Su nombre deriva del linaje de los antoninos, al cual pertenecía el emperador Marco Aurelio, una de las víctimas de la peste. Se inicia ésta en la ciudad de Roma hacia el año 166 extendiéndose rápidamente por toda Italia y la Galia. Galeno, contemporáneo de la peste, describió así sus síntomas:
“Ardor inflamatorio en los ojos; enrojecimiento peculiar de la cavidad bucal y de la lengua; aversión a los alimentos; Sed inextinguible, temperatura exterior normal que contrasta con una sensación interior de abrasamiento, piel enrojecida y húmeda, tos violenta, señales de flegmasía laringo-brónquica, fetidez del aliento, erupción generalizada de pústulas seguidas de ulceraciones, inflamación de la mucosa intestinal, vómitos de materias biliosas, diarrea de igual naturaleza, agotamiento, gangrenas parciales y separación espontánea de los órganos mortificados, perturbaciones varias de las facultades intelectuales, delirio tranquilo o furioso y final funesto al séptimo o noveno día”
Desgraciadamente, la medicina de la época no tardó en diagnosticar que la enfermedad “había sido causada por los cristianos”, así que la animadversión contra ellos fue en aumento. La peste antonina fue, probablemente, viruela, traída desde el Oriente próximo por los soldados victoriosos de Lucius Verus que regresaban de luchar contra los partos. Se extendió por Asia Menor, Egipto, Grecia y la propia Italia y, en algunas zonas, la mortalidad alcanzó un tercio de la población. En el período comprendido entre el año 165 y el 180 ataca a unos 20 millones de personas causando unos 5 millones de muertos. En su momento más virulento quizá mataba, sólo en Roma, a 5.000 personas por día.
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