Un contagio masivo tan grave como la peste del siglo XIV costaría el 5% del PIB global y millones de vidas.
En la paradoja, la amenaza se mide en micras y, también, en millones. Bacterias y virus esperan, inertes, su oportunidad para devastar las vidas de cientos de miles de personas y la economía del planeta. El VIH, desconocido en décadas, ha matado a más de 30 millones de seres humanos. Mientras, el ébola, relegado durante años al cine apocalíptico, revivía a finales de 2013 cobijado en la guerra civil y la miseria de Guinea, Sierra Leona y Liberia. Sin tratamiento efectivo, el filoviridae causó 11.310 muertes y unas pérdidas de 2.800 millones de dólares (2.500 millones de euros) en tres países donde la fragilidad es el principal componente de su PIB. Ese dinero representa casi la tercera parte de los 7.000 millones que, según el Banco Mundial, ha costado la lucha global contra la enfermedad.
Sobre esa línea del horizonte que se difumina, la Organización Mundial de la Salud (OMS) calcula que una pandemia entre moderada y grave costaría 570.000 millones de dólares. «El 0,7% de la riqueza del planeta», apunta José Luis Blasco, socio responsable de Gobierno, Riesgo y Cumplimiento de KPMG. Pero una epidemia de extrema gravedad, como la peste negra —la mayor plaga de la historia, culpable de enterrar a 200 millones de personas en el siglo XIV— restaría un 5% al PIB. O sea, unos cuatro billones de dólares.
La amenaza se siente cercana. La OMS publicó el año pasado una lista de ocho enfermedades (ébola, SARS, MERS, marburgo, fiebre hemorrágica de Crimea-Congo, fiebre de Lassa, fiebre del Valle del Rift y el virus Nipah) que amagan con transformarse en una epidemia junto a tres (chikunguña, zika y una fiebre asiática sin denominar) que son un riesgo próximo. Aunque «la principal amenaza es una pandemia de influenza», sostiene Tony Barnett, experto de la London School de Higiene y Medicina Tropical.
El peor panorama
«Es probable que la influenza reaparezca ya que se trata de una enfermedad zoonótica transmitida por las aves [incluidas las domésticas, las de corral, que se crían y se venden en los mercadillos], que además deja un fuerte impacto. Se expande con facilidad, provoca una mortandad elevada y las vacunas tardan en producirse». Y es que solo la gripe, en el caso de aflorar con virulencia, costaría, acorde con la Universidad del Sur de California (USC), al producto interior bruto estadounidense 34.400 millones de dólares. Pero si la población no se vacunara, la brecha alcanzaría los 45.300 millones.
Ese futuro, sin duda, anticipa un mundo que preocupa. En 2050 habrá 9.700 millones de personas. Las ciudades estarán más pobladas y la sociedad será una placa de Petri que mezclará pobreza, carencias en infraestructuras básicas, como el agua, e inequidad. Un ecosistema favorable a nuevos (y antiguos) virus que se expandirán con la facilidad que otorgan los tiempos. En la primera década de este siglo más de 2.000 millones de pasajeros viajan anualmente en avión, cuando en los años cincuenta rondaban los 68 millones. Con la mirada puesta en prevenir peligros presentes y futuros, la OMS ha lanzado un fondo de 500 millones de dólares que cubre brotes de enfermedades infecciosas proclives a convertirse en pandemias. Una propuesta a media luz. «Sin duda habrá nuevos brotes. Por eso sería más importante invertir en infraestructuras sanitarias, sistema de vigilancia de enfermedades y desarrollar y distribuir medidas preventivas, como las vacunas», reflexionan Daniel Cadarette y David Bloom, profesores en la Escuela de Salud Pública de Harvard.
Desde luego resulta difícil frenar lo que todavía no existe. Virus que mutan o bacterias indiferentes a los antibióticos. Precisamente la resistencia antimicrobiana amenaza la vida y las cuentas del planeta. Un trabajo financiado por la ONG Wellcome Trust revela que si para 2050 no se toman medidas frente a la resistencia de esas cepas se perderán 100 billones de dólares en productividad y 10 millones de vidas al año. Más muertes que las que provocan juntas el cáncer, la diabetes, el sida, las enfermedades diarreicas y los accidentes de carretera. La amenaza es tan creíble que el próximo septiembre la debatirá en Nueva York la Asamblea General de las Naciones Unidas.
Además hay otro daño profundo. Pero intangible: la sobrerreacción. ¿Qué significa? Por ejemplo «sacar a los niños del colegio, evitar lugares públicos y centros de trabajo, aunque exista poco riesgo de infectarse», observa Fynnwin Prager, profesor asistente de Administración Pública en California State University Dominguez Hills. «Nuestros estudios evidencian que cambiar los hábitos y evitar ir al trabajo, viajar o hacer turismo durante una epidemia pueden provocar pérdidas económicas sustanciales». De hecho el SARS —que fue un virus viajero— redujo un 2% el PIB de Asia Oriental en el segundo trimestre de 2003.
El miedo a la enfermedad paraliza la vida y también la economía. Y recuerda que se han abandonado a su suerte a millones de seres humanos. Algo que tiene remedio, y, además, un coste. Lograr una cobertura mínima universal de la salud exigiría añadir 100.000 millones de dólares a los 130.000 millones que maneja la ayuda oficial al desarrollo (AOD). Una ecuación posible bajo la aritmética de la justicia. «Si todos los países de renta baja aumentasen sus recursos fiscales un 20% [por ejemplo, recuperando el dinero oculto en paraísos fiscales y acabando con las exenciones impositivas a las multinacionales] la brecha financiera para alcanzar la cobertura universal pasaría de 100.000 millones de dólares a 28.000», explica Rafael Vilasanjuan, director de Análisis y Desarrollo Global del Instituto de Salud Global de Barcelona (ISGlobal). Una diferencia que podrían cubrir con su presupuesto el Banco Mundial o la ONU.
Coste sobre el terreno
Porque hay un coste general, pero también, otro, sobre el terreno. En Haití, una devastadora epidemia de cólera contabiliza desde octubre de 2010 al menos 9.000 muertos. Hasta allí llevaron la bacteria (tras el terremoto de ese mismo año) las fuerzas de paz de las Naciones Unidas. Su erradicación costará 2.000 millones de dólares y mucho sufrimiento. Mientras, en las tierras de África Occidental, unas instalaciones para tratar el ébola con cien camas suponen 1,4 millones de euros. La constatación de la fragilidad de los débiles. «Los países con bajos ingresos son más vulnerables a las epidemias y tienen menos capacidad de movilizar recursos para luchar contra ellas», relata Nikita Shah, economista de la consultora Capital Economics.
Sin embargo, a veces, más por fortuna que por profilaxis, falla el previsible desastre. El virus zika está dando un respiro, en lo económico, a América Latina debido a que su mayor impacto recae sobre el turismo y la región depende poco de esta industria. En Brasil, epicentro del brote, solo representa el 0,3% de su riqueza. Aunque la celebración de los Juegos Olímpicos en Río de Janeiro amplifique la preocupación. Pero da igual. Los virus han mutado. Ya no son solo un problema sanitario sino, sobre todo, político. «La industria farmacéutica lo que quiere es que los gobiernos financien la innovación frente al zika o la resistencia antimicrobiana», critica Judit Rius de Médicos Sin Fronteras. «De acuerdo, les decimos. Pero entonces tienen que ser medicamentos baratos y para todos. Y ellos, desde luego, no pueden hacer negocio». Las pandemias no entienden de libre mercado.