washington (BM, FMI y OMC) impuso en la India el habitual “paquetazo” neoliberal basado en la desregulación del comercio, las omnipresentes reformas estructurales y las masivas privatizaciones de servicios públicos. Ante la desaparición subsiguiente de los subsidios agrícolas y la incorporación de la producción de algodón –el mismo que abasteció las fábricas de Inglaterra en los albores del mundo moderno- a los circuitos comerciales controlados por el agrobusiness, los inermes granjeros quedaron atrapados en la tenaza formada por los “vendedores de crecepelo” de Monsanto y los usureros que les prestaban el capitalito con el que convertirse en “dinámicos” emprendedores.
Al socaire del desbrozamiento neoliberal brotaron asimismo como hongos instituciones de microfinanzas –premiadas, en algún caso, con el Nobel de la paz y el Príncipe de Asturias por su “filantrópica” labor- que alardeaban de su abnegada tarea de benéfica ayuda al desarrollo frente a la falta de escrúpulos de los desalmados prestamistas privados. Contaban, para resaltar su admirable vocación de servicio al prójimo, con la entusiasta bendición de multitud de acendradas ONG’s y fundaciones privadas del mundo rico, que ensalzaban las virtudes sin par de la panacea que libraría de las garras de la miseria crónica a legiones de pobladores de las inmensas zonas rurales de la “mayor democracia del mundo”.
Nada más lejos de la realidad: mientras la propaganda asistencial cantaba loas a sus virtudes salvíficas, los microcréditos estaban siendo empaquetados por los bancos locales en creativos productos financieros vendidos a los tiburones de la banca de inversión en las grandes metrópolis de las finanzas mundiales. Los prestamistas usurarios asistían encantados al festín mientras endilgaban más y más préstamos “basura” -«cuando les prestamos el dinero, sabemos si van a poder pagar o no»-, sin preocuparse en absoluto por el elevado riesgo que implicaban. Los “incentivos perversos” inducidos por la diversificación de riesgos -que evitan al prestamista la preocupación de asegurarse de la solvencia del prestatario al transferir el crédito a sociedades instrumentales y fondos de inversión que lo empaquetan y lo esparcen por la
nebulosa financiera– desencadenaron una enorme burbuja en la concesión de préstamos crecientemente incobrables.
El resultado fue catastrófico: en los últimos 20 años, 350.000 granjeros se han suicidado debido al fracaso de sus inversiones –las nuevas semillas mutantes, conocidas como “Terminator” por ser estériles (habiendo de adquirirlas a Monsanto en cada ciclo), requerían doble cantidad de agua y las sequías características de la región esquilmaban frecuentemente toda la cosecha- y la incapacidad subsiguiente de honrar sus obligaciones ante los prestamistas mamporreros de la gran banca nacional e internacional. En una amarga ironía, muchos agricultores se quitan la vida ingiriendo el pesticida para cuya compra se endeudaron “hasta las cejas”. Mientras tanto, los “hilillos de liquidez” que fluyen de los pagos de las deudas de miríadas de agricultores indios, convenientemente embalados en innovadores y lucrativos derivados financieros, riegan de rentabilidad las cuentas de algún mastodóntico fondo de inversión de Wall Street. Como dice, sarcásticamente, Arundhati Roy: “Hay mucho beneficio que hacer a costa de los pobres y también unos cuantos premios Nobel”.
*** “Me pone enfermo la crueldad con que la gente habla de estafar a sus clientes. Durante los últimos doce meses he oído a cinco mánagers distintos referirse a sus propios clientes como ‘marionetas’”. La colérica afirmación no procede de ningún vehemente activista antisistema, obsesionado con la iniquidad del capital, sino de la carta de dimisión de
Greg Smith, exdirector ejecutivo de Goldman Sachs. El eminente arrepentido denuncia –eso sí, a toro pasado- las prácticas depredadoras de la firma (“el calamar vampiro”, según The New York Times) y afea los abusos -“sacadles los ojos”, era la cariñosa manera de referirse a los incautos inversores- cometidos endosando productos ‘basura’ a los “humildes ahorradores”. Mientras tanto, en la típica jugada a dos bandas, a otros clientes más avezados se les asesoraba sobre cómo apostar contra los mismos infames productos en el casino financiero; ¿muy astutos, no? Así resume el compungido Mr. Smith la “loable” ética de los negocios y de servicio al cliente que reinaba en el buque insignia de Wall Street –afirmación que podría haber suscrito, desde el extremo opuesto en la jerarquía del negocio, el prestamista indio citado más arriba: “Sólo se trata de cómo podemos ganar el máximo de dinero a su costa”.
Fabrice Tourre, exvicepresidente de la firma –conocido como
“Fabuloso Fab” en sus tiempos gloriosos de gurú de los traders en productos derivados-, es el único condenado hasta la fecha por fraude en el escándalo de la venta de productos tóxicos –»Frankensteins», los denominaba el probo Fabrice en sus mails privados- que provocaron pérdidas de millones de dólares a los cándidos estafados. Se trataba de sofisticados productos financieros, compuestos de la morralla de las hipotecas subprime, que el ladino bróker endilgaba mediante patrañas –incluso a comienzos de 2007, cuando era palmaria la inminencia del colapso- a sus desprevenidas víctimas asegurándoles, con su encantador aspecto de “yerno ideal”, que se trataba de la inversión ‘más segura de sus vidas’. El considerado “cabeza de turco” del escándalo –su todopoderosa firma empleadora se fue “de rositas” pagando una módica (calderilla para sus ingentes recursos) indemnización extrajudicial de 550 millones de dólares- confesaba en un correo privado a su novia que estaba “vendiendo monstruosidades (sic) que arruinarían a viudas y huérfanos”.
Mutatis mutandis, idénticos términos podrían aplicarse a la colosal estafa de las participaciones preferentes cometida por las cajas de ahorros españolas en el comienzo de la reciente debacle financiera (2009-2011). “Es una pena tener el dinero a la vista en la cuenta en la que cobran la pensión”, soltó zalamero
un solícito empleado de una sucursal de Caixa Nova en Vigo a una pareja de octogenarios –ella, con un 70% de minusvalía psíquica- para atraerles hacia la irresistible oferta de invertir sus 95.000€ -los ‘ahorros de toda una vida’, quizás para pagar los encarecidos estudios de los nietos o ayudar al hijo en paro con la hipoteca- en un depósito a plazo fijo “totalmente seguro”. En realidad, se trataba de un producto especulativo –‘complejo y de riesgo elevado’, según la Comisión Nacional del Mercado de Valores- comercializado a la desesperada por las moribundas cajas de ahorros para captar recursos propios ante el inminente desplome del mercado inmobiliario que las convertiría en pecios financieros. Los desalmados banksters porfiaban por “cargar el muerto” a los crédulos “viudas y huérfanos” para que apoquinaran con sus esforzados peculios mientras desvalijaban las maltrechas arcas de sus agonizantes empresas con jubilaciones e indemnizaciones multimillonarias. Mientras tanto, maniobraban a la desesperada para borrar las huellas del crimen y salir airosos de las ruinosas consecuencias de sus tejemanejes en el “capitalismo de amiguetes” a la española. Entramado rebosante de relaciones incestuosas entre administraciones “recalificadoras”, gigantes inmobiliarios con pies de barro, muñidores y arribistas de todo pelaje y entidades financieras venales que atizaban el festín especulativo con caudalosos fondos procedentes de la banca centroeuropea. Naturalmente, del colosal
rescate bancario posterior al colapso, abundantemente regado con dinero público destinado a evitar las pérdidas de la gran banca franco-alemana -gran lubricante de la burbuja inmobiliaria de la piel de toro-, no quedó ni un mísero eurillo para resarcir a los infortunados preferentistas: “ellos se lo habían buscado”.
La “máquina de succión”
«Sangre, sudor y lágrimas arrancadas a millones, ¿por qué?, ¡por la renta!».
Lord Byron
«La producción capitalista está ocupada constantemente en el intento de superar sus barreras innatas, para al cabo superarlas por medios que luego harán que estas mismas barreras adquieran un tamaño formidable.”
Carlos Marx
La rapiña financiera que reflejan las trapacerías anteriores parecería legitimar la rotunda afirmación de
Michael Hudson: “En vano se buscará un reconocimiento honrado del carácter mafioso progresivamente asumido por el sector financiero, harto más cercano a los cleptócratas postsoviéticos que gozaban de información privilegiada que a innovadores schumpetarianos preocupados por las inversiones productivas y la creación de empleo”.
Pero la virulencia y sordidez de los casos descritos no deberían ocultar –como cándidamente pretenden los reformistas moralizantes como Krugman o
Stiglitz, que culpan únicamente al inicuo apéndice especulativo y a la falta de controles públicos adecuados de los males del sistema- la creciente penetración de las actividades financieras “honorables” en la vida cotidiana y en la satisfacción de las necesidades convencionales de la población. Su doble condición de motor de la financiarización de la economía y pilar basal del sostenimiento de la rentabilidad capitalista en la fase neoliberal impele al sector bancario a fagocitar ámbitos cada vez más amplios de la reproducción social y los bienes comunes.
A medida que la provisión de bienes y servicios del sector público se ha ido privatizando, los bancos han mediado crecientemente en el acceso a la vivienda, a los bienes de consumo duradero, a la educación y, cada vez más, a la salud, obteniendo pingües réditos mediante los seguros privados, los créditos hipotecarios y otros préstamos personales.
Los empobrecidos, atemorizados –demasiado poco se insiste en la conexión entre la “máquina de succión” financiera y la pacificación y domesticación de los asalariados- y precarizados trabajadores son obligados a pasar por el aro del endeudamiento creciente para satisfacer la provisión privada de sus necesidades básicas. Se generan así amplias y sistemáticas apropiaciones de valor extraído de los ingresos personales que -a través del incesante flujo de entelequias financieras que producen los “alquimistas” modernos, creadores del dinero y el crédito bancarios- engrosan las arcas de los gozosos perceptores de rentas e intereses. Las fórmulas de sobreexplotación laboral, concretadas en la proliferación de “falsos autónomos”, trabajadores “free-lance” o “por cuenta propia” –que, en los crudos términos de
Andrés Piqueras, corresponden a la “fase orgiástica de la explotación” y la gestión individual de la supervivencia- arrojan, asimismo, a los nuevos «emprendedores» en manos de los únicos que les pueden procurar los fondos para iniciar los precarios proyectos. Paradójicamente, la capacidad del sistema de integrar a capas de población cada vez más grandes en el trabajo asalariado disminuye a ojos vista mientras que no se tolera ninguna forma de supervivencia al margen de las relaciones monetarias. Tal configuración agudiza la fractura social entre, de un lado, los que –a través de su condición de beneficiarios de rentas financieras, de bienes raíces o de fondos de pensiones- disfrutan de tiempo libre y de las disposiciones necesarias para apropiarse de los «frutos de la ciencia y la civilización» y, del otro, los que están condenados a consagrar una fracción creciente de su tiempo a trabajar como “bestias de carga” para sufragar las exacciones financieras. El brutal crecimiento de la desigualdad –al que no es ajeno el desarrollo de “islas” de muy elevado desarrollo tecnológico y trabajadores de “cuello blanco” ultraespecializados – que una matriz social semejante supone, inserta un tercer sujeto –el rentista, principal beneficiario, aparte de los promotores directos, de la “servidumbre por deudas”- en la canónica distinción entre explotadores y explotados en el demediado mundo del trabajo asalariado.
Las privatizaciones de servicios esenciales (agua, gas, electricidad, telecomunicaciones) -características del masivo proceso de expropiación de los “comunes”-, han representado otra enorme punción de la riqueza social destinada a engrosar las cuentas de resultados de los oligopolios energéticos y de la gran banca –principal accionista de los mismos-. Los precios de los servicios públicos sólo suben: el transporte, las comunicaciones, los suministros domésticos…todo lo que se privatizó –en contra de las promesas iniciales de baratura y competencia creciente que procuraría la «eficiente» gestión privada de los mismos- se ha encarecido. La “acumulación por desposesión”, descrita por
David Harvey, se manifiesta crudamente en la fagocitación, perpetrada por las corporaciones energético-bancarias, de los bienes que garantizan la reproducción del ser humano como especie (agua, tierra, aire, espacio público). De nuevo en palabras de Hudson: “se trata de convertir a la economía toda en una enorme colección de puestos de peaje”. Las recetas del catecismo neoliberal del capitalismo “senil” –ciscándose, dicho sea de paso, en más de dos siglos de teoría económica ortodoxa que constata la ineficiencia de la gestión privada de los
monopolios naturales, por sus excluyentes barreras de entrada y su tendencia al abuso de posición dominante- conducen a una economía rentista-extractiva en manos de las grandes corporaciones y los mastodontes de las finanzas.
Desde finales de los años setenta, la acumulación real basada en los bienes de consumo duradero, típica de la fase fordista del capitalismo de posguerra, ha tenido un comportamiento mediocre. Pero el sector financiero ha crecido de manera extraordinaria en lo que respecta a utilidades y tamaño de las instituciones y los mercados. Ha habido desregulación –derogación de la
ley Glass-Steagall en 1996-, cambios tecnológicos –millones de transacciones instantáneas a través de Internet- e institucionales –bancos centrales independientes, furibundos facilitadores de un océano de liquidez gracias a la formidable eclosión de la oferta monetaria posterior al
Nixon Shock– que han dado lugar a una expansión mundial sin precedentes del “milagro del interés compuesto”.
La actual banca comercial ha tendido a desacoplarse de la financiación de capital productivo –su sacrosanto y primigenio cometido- para potenciar hasta el paroxismo el crédito hipotecario, al consumo y los préstamos garantizados por las acciones empresariales (para fusiones, adquisiciones, saqueos y tomas de control de otras empresas). El efecto inmediato es la estimulación desquiciada de la inflación de los precios de los activos y la formación de formidables burbujas especulativas que descoyuntan inevitablemente el conjunto de la economía.
El combustible de la “titulización” (“las hipotecas se emitían, pero no se conservaban en el balance, sino que se transferían a sociedades instrumentales creadas por los bancos y entonces esas sociedades emitían títulos de deuda con respaldo hipotecario”) destruyó la frontera entre la banca comercial y la banca de inversión convirtiéndose -en palabras de Warren Buffet, experto conocedor del proceso- en un
«arma financiera de destrucción masiva».
El probo banquero tradicional, generador de riqueza a través del préstamo responsable y prudente a los honrados burgueses necesitados de un “capitalito” para invertir y crear empleo había dado paso a un especulador insaciable, completamente desvinculado de la responsabilidad de vigilar la solvencia del prestatario y el cobro de los préstamos. Espoleados por el papel taumatúrgico de la llamada diversificación del riesgo –a través de múltiples productos derivados (CDO’s, CDS, swaps y un largo etcétera) y de sociedades instrumentales (los famosos Hedge Funds en lugar prominente) que empaquetaban bonitamente los productos primarios- los bancos se lanzaron a una vorágine especulativa que encerraba una bomba de relojería de hiperendeudamiento e inflación de activos. La música dejó de sonar cuando los “hilillos de liquidez” que nutrían el entramado se extinguieron.
Como explica
Costas Lapavitsas: “Los bancos parecían haber encontrado una forma de mantener el rubro de los activos de su balance en permanente liquidez, a la vez que de manera constante otorgaban más créditos. A ese maravilloso descubrimiento se le llamó el modelo bancario de “prestar y vender”.
La descripción que hace a continuación Lapavitsas del derrumbe de la estafa piramidal en 2007, que marcó el abrupto final de los días de “vino y rosas” merece ser citada in extenso: “Ahora es más fácil ver las raíces del desastre que azotó a la economía mundial: los verdaderos titulares de las hipotecas en Estados Unidos eran trabajadores, con frecuencia los de menores recursos; además, los salarios reales no habían aumentado de manera significativa durante la burbuja, ni siquiera para los asalariados de mayores ingresos, de tal manera que la fuente de valor que en última instancia debía validar tanto las hipotecas como los activos con respaldo hipotecario era de una fragilidad patética. Sobre esa precaria base, el sistema financiero había construido una enorme superestructura de endeudamiento, minando así drásticamente su propia liquidez y solvencia (…) Cuando comenzaron los impagos y el derrumbe se hizo inminente, la interacción destructiva de la liquidez y la solvencia llevó a la bancarrota, el colapso del crédito, la disminución de la demanda y la aparición de la recesión”. El juego se había acabado.
Empero, sería un error aplicar al capitalismo contemporáneo una lectura “vulgar” que consistiera en identificar una tendencia autónoma y “tumoral” hacia la financiarización, que vendría a parasitar con su metástasis el funcionamiento normal del «buen» capitalismo industrial.
Bien al contrario: es precisamente la ausencia de mercancías susceptibles de sostener una producción y un consumo de masas lo que empuja la expansión desaforada del capital financiero, uno de cuyos componentes centrales son –frente a toda presunta dicotomía entre la esfera financiera y la productiva- las grandes multinacionales que operan en la esfera de la clásica producción de mercancías.
Es este bloqueo de la productividad del trabajo y de la ampliación de los mercados -al menos en el “Primer Mundo”, que aún representa el 60% del consumo mundial- lo que impide el retorno a la ‘buena forma de hacer ganancias’ y lo que explica la huida hacia adelante del capitalismo senil. El aumento de la “ganancia no acumulada”, resultante de la nueva matriz de rentabilidad, y la intensificación de la explotación laboral exigieron que las finanzas jugaran un rol funcional en la reproducción de los anémicos capitales procurando salidas alternativas a la menguante demanda salarial: el consumo de los rentistas y el formidable sobreendeudamiento de los trabajadores.
Hacer de la financiarización la protagonista estelar de tal configuración es tomar un síntoma por la causa –arremetiendo ingenuamente contra los banqueros “sanguijuelas” y los agiotistas desalmados-, permaneciendo en la superficie de las cosas. Si, según la fórmula de Robert Boyer, el mal capitalismo expulsa al bueno, es porque la buena forma de hacer ganancias (aumento rápido de la productividad social) ha agotado su capacidad de desarrollo y es constantemente expulsada por la mala, a saber, la insaciable búsqueda de rentas y de beneficios extra a partir de la sobreexplotación del trabajo y el festín privatizador del neoliberalismo carnívoro.
Ello trunca de raíz –y las políticas redobladamente antipopulares pergeñadas para la supuesta salida de la crisis lo corroboran- las ilusiones «paliativas» correspondientes a un capitalismo keynesiano fenecido cuarenta años atrás, cuando la ferocidad del embate neoliberal hizo saltar por los aires el “sueño húmedo” reformista-socialdemócrata de redistribución de rentas, pleno empleo y ampliación de Estado del bienestar.
La desoladora realidad es, bien al contrario, que el engendro parasitario en el que se ha convertido el modo vigente de apropiación privada de las menguantes riquezas del sufrido planeta y de expolio progresivo de sus habitantes nos aleja cada vez más de la admirable aspiración «homeostática» expresada en los bellos versos del malogrado
poeta granadino: “queremos que se cumpla la voluntad de la Tierra, que da sus frutos para todos”.
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