Indigenas americanos: Explotación, genocidio y olvido

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Prólogo
Existe la creencia generalizada, y aceptada por numerosos historiadores, que la conquista y colonización de América finalizó en el transcurso del siglo XIX, cuando se consolidaron los movimientos libertadores que dieron lugar a la formación de los Estados Nación en todo el continente.
Sin embargo el proceso histórico tuvo una continuidad manifestada en el afán expansionista de esos nuevos Estados, conducidos por clases dirigentes herederas de las europeas conquistadoras del continente. Esa nueva etnia en el poder cortó lazos con las metrópolis y puso en marcha su plan independiente de ampliación y colonización de territorios, aunque bajo el mismo modelo político económico liberal naciente en Europa.

No fue ese un cambio afortunado para los habitantes primitivos de América. Muchas comunidades indígenas que aún vivían en sus propios dominios sufrieron invasiones y despojos de tierras; debieron someterse a la legislación vigente del orden establecido; tuvieron que renunciar a sus culturas en función de la homogeinización educativa; fueron privados de los recursos económicos y de la libertad del espacio vital y limitados por fronteras nacionales que partieron sus comunidades. Esta política agresiva, negadora de la total autonomía de los pueblos indígenas se prolonga hasta la actualidad.

PARTE I
La conquista
Unas pocas palabras sueltas, relacionadas exclusivamente por asociación de ideas, pueden constituirse en una síntesis de más de 350 años de conquista y colonialismo español en América: inquisición, genocidio, explotación, saqueo, transculturación… Estos procesos negativos son la esencia de la historia no oficial descrita desde el punto de vista de los pueblos conquistados. Sin considerar esta versión como una verdad absoluta, los testimonios comprobados de esos períodos históricos manifiestan que la destrucción sistemática de la cultura local y su reemplazo por las pautas culturales impuestas desde la metrópolis fue una tarea primordial que justificaba el uso de cualquier medio para llevarla a cabo.
Dos cronistas de la época dejaron sus textos como pruebas: «(…) pues como las minas eran muy ricas y la codicia de los hombres insaciable, trabajaron algunos excesivamente a los indios; otros no les dieron de comer como convenía… Dieron así mismo gran causa a la muerte de estas gentes las mudanzas que los gobernadores y repartidores hicieron de estos indios; porque andando de amo en amo y de señor en señor y pasando los de un codicioso a otro mayor, todo eso fue unos aparejos e instrumentos evidentes para la total definición de esta gente y para ello, por las causas que he dicho o por cualquiera de ellas, muriesen los indios. Y llegó a tanto el negocio, que no solamente fueron repartidos los indios a los pobladores, pero también se dieron a caballeros privados, personas aceptas y que estaban cerca de lapersona del rey Católico, que eran del Consejo de Castilla y de Indias», según describe el capitán Gonzalo Fernández de Oviedo. Mientras que un fragmento de declaración del sacerdote Bartolomé de las Casas dice «(…) por ende digo que tengo por cierto y lo creo así, porque creo y estimo que así lo tendrá la Santa Romana Iglesia, regla y mesura de nuestro creer, que cuanto se ha cometido por los españoles contra aquellas gentes, robos, muertes y usurpaciones de sus Estados y señoríos de los naturales reyes y señores, tierras y reinos, y otros infinitos bienes, con tan malditas crueldades, ha sido con la ley de Dios (…)»
Por tanto no es que se elijan sólo procesos negativos para caracterizar la época de la conquista americana, es que la mayoría de ellos fueron irremediablemente perjudiciales para los habitantes aborígenes.
Los primeros años posteriores a la llegada de Cristóbal Colón a América conducentes a la Edad de Oro del Imperio Español permitieron encontrar en esas nuevas tierras un objetivo que el azar brindaba para el lanzamiento hacia las metas de poder económico y político ambicionadas por la jerarquía reinante. La mayor parte de aquellos sueños de grandeza se forjaron sobre diversas formas de servidumbre a las que se vieron sometidos los indígenas. Los aristócratas, funcionarios públicos, militares o religiosos españoles los tenían a su servicio personal como tamemes o cuidadores de ganado, cargadores o servidores domésticos, reproduciendo el estaus esclavizante reservado para la plebe y los esclavos en el modelo de estructura social española de la época.
Los conquistadores ignoraron el entramado cultural vigente en esos pueblos y las jerarquías sociales existentes en los mismos, para imponer sus valores propios.
La campaña evangelizadora de la iglesia católica desnuclearizó la estructura social indígena. Los aborígenes eran alejados de sus agrupaciones tribales o multifamiliares, promoviendo deportaciones masivas hacia lugares con climas y costumbres diferentes, para formar las congregas que construían iglesias y conventos y para servir a los religiosos de esas residencias.
A partir de 1553 los indígenas eran obligados a proporcionarle sustento a los sacerdotes (según acuerdo legal entre Audiencia e Iglesia) a través del camarico; una especie de impuesto que consistía en la entrega diaria a la jerarquía religiosa de esa comunidad, de un par de gallinas, y la cesión de entre tres y cuatro mujeres que elaboraran pan, recogieran frutas e hicieran la comida para los caballos. La mayoría de los religiosos terminaron cobrando ese impuesto en monedas de plata. En 1537, sin embargo, el Papa Paulo III admitió que los indios americanos eran «seres humanos, dotados de alma y razón», en su bula Sublimis Deus. Algunos historiadores creen ver detrás de esa bula misericordiosa, el resultado perverso de las luchas políticas entre la iglesia católica y las jerarquías monárquicas del siglo XVI. Estos enfrentamientos, abiertos en muchas ocasiones, eran lo suficientemente enconados como para creer que la declaración del Papa se debía simplemente a un piadoso pensamiento cristiano iluminado por el espíritu santo. Los siglos y acontecimientos subsiguientes confirmaron que el reconocimiento de los indios como seres humanos había actuado como única razón justificadora para emprender con rigor yorganización la cruzada evangelizadora: difícilmente se pudiera entender la llegada masiva de eclesiásticos a América con la misión de convertir animales al cristianismo. Un juicio sencillo pero básico para la elaboración posterior del sofisma que engendra la división entre la civilización europea y la barbarie americana (dos estadios diferentes de desarrollo cultural que presupone la primacía de uno sobre otro y la imposición didáctico práctica del vencedor).
En la sociedad civil se repitieron y multiplicaron los factores de dominación. La figura del encomendero era de fundamental importancia: autorizado por la propia Corona española, se encargaba de repartir los indios de la comarca para la realización de determinados trabajos, según sus necesidades productivas y personales; y además gozaba de la facultad de exigirles tributo. La ambición desenfrenada de los conquistadores y encomenderos llevó a someter a los indios y ofrecerlos como moneda de cambio convertible en oro.
El mismo camino seguían los indígenas que entraban en la mita o sorteo de trabajadores realizado por los Señores del lugar, para llevar a cabo trabajos en las haciendas; o los sometidos a una especie de esclavitud oculta denominada por los indígenas yanaconazgo o yanaconaje (como se le suele llamar en Perú) igual a efectuar servicios personales para el patrón noble, entre los que se contaban también los requerimientos sexuales.
Estas relaciones humanas y de producción eran consecuencia de la transferencia del sistema de vida feudal europeo al nuevo continente, cuyo modelo social y económico era absolutamente desigualitario, profundamente injusto, promovedor de privilegios y esclavitudes. Características incrementadas en América gracias al ejercicio del poder absoluto que los conquistadores se autoatribuían por gracia divina.
El marco de represión en el que se desarrolló este régimen de dominación, incluidas las guerras pertinentes, es conocido a través de sus consecuencias. En 1492 había aproximadamente 90 millones de indígenas viviendo en América (66,5 millones en Sudamérica; 13,5 en América Central y 10 millones en Norteamérica). Cien años más tarde el equilibrio demográfico se había roto de tal manera a causa de las guerras, las enfermedades y las matanzas, que los habitantes indígenas de Sudamérica se habían reducido en 40 millones de personas. En 1652, los 13,5 millones de indios centroamericanos se habían transformado en 540.000. Y en 1692, en el segundo centenario del desembarco europeo en América, la población indígena total superaba apenas los 4,5 millones de habitantes, según datos proporcionados por la organización Survival International.
El derecho regio se antepuso a cualquier legislación consuetudinaria indígena cuando citaba que «la toma de posesión de tierras conquistadas para el soberano español y el derecho de un quinto sobre toda presa y botín o reintegro de gastos que se hubieran hecho con cargo a las cajas reales y la totalidad de lo que fuera tomado, aprisionado o rescatado de los príncipes y monarcas vencidos» eran deberes de los conquistadores.
La gestión de las tierras nuevas y su explotación económica estuvo presidida por la transferencia permanente de recursos hacia la metrópolis, que ya no cesaría durante toda la dominación española, y que continuaría aunque con procedimientos diferentes hasta el presente.
Durante el período 1503 1660 las remesas totales de metales preciosos embarcados desde América hacia España alcanzaban los 181.333 kilos de oro y 16.886.815 kilos de plata según la constancia oficial registrada en los Libros de Cuenta y Razón y Cargo y Data de la Casa de Contratación. Indudablemente, entre esos datos no se cuentan las cargas de los navíos clandestinos que no figuraban en los listados de navegación de la Casa de Contratación, ni las inversiones realizadas por los nobles y burgueses españoles en castillos y mansiones en el propio territorio americano.
Periodo colonial
La estructura de dominación colonial comenzó a consolidarse a partir de las primeras décadas del siglo XVI. A través de la integración territorial se incorporaron al reino español los nuevos dominios bajo una concepción del bajo medioevo: las apetencias del poder político, relacionadas con la creación de un imperio, concordaban perfectamente con la primacía de la expansión mercantil.
El desarrollo, sobre estas bases, significó la destrucción total de las estructuras sociales y políticas que regían la vida de las Naciones e imperios indígenas precolombinos con sus relaciones dinámicas de poder y fuerza y su territorialidad, legislada y administrada. La ruptura total que originó el desconcierto, las diásporas, la indefensión y el aniquilamiento de gran parte de los pueblos indígenas, se consolidó con nuevas legislaciones, administraciones y límites territoriales. Virreinatos, capitanías generales, departamentos, gobernaciones, corregimientos dividieron las tierras en función de las luchas del conquistador, los asentamientos de los colonizadores y, posteriormente, de la explotación de los grandes recursos naturales que ofrecía la región (caucho, tabaco, madera, salitre, frutos exóticos, minerales preciosos) y las actividades agropecuarias. No es verosímil por tanto el eufemismo que que reduce el complejo proceso de conquista y colonización al «encuentro de dos culturas», como sinónimo de intercambio cultural, ocultando la prevalencia total y premeditada de una sobre otra.
La civilización europea no reconoció los valores de los pueblos aborígenes, creando las bases para la prolongación de su sometimiento en siglos posteriores.
Todo el período colonial hispano hasta el desarrollo del proceso de liberación americana, a finales del siglo XVIII y las primeras décadas del XIX, evolucionó reflejando el proceso de transformaciones graduales de las ideas y las estructuras europeas.

El caso norteamericano
En Norteamérica el proceso de conquista y colonización sajón el que prevaleció, finalmente, entre otros intentos tuvo matices distintos. Los primeros colonos llegaron a las tierras del este norteamericano a principios del siglo XVII. Y la primera población colonial fundada en tierras norteamericanas fue Jamestown (en el actual estado de Virginia) en 1607. Tenía aproximadamente 6.000 habitantes, en su gran mayoría ingleses ambiciosos, cuya principal obsesión fue la búsqueda afanosa de metales preciosos, sin detenerse a formar la mínima trama social entre sus pobladores para construir una colonia con visión de futuro. Las guerras con los indios, las enfermedades y los conflictos internos fueron diezmando la población hasta quedar reducidos a mil habitantes en 1624.
La historia oficial norteamericana ocultó este primer paso verdadero en la colonización de aquellas tierras por su similitud de actitudes con la conquista hispana. Los estadounidenses prefieren reivindicar a los anglicanos que llegaron en el buque My Flowers en 1620. Estos puritanos capitalistas, sometidos por la corona británica (bajo la dinastía de los Estuardo) pusieron su pie sobre las nuevas tierras con concepciones distintas, más liberales en lo político y social, con el objetivo de fundar una nueva comunidad alejada de los privilegios monárquicos y el absolutismo que prevalecían en las islas británicas. En los siguientes treinta años se produjeron olas migratorias que fueron poblando la costa Este norteamericana al amparo de leyes bastante rigurosas y sumamente progresistas para la época, en las que se determinaban la separación de iglesia y estado, la libertad religiosa, y el reconocimiento de los derechos indígenas sobre la propiedad de la tierra.
Las tribus del este, hurones, iroqueses, mohicanos se vieron presionados por las costumbres mercantilistas de los colonizadores y las tribus algonquinas no tardaron en transformar sus costumbres: de la agricultura de superviviencia al trampeo para obtener pieles de animales que, una vez descubiertos por los europeos, comenzaron a ser muy valorados. Los indios formaron olas migratorias hacia las zonas de caza y ampliaron considerablemente las zonas de trampeo para comerciar. Pocos años después (durante la primera mitad del siglo XVII) las colonias francesas y holandesas comerciaban fluidamente con los indios. Es más, los comerciantes holandeses llegaron a crear la fábrica más importante de sombreros, basada en pieles, de América del Norte, que marcó el inicio de la moda de la indumentaria en Europa(pieles de castor, nutria, zorro, etc.).
La llegada posterior de diferentes grupos religiosos como los calvinistas o los prebisterianos (que tendrían influencia decisiva en la Conquista del Oeste en el siglo XIX) ensombrecerían ese proceso que había demostrado intenciones aparentes de respeto a las culturas de los colonos y a la de los indígenas.
No por ocultos los datos de la conquista norteamericana son menos representativos de sus crueles consecuencias. A principio del siglo XVII, algunos historiadores atribuyen aproximadamente entre 8 y 10 millones de habitantes indígenas para Estados Unidos, aunque no existe coincidencia en las cifras. Los mismos autores sitúan esa población entre 850 mil y un millón y medio en 1800 (24 años después de haberse proclamado la independencia norteamericana). Enfermedades desconocidas, el deterioro económico y social, las hambrunas, el alcohol, las matanzas y deportaciones acabaron en tres siglos con casi el noventa por ciento de los indios norteamericanos. Y si la etapa colonial fue dura, los años posteriores de expansión de los colonos norteamericanos fueron aún más crueles y disgregadores para los indígenas.
Las Naciones Indias no encajaban en los planes del nuevo Estado independiente. Detrás de una fachada pacífica y respetuosa las olas colonizadoras, apoyadas por fuerzas armadas, fueron ganando territorios hacia el oeste.
A partir de 1780 los trece estados de la Unión (embrión político de lo que serían los Estados Unidos) quedaron libres de indios. Los mahican y los delaware fueron deportados al oeste de los montes Alleghanys; la Nación iroquesa obligada a ceder porciones de sus tierras a los Estados de Nueva York, Pennsylvania y Ohio en 1784. A partir de 1790 se produjo la guerra con los Shawnee como consecuencia de la negativa de éstos a renunciar a sus tierras en beneficio de los colonizadores. Finalmente fueron derrotados y debieron resignar dos tercios de los territorios de Ohio y parte de Indiana.
Los primeros 20 años del siglo XIX el flamante Estado norteamericano seguía conquistando silenciosamente los territorios de la costa atlántica sin contemplaciones con los indígenas.
En 1813 concluye la guerra anglo norteamericana con la derrota británica y el sometimiento de numerosas tribus: los kickapoos, los wyandot, los peoria, los winnebago, los sauk, los cherokees, los creek y los semínolas de la Florida. La mayoría fueron deportados a reservas en Kansas, donde cada sublevación se pagaba con una matanza; otras pueblos huyeron hacia las montañas y pantanos, totalmente desperdigados, para sobrevivir clandestinamente.
Sucesivos presidentes norteamericanos como Monroe o Jackson aumentaron la política de sometimiento y deportaciones de indios. Según explica el historiador Carlo Caranci, «a partir de 1831 se reconoce a las comunidades indias el estatuto de naciones domésticas dependientes en estado de tutela sin soberanía, puesto que se hallaban en territorio estadounidense, con las que el Estado federal puede firmartratados. Pero los mismos serán meros medios de presión para forzarlos a abandonar sus tierras y marcharse al oeste. Centenares de miles de indios son privados de sus tierras y bienes y trasladados al llamado Territorio Indio (actualmente Oklahoma): los choctaw en 1831, los creek en el 36, los cherokees entre el 38 y el 39. No sin haber sido saqueados y vejados previamente por los colonos, ante la pasividad de las autoridades, a lo largo de la Pista de Lágrimas, en la que muchos murieron antes de llegar a su destino».
La evolución del pensamiento liberal del viejo continente, fue ganando terreno durante el siglo XVIII, recortando los poderes absolutos de las monarquías y reclamando la organización más horizontal del poder dentro de la sociedad.
En Europa se desarrolló la propuesta nacionalista que sostenía el derecho de los pueblos a autogobernarse. La concepción de Rousseau, Ferguson, incluso Hobbes, sostenía la identificación del progreso con el avance del Estado, entendido ya no como una determinación divina en manos de los herederos naturales de ese poder omnímodo (absolutismo monárquico), sino como un acuerdo concensual de voluntades semejantes.
Hasta el siglo XIX la colonia en Centro y Sudamérica era ese lugar cercado y seguro que debía rendir cuentas exclusivamente a su metrópoli; parte integrante de un sistema político y económico único y cerrado. A partir de la Revolución Francesa se empezaron a reconsiderar ciertos valores, intocables hasta entonces, como la esclavitud humana, y se abren las puertas hacia el liberalismo económico (propiedad privada, librecambio de mercancías).
La repercusión de esta ideología en las colonias centro y sudamericanas tiene lugar entre finales del siglo XVIII y mediados del XIX. Los españoles residentes y los nacidos en tierras americanas al igual que los mestizos comenzaron a sentir la necesidad de distanciarse de una España decadente y acercarse a un Imperio Británico en auge, proclamador de ideales económicos libertarios contrarios al absolutismo proteccionista. Surgieron entonces en América las revoluciones de los mercaderes, de los pequeños y grandes comerciantes que necesitaban abrir fronteras y eliminar aduanas, impuestos y restricciones comerciales, deslumbrados y presionados por el avance británico.
La transformación americana a cargo de las burguesías locales no implicó el reconocimiento de los pueblos indígenas (ni de los sometidos ni de aquellos que aún habitaban territorios no ocupados por los criollos o europeos). Las nuevas clases dirigentes tuvieron como objetivo continuar la expansión y desarrollo iniciados por sus antecesores españoles monárquicos, bajo el proyecto de organización de los Estados Nación y la búsqueda de sus identidades nacionales, a las que no respondía ninguna característica del ser indígena, de modo que éste no era considerado ser nacional sino un usurpador.
Los nuevos Estados seguían considerando como «territorios desérticos» las zonas habitadas por poblaciones indígenas autónomas y automarginadas de los procesos organizativos de los descendientes de europeos. Los movimientos independentistas que dieron lugar a esas nuevas Naciones sólo reconocían límites en las tierras ocupadas por otros Estados, excepto que una relación de fuerzas favorable o equilibrada permitiera el intento de ocupación de esas zonas.
La legislación de las nuevas Naciones desconocía en la mayoría de los casos las tierras indígenas y si bien reconocía a sus habitantes como integrantes del nuevo país en caso de que los indios aceptaran el nuevo orden vigente , no los consideraba miembros de pleno derecho. La contradicción se hacía más evidente al surgir situaciones de conflicto. Cuando se producía un enfrentamiento bélico entre Estados era considerado una «guerra» que debía atenerse a los principios de la norma internacional; en cambio las luchas entre tribus y Naciones indias contra tropas de ese mismo Estado, eran denominadas «campañas» tendentes a resolver problemas internos, sin arreglo al derecho internacional.
El expansionismo de los nuevos Estados fue el motivo principal para el desarrollo de esas «campañas» por gran parte del continente para ocupar los territorios «vacíos»: la costa atlántica de Centroamérica; el litoral norte de Brasil, parte de la selva amazónica, la selva del Orinoco, la meseta del Matto Grosso; un vasto sector del Chaco; casi toda Colombia (incluido lo que hoy es Panamá) y todo el sur patagónico del continente: a partir del río Bío Bío en Chile y de los ríos Salado y Colorado en la Argentina.
Ese proceso desarrollado a lo largo del siglo XIX respondía también a las necesidades de las metrópolis europeas que experimentaban un giro en sus relaciones de fuerza.
El último tercio del siglo pasado se produjo el Gran Viraje Colonial europeo. A partir de 1870 el mapa del mundo conquistado se reconvirtió. Entre 1876 y 1914 una cuarta parte de los territorios del planeta fueron redistribuidos entre media docena de Estados: Gran Bretaña, Francia, Estados Unidos, Alemania, Bélgica e Italia. Los británicos incrementaron sus posesiones en cerca de diez millones de kilómetros cuadrados; los franceses en nueve millones; los alemanes en dos millones y medio y los belgas e italianos en aproximadamente dos millones. Los Estados Unidos ampliaron sus posesiones externas en cerca de 250.000 kilómetros cuadrados, en su mayoría gracias a la usurpación de territorios mexicanos y a la obtención de antiguos dominios coloniales españoles.
El expansionismo europeo, sin embargo, no se contaba exclusivamente por la superficie de las colonias conquistadas sino en la trasmisión de las ideas que daban lugar a esa expansión. Al mismo tiempo que conquistaban nuevas tierras, establecían lazos de dependencia económica cultural con aquellos países que declaraban su independencia política en América Latina.
El gran avance industrial y comercial del centro de poder europeo necesitaba abastecerse de materias primas y los países latinoamericanos basaban su riqueza en esos recursos naturales. Es así que los territorios conquistados por los ejércitos autóctonos fueron utilizados para la explotación de esos recursos que, en su más amplia mayoría eran transferidos a las metrópolis.
La justificación ideológica de esta nueva conquista tenía puntos diferenciados de la española: se pretendía integrar esos territorios en un mercado mundial capitalista; se imponía la definición de las relaciones con los indígenas a partir del ideario liberal; los conquistados debían ser reconvertidos en ciudadanos (no en cristianos); se exigía, en muchos casos, la anulación de la estructura social precedente para incorporarse individualmente al Estado; se desvalorizaba la cultura autóctona en nombre del progreso (fuertes influencias del positivismo); se promovía la integración forzosa a una nueva estructura social con jerarquías rígidas y relaciones étnicas desiguales y racistas.
Un ejemplo: en 1854 el presidente de la República de Ecuador, José María Urbina, promulgó un decreto sobre las relaciones entre los indígenas que ocupaban el sector oriental del país (selva) y el Estado. En sus considerandos decía:
1? Que es un deber estricto del Gobierno sacar de la barbarie y colocar en el camino de la civilización a las tribus de indígenas que habitan en la parte oriental de la República.
2? Que está asi mismo entre sus esenciales deberes el de fomentar el espíritu de empresa, y procurar que se descubran y se pongan al alcance de los ciudadanos las fuentes de riqueza que abundan en esas regiones.
3? Que para conseguir este doble objeto es de absoluta necesidad dar un régimen de administración pública de la manera más adecuada a las circunstancias peculiares y excepcionales en que se encuentran actualmente esas localidades.
En su artículo 1 el decreto dice: «se incluyen bajo la denominación del Gobierno de Oriente las poblaciones territoriales conprendidas en los antiguos corregimientos de Quijos, Macas y Canelos» (división administrativa colonial). Mientras que en los artículos 2? y 3?, correspondientes al capítulo de las atribuciones del Gobernador, se expone: «Favorecer a los indígenas, y procurar introducir en ellos hábitos de orden y de sumisión a las leyes. Defender los límites de que la República se ha hallado en posesión».
En otros países de numerosa población indígena la legislación sirvió para la desmembración de la vida colectiva.
En Bolivia el presidente Melgarejo decretó en 1866 la abolición de las comunidades de origen, ordenando el reparto de sus tierras individualmente entre los indios. Y ocho años más tarde el gobierno promulgó otra ley complementaria: la de exvinculación de tierras de ayllus (denominación incaica para la división de la tierra según la administración precolombina). Ambas leyes produjeron el traspaso de los terrenos a manos blancas o mestizas; las parcelas que quedaron en poder de los indios fueron rápidamente absorbidas por las grandes fincas o haciendas privadas, permaneciendo los indígenas en sus tierras ancestrales en calidad de sirvientes que recibían una pequeña parcela y, a veces, el permiso para conservar algunos animales.
En 1870, contemporánea a la legislación boliviana, el régimen guatemalteco de Rufino Barrios impuso una ley similar sobre las grandes tierras de la meseta que aún conservaban en administración colectiva las comunidades indígenas. El resultado fue catastrófico para los nativos: muchas de las tierras no registradas fueron vendidas como baldías por el gobierno a grandes hacendados; otras fueron absorbidas o compradas por los latifundistas en maniobras financieras no siempre transparentes.
La ley venezolana sobre reducción, civilización y resguardo de indígenas, del 2 de junio de 1882, declaró «la abolición de las antiguas reservas y todos los privilegios concedidos por la administración colonial. Sólo se reconocen las comunidades indias de los territorios federales de Amazonas, Alto Orinoco y La Guajira». Y apenas iniciarse el siglo XX se cerró el cerco legal. El 8 de abril de 1904, una nueva ley sobre resguardos indígenas dispuso «que las tierras que habían sido propiedad de las comunidades indígenas desaparecidas y las tierras cuyos títulos de propiedad no pudieran ser debidamente establecidos pasarán a poder de la Nación (…)»
Esta política fue aplicada con matices menores y adaptada a la circunstancias territoriales, en cada país, en toda Latinoamérica. Y produjo el creciente aniquilamiento, bajo cobertura legal gubernativa, de aquellas Naciones indígenas que se negaban a integrarse en el nuevo sistema o a desalojar las tierras «vacías».
Las peores matanzas organizadas sistemáticamente fueron las producidas en Argentina, Chile, Uruguay y Paraguay. El proyecto autárquico y autoritario impuesto en este último país en la segunda mitad del siglo XIX llevó a una guerra, denominada de la Triple Alianza, que lo enfrentó a Brasil, Argentina y Uruguay, aliados que contaron con la asistencia de Gran Bretaña en base a suministros y préstamos financieros. Las masacres indígenas de tribus guaraníes, tobas, guaycurúes, mocovíes y matacos, entre otras, permitió no sólo liberar la región del Chaco para su explotación (forestal fundamentalmente) sino también aplastar las intenciones autonómicas proteccionistas del Paraguay y abrirlo al librecambismo. Pocos años después los gobiernos de Argentina y Chile llevaron adelante la Campaña al Desierto (tierras ocupadas por Naciones Mapuches en el sur de ambos países). Las sucesivas incursiones duraron aproximadamente 15 años y, en términos de vidas humanas, tuvieron un costo oficial de más de 70.000 indios. Durante esa época el científico inglés Charles Darwin investigaba en tierras patagónicas y describió así las persecuciones contra los indios: «Siéntese profunda melancolía al pensar en la rapidez con que los indios han desaparecido ante los invasores. Aquí todos están convencidos de que ésta es la más justa de las guerras ?Quién podría creer que se cometan tantas atrocidades en un país cristiano y civilizado? Creo que dentro de medio siglo no habrá ni un sólo indio salvaje al norte del Río Negro» (del libro «Viaje de un Naturalista Alrededor del Mundo»).
Esa campaña forjó el latifundismo argentino. El gobierno y los terratenientes realizaron un gran negocio; la adjudicación y venta de tierras. Las aristocráticas familias de Buenos Aires y representantes de latifundistas extranjeros tuvieron prioridad para comprar grandes extensiones de tierras en la zona de Río Negro y Neuquén (más tarde se trasladaron a las provincias australes de Chubut y Santa Cruz), donde pagaron 0,16 centavos por cada hectárea. Quince años después del término de la «Campaña», es decir a finales de siglo, cada hectárea costaba 400,00 pesos. Las más grandes fortunas y familias de raigambre argentina nacieron como consecuencia de estas operaciones.
En el resto de Latinoamérica las represiones sistemáticas estuvieron dirigidas a los núcleos indígenas resistentes; a los más remisos a asimilarse al nuevo sistema, que tenía reservada para ellos una situación de servidumbre esclavizante. Su papel sería el de mano de obra libre sin ninguna legislación que los amparase, ni en lo laboral ni en lo social.
La Conquista del Oeste norteamericano
Estados Unidos intensificó durante el último cuarto del siglo XIX, superada la Guerra de Secesión, todo el «lento» expansionismo hacia el oeste que le había permitido un crecimiento continuado desde la declaración de su independencia. Este último período fue el más cruente de la persecución indígena: lo que más tarde la historia oficial norteamericana llamaría la Epopeya de la Conquista del Oeste.
En 1860, entre los 31.400.000 de norteamericanos blancos y el océano Pacífico se interponían centenares de miles de indios agrupados en diferentes naciones. Treinta años más tarde, los dos océanos estaban unidos bajo la jurisdicción de un mismo Estado habitado por 62.700.000 habitantes, en su mayoría inmigrantes extranjeros dispuestos a vivir en las tierras expoliadas a los indígenas.
Los recursos para expulsar a los indios de sus tierras no ofrecieron demasiados reparos y contradijeron claramente los preceptos legales y morales que sostenían la ideología del nuevo Estado.
La base del sustento de las grandes naciones indígenas de la pradera era el búfalo; su matanza deliberada, indiscriminada y dirigida ofuscó a muchos de esos pueblos que se lanzaron desesperadamente a una batalla final por la supervivencia. Los datos de esa sorda guerra oficial son elocuentes: en 1830 existían cerca de 75 millones de búfalos diseminados en la vasta pradera central norteamericana; veinte años más tarde quedaban 50 millones. En 1883 se los había declarado una especie en extinción (sólo en 1870 se abatieron más de un millón de animales).
Las matanzas de indígenas ante la resistencia a ceder sus tierras tampoco ofrecieron reparos oficiales. Primero fueron los sioux en 1862 quienes se negaron a abandonar los territorios de Minnesota y las Dakotas y poco después los cheyennes, quienes quedaron reducidos a unos grupúsculos luego de las matanzas de Sand Creek, en 1865 y la de Washita River, nueve años más tarde, dirigida por el general Custer.
El desequilibrio era tan grande y la desproporción del enfrentamiento entre las tropas estatales y los indios tan mayúsculo, que en 1876 sioux y cheyenes, haciendo el más grande esfuerzo de concordia, pudieron formar un ejército de 2.000 guerreros. La historia estadounidense recuerda como el gran desastre de su ejército frente a los indios la derrota de Little Big Horn, en la que murieron 260 soldados del general Custer.
En 1886, Gerónimo, jefe de los apaches chiricahuas, huía por tierras de Nuevo México desde hacía tres años dándole jaque a varios regimientos que le perseguían sumando una tropa conjunta de 5.000 hombres. Los indios eran 25, con sus mujeres y niños. Finalmente fueron atrapados 18.
En 1889 se cerró el último acto de aquella conquista difundida tendeciosamente, medio siglo después, a través del cine y la televisión. El llamado Territorio Indio, fue convertido por el gobierno Norteamericano en el Estado de Oklahoma. En esa tierra malvivian, harapientos y muertos de hambre, 75.000 indios deportados de diferentes regiones. El 22 de abril de aquel año, y en sólo 24 horas vieron invadidas esas tierras deprimidas y secas por 50.000 colonos. Las reservas que les asignó el gobierno estadounidense eran semejantes a corrales de hacinamiento.
PARTE II
Siglo XX: El olvido
A finales del siglo pasado y primeras décadas del presente comienza una «tercera conquista» de los indígenas americanos. En esta oportunidad, estabilizadas las condiciones políticas y divisiones territoriales en lo que respecta a sus distribución entre los Estados de la región latinoamericana, el peso de esta nueva colonización quedó relegado a la acción privada, con el apoyo jurídico que le otorgaban las nuevas legislaciones, frente a la indefensión de los indios y el olvido del cuerpo social.
Los territorios conquistados el siglo anterior a los mapuches, en Argentina y Chile, permitieron la explotación agroganadera de aquellas tierras a través de empresas textiles y frigoríficas importadoras de carnes y cueros de Gran Bretaña (Swift, Westley, etc.); también compañías inglesas se hicieron con vastos territorios de Paraguay, Argentina, Brasil y Uruguay para la explotación forestal indiscriminada en el hábitatocupado por las Naciones indígenas del Chaco y la Baja Amazonía.
Después del invento de los neumáticos por John Dunlop, en 1808, el caucho pasó a ser el oro blanco de la selva sudamericana. En el norte de la selva amazónica (abarca territorio colombiano, peruano y brasileño) la fiebre del caucho provocó masacres silenciadas. Un aterrador testimonio del norteamericano W. Handenburg, registrado en 1.909, pone de manifiesto la magnitud del genocidio «(…) Los agentes de la Compañía obligan a los pacíficos indios del Putumayo a trabajar día y noche, sin la más mínima recuperación salvo la comida necesaria para mantenerlos vivos. Les roban sus cosechas, sus mujeres, sus hijos. Los azotan inhumanamente hasta dejarles los huesos al aire… Toman a sus hijos por los pies y les estrellan la cabeza contra los árboles y paredes… Hombres, mujeres y niños sirven de blanco a los disparos por diversión y en oportunidades les queman con parafina para que los empleados disfruten con su desesperada agonía (…)».
Estas acciones repetidas en el resto de América Latina, contaban con la permisividad oficial ya sea por acción, protegiendo la actividad de esas empresas que significaban «progreso» o por omisión, puesto que esas poderosas compañías extranjeras suplantaban la capacidad represiva oficial en lugares alejados y contribuían a mantener la unidad territorial formal.
El pensamiento antiindio se hizo doctrina oficial en la Argentina del siglo XX, justificando el genocidio, el destierro y el saqueo. En un libro de geografía, aprobado como texto escolar por el Ministerio de Educación, y escrito en 1926 por el profesor Eduardo Acevedo Díaz, se podía leer (…) «La República Argentina no necesita de sus indios. Las razones sentimentales que aconsejan su protección son contrarias a las conveniencias nacionales».
En el presente siglo la lucha por las tierras indias quedó relegada a pocos núcleos resistentes de hecho, a la supervivencia de comunidades indígenas en regiones improductivas o la asimilación al sistema productivo del país en cuestión. En este último caso los indios era tratados como personas marginadas de una legislación laboral ya de por sí escasa e injusta para los intereses del trabajador. Por lo general el indio realizaba tareas agrícolas y, según especifica un Informe de la Organización Internacional del Trabajo realizado en 1953, las condiciones de la labor eran las siguientes: «(…) el terrateniente facilita al indio una parcela de su propia tierra (generalmente difícil de trabajar por su infertilidad o desnivel de relieve) y también semillas, abonos y herramientas y, para cubrir sus necesidades, le anticipa dinero para cuya devolución se le exige un pago en especie a un tipo de conversión que determina el propietario. De este modo se abre ‘una cuenta en especie’, lo que da lugar a una situación de dependencia debido a la acumulación de las deudas, que a menudo obliga al trabajador indígena a permanecer indefinidamente al servicio del terrateniente».
Un ejemplo claro de esta situación, repetida en la mayoría de los países de Latinoamérica, fue el México prerevolucionario. Al final de la dictadura de Porfirio Díaz, el uno por ciento de la población poseía el 70 por ciento de las tierras laborables del país: en el Estado de Chihuahua una sola familia se consideraba dueña de 4.956.000 ha; en tanto el Estado de Hidalgo se lo repartían tres familias.
En Perú las formas esclavizantes de trabajo se mantuvieron de hecho legalmente hasta 1969. Un informe elaborado 15 años antes daba cuenta de las dos modalidades de tenencia de la tierra de los indígenas: el colonato y el yanaconaje, este último heredado de la colonia española 400 años antes. El yanacón o yanacona, según una Comisión de Expertos en Trabajo Indígena de la década de los cincuenta, «es un trabajador que tiene dos contratos: uno que lo compromete a prestar servicios en la hacienda como trabajador estable y otro por el que recibe un pedazo de tierra para cultivarla por su cuenta. Este segundo es de arrendamiento o aparcería. Si el indio recibe la tierra en arrendamiento a merced conductiva puede pagarla en dinero, aunque es más usual que lo haga en productos que el mismo principal señala en cantidad fija».
La integración mundial creciente en este siglo, fundamentalmente relacionada con aspectos económicos, ha transformado negativamente la vida de los indígenas latinoamericanos, prolongando su desintegración como pueblos y su degradación en la escala social. Los grandes proyectos de progreso de los gobiernos latinoamericanos fueron conducidos por la senda liberal que confiaba el control de los sectores básicos de su economía a grandes empresas multinacionales extranjeras.
En el terreno de la energía un ejemplo flagrante fue la Guerra del Chaco (enfrentó a Bolivia y Paraguay en 1932 1935 por reivindicaciones territoriales) motivada por intereses particulares de dos empresas petroleras contendientes, La Royal Dutch Shell y la Standard Oil, que pretendían lograr mejores posiciones negociadoras y mayores parcelas en los yacimientos de hidrocarburos. La mayor parte de las víctimas de esa sangrienta guerra fueron indios.
En Guatemala, los yacimientos controlados por la Texaco y Amoco Oil eran custodiados por los propios militares guatemaltecos que aún ejercen la represión indiscriminada contra los trabajadores indígenas. En las mismas tierras indias de Alta Verapaz fue encontrado níquel cuya explotación quedó en manos de la INCO y la Hanna Minning Co., empresas que provocaron la expulsión de los indios bajo el fuego de un ejército privado que, en 1978 causó la matanza de más de dos centenares de nativos. Similares acciones se produjeron/producen en otros países con la explotación de otros recursos naturales, como el petróleo en Perú, Venezuela, México y Ecuador; el cobre en Chile; el estaño en Bolivia; el oro en Brasil; las esmeraldas y el café en Colombia, entre muchos otros. Pero el ejemplo que ha tenido mayor relevancia en el continente es el de la empresa United Fruit Company, cuyo poder se extiende desde principios de siglo por Colombia, Ecuador, Panamá, Costa Rica, Honduras, Nicaragua y Guatemala, creando un Estado dentro de otro mayor, incluso con el poder manifiesto para derrocar presidentes, conducir la economía, decidir sobre infraestructuras y modificar a su antojo las condiciones legales y sociales de esos países. Esta empresa poderosa redujo a la explotación esclavista a gran parte de los trabajadores indígenas que cosechaban los frutales que exportaba; y tenía libertad para reprimir cualquier intento de protesta o para ejecutar «traslados forzados» de indígenas hacia reductos similares a campos de detención, disimulados bajo formas laborales.
No resulta extraño este tipo de comportamiento de empresas que teóricamente deberían respetar las leyes del país en el que se asientan. Las legislaciones de inversiones extranjeras en los países latinoamericanos no existían o cuando, a lo largo del siglo, se fueron decretando, tenían un alto índice de permisividad para la instalación y gestión foráneas dentro de cada país. Todo aquello que no pudiera ser conseguido a través de la legalidad vigente, claramente favorable a sus intereses, era logrado a través de la corrupción de las autoriades locales o la presión política económica, ejercida desde las empresas centrales o las propias autoridades nacionales norteamericanas o europeas.
La explotación del indio como ideología medieval, fue abolida en la Argentina en 1949, en Bolivia en 1952 y en Perú en 1968; en Colombia, Ecuador y Brasil, la presión internacional ha favorecido el impulso de un proceso de recuperación y delimitación de tierras y derechos indígenas, aún escaso, entre 1991 y 1993. En tanto otros países como México, Ecuador y Chile, por ejemplo, siguen sin definición clara sobre el tema.
El concepto de «Nación dentro de otra Nación», base ideológica para la organización de comunidades indias en los Estados actuales, no ha sido nunca aceptada por los países latinoamericanos como una especie de autonomía política, administrativa y cultural que permitiera la conservación o recuperación de sus viejos valores.
En el trascurso de las décadas de los 60, 70 y 80 los procesos dictatoriales que asaltaron el poder en la mayor parte de los países del subcontinente, adoptaron la Doctrina de Seguridad Nacional como pieza clave de la represión militar que ejercían sus propios ejércitos nacionales contra rebeliones internas al orden establecido. El fantasma del enemigo comunista, tan relevante durante la Guerra Fría, fue agitado por una de las potencias en litigio (Estados Unidos) para controlar el continente y adaptarlo a sus necesidades políticas y económicas.
La falta de arraigo nacionalista evidenciado por las comunidades indígenas y por los propios ciudadanos indios asimilados, produjo la desconfiaza y sospecha permanente de las autoridades dictatoriales. En Chile, cada movimiento de las reservas mapuches del sur fueron contestados con incursiones del ejército chileno, comandado por general Pinochet, con saldos que superaban las centenas de muertos. En esas tierras el proyecto hidroeléctrico del alto Bío Bío, que amenazaba sumergir las zonas destinadas a seis comunidades indígenas, fue tomado como una prioridad de infraestructura del país.
Durante los años 70 cerca de 3.600 km2 de territorio fronterizo brasileño correspondiente a comunidades indias del Amazonas, pasaron a control militar por «razones de seguridad», dando ingreso posteriormente al área a empresas extranjeras para explotar recursos naturales. Durante la dictadura argentina (1976 1983) la campaña «marchemos hacia la frontera«, llevada a cabo por el general Domingo Bussi para reforzar el espíritu nacionalista, puso en tela de juicio el «nacionalismo» de los mapuches ubicados en la provincia de Neuquén, sistemáticamente hostigados por esta causa.

Presente de aislamiento y marginacion
La ideología del olvido, la sospecha, la marginación social y económica, el rechazo racista y la represión violenta de las comunidades indígenas persiste en América Latina, según se deduce de los numerosos estudios sobre sus condiciones de vida, realizados por entidades oficiales, religiosas, organizaciones no gubernamentales y organismos internacionales: la mayoría coincide en afirmar que la situación es depobreza extrema, con destrucción del tejido social, marginación creciente y nulas posibilidades de integración colectiva o reconocimiento de su cultura singular. Aisladas, sin posibilidades económicas, sobreviven mediante el desarrollo de actividades informales, carentes de cobertura sanitaria y educacional. En los países andinos constituyen la gran mayoría postergada de la población, desintegrados del país oficial, soportando estructuras sociales discriminatorias y relegados en muchos casos a las tierras altas de los valles andinos o a la ceja de selva amazónica (cultivo y comercio de hoja de coca). En Guatemala están sometidos al terror ejercido por un ejército que se ampara en la represión antiguerrillera para cometer masacres que no trascienden a los medios de comunicación. Los hijos de indígenas guatemaltecos reciben generalmente un año y medio de educación en contraste con los cinco años de promedio que alcanza el resto de la población infantil.
Los trabajadores indios del continente reciben, como media, un salario equivalente al 60 por ciento del sueldo que cobran trabajadores de otras etnias por igual tarea y tiempo empleados.
Los cambios demográficos y sociales y el desarrollo tecnológico han sido la causa de numerosos cambios en la economía que obligaron a grandes migraciones internas de los indígenas hacia las ciudades del continente. La tareas agrícolas fueron perdiendo peso en el aparato productivo y su rendimiento se hizo cada vez más escaso originando el traslado de hábitat para sobrevivir, con la consiguiente pérdida designos de identidad que ello supone.
De acuerdo con un estudio realizado por la organización no gubernamental Survival International, «Los quechuas se ven obligados a dejar sus tierras y dirigirse a las ciudades donde la única opción para las mujeres es vender sus productos y para los hombres trabajar como porteros y obreros mal pagados. Sus antepasados murieron en las minas de oro y plata como esclavos de los españoles y hoy las cosas han mejorado poco, pues sus vidas están reducidas al servilismo y a la pobreza en los barrios marginales de las ciudades».
En la Amazonia que comparten Brasil, Perú, Ecuador, Colombia, Venezuela, Guyana y Bolivia perviven todavía grupos indígenas que conservan su estructura primitiva aunque fueron reducidos por las incursiones violentas de los colonos o los explotadores de minerales.
Según un informe del Consejo Económico y Social de Naciones Unidas «Los indios yanomamis están agonizando en Brasil, ya que el gobierno impide que lleguen hasta ellos los servicios médicos adecuados. Los yanomamis son el grupo indio más nutrido que todavía vive en América del Sur relativamente aislado de las comunidades no indias. Este grupo constituye en Brasil una población de 9.000 a 10.000 indios, en el Estado de Roraima. Su situación ha experimentado un acusado deterioro y numerosos yanomamis han muerto a causa de las enfermedades y la violencia desatada por los cerca de 50.000 buscadores de oro que invadieron su territorio».
La tribu nambiquara («orejas largas» o «agujero en la oreja»), formada por nómadas, cazadores y recolectores, vivía libremente en la sabana brasileña hasta la decisión del Estado central de abrir una supercarretera que atravesara sus tierras en 1960. Durante los últimos 30 años los nambiquara han sufrido la marginación en reservas reducidas, un aumento considerable de su mortandad a causa de los asesinatos de colonos y madereros que incursionan en su zona, la desnutrición y afecciones como fiebre tifoidea y amarilla. A inicios de la década de los 90 habían quedado reducidos a 1.200 habitantes.
Mayor éxito tuvo el grupo indígena amazónico kayapó que en 1989 logró resistir en base a un programa de protesta internacional liderado por organizaciones no gubernamentales y medios de comunicación, un plan de construcción de embalses en sus tierras que hubiesen anegado un territorio equivalente a una vez y media la superficie de Gran Bretaña.
Similares dificultades viven otros pueblos que pretenden preservar sus formas de vida comunitaria: los wichi, en medio de la selva del Chaco argentino, han sido invadidos por colonos criadores de ganado que manejan la ley y la justicia en función de sus intereses, llegando al asesinato para resolver los contenciosos. Los rarámuris (pies veloces) habitantes de las montañas del oeste mexicano deben enfrentarse a los colonos y a la política oficial, ya que en 1989 el Banco Mundial concedió un crédito de 45 millones de dólares a México para la explotación forestal en el Estado de Chihuahua. Las talas han reducido sistemáticamente, año a año, la superficie de su zona vital con el peligro de su extinción como etnia.
En Costa Rica, cerca de cuatro mil indígenas huaynines viven en la frontera con Panamá y por tanto, ante la duda de su ubicación, el gobierno costarricense les niega la nacionalidad; cuestión que se repite en el caso del gobierno panameño. Como consecuencia de este simple problema burocrático los indígenas no tienen derecho sobre sus tierras porque no pueden acreditar su nacionalidad costarricense y tampoco reciben los beneficios de la Asistencia Social y la atención médica que la legislación de ese país centroamericano ofrece gratuitamente a todos sus habitantes.
Una de las pocas comunidades que han logrado conciliar los intereses nacionales y trasnacionales con los suyos propios son los Kuna, grupo indígena (el tercero de Centroamérica en población) habitante del istmo de Darién en el archipiélago del Golfo de San Blas, en la costa atlántica panameña. El aislamiento fue su mejor aliado para conservar entre los islotes sus costumbres y estructura social. Cuando los intereses norteamericanos favorecieron la independencia de Panamá de Colombia para poder llevar adelante la obra del canal interoceánico, el territorio Kuna recibió protección norteamericana para evitar la recuperación colombiana. Actualmente, los kuna continúan viviendo en sus 375 islas invadidos por los turistas y la infraestructura de trasporte, comunicaciones y servicios. Tampoco han podido escapar a la depauperada economía que el país centroamericano tiene reservada a sus sectores sociales más bajos, los cuales buscan refugio en un circuito comercial marginal, sumergido. Una situación repetida en toda la región como consecuencia del subdesarrollo y las relaciones intrínsecamente injustas en que está sumida.
Las acciones de los gobiernos americanos para solucionar lo que generalmente llaman el «problema indio» dependen de la trascendencia internacional de la situación de sus comunidades o ciudadanos indígenas, el perjuicio político que provoquen, o los grupos de presión internos que actúen para concienciar a la opinión pública. El movimiento indigenista ha logrado tomar una tenue iniciativa, a partir de 1970, como respuesta y resistencia activa a su constante deterioro, explotación y olvido intencionado. Los gobiernos americanos, sin embargo, tienden a ocultar, silenciar la vida marginal de los indígenas y a mantener un orden opresivo plenamente justificado desde el poder, mediante el cual minorías/ mayorías blancas someten económica y socialmente a las mayorías/ minorías indígenas.
ANEXO I

Un modelo de genocidio: Argentina La conquista del desierto
La denominada Conquista del Desierto en Argentina, llevada a cabo durante el último tercio del siglo XIX, tuvo como misión eliminar definitivamente la línea fronteriza impuesta como un cordón de seguridad cortando el mapa de la Argentina a la altura del sur de la provincia de Buenos Aires, La Pampa y Neuquén. Ese paralelo imaginario dejaba cautiva, en poder de los indígenas, toda la Patagonia y las zonas más productivas del centro del país (la región Pampeana). Su presencia impedía el desarrollo del ferrocarril, las explotaciones mineras (carbón), forestales (bosques de coníferas), agrícolas y de ganado ovino, sectores sobre los que tenían especial interés las empresas británicas.
Más allá de las grandes civilizaciones de la llamada América Nuclear, que abarcaba todo el territorio encerrado entre los trópicos, al sur de Cáncer vivían numerosas naciones con un grado menor de avance cultural. En el noroeste argentino y chileno y el sur boliviano estaban asentados los atamaqueños, los omaguacas, y los diaguitas, tribus incorporadas al Tahuatinsuyo (Imperio Inca). En la región del Gran Chaco (noreste de Argentina, Paraguay) los guaycurú era la nación más importante dividida en grupos: los mbayá, los caduveo, los guaraníes, los matacos, los payaguá, los mocovíes y fundamentalmente los tobas. Más al sur, en territorios de lo que hoy es Uruguay se asentaban las tribus charrúas. En el centro de Argentina, sanavirones y comechingones se repartían las sierras y los huarpes la precordillera mendocina. La región pampeana estaba habitada por una de las naciones más importantes del subcontinente, los araucanos, dividida a su vez en numerosos grupos étnicos entre los que destacaban los mapuches, los ranqueles, los puelches y los tehuelches. En el extremo sur del continente, al sur de la provincia Argentina de Santa Cruz y en la isla de Tierra del Fuego, ejercían su particular cultura del frío, las tribus ona, alacaluf y yaghan. Este resumen étnico puede ser sorprendente para muchos europeos que creían que la Patagonia era un territorio deshabitado. Todas esas naciones fueron literalmente arrasadas por los ejércitos argentinos durante el siglo XIX.
Durante la década de 1830 a 1840, el caudillo de Buenos Aires Juan Manuel de Rosas realizó varias incursiones hacia el «desierto» para intentar aislar a las tribus de indios puelches y ranqueles. Tribus nómadas sin localizaciones específicas, inventoras de la «guerra de guerrillas», sus ataques se producían en grupos reducidos, llamados malones, que lograban sembrar el pánico entre las poblaciones fronterizas.
En mayo de 1832 el general Rosas comienza su primera incursión hacia el suroeste, en dirección a las provincias patagónicas de Río Negro y Neuquén. Cuatro meses más tarde el diario de Buenos Aires la «Gaceta Mercantil», daba a conocer los resultados de la breve campaña: «3.200 indios muertos, 1.200 prisioneros de ambos sexos».
A principios de los años 40 la campaña se cierra con más de 8.000 indios muertos y un avance importante sobre sus territorios de la línea de fortines fronterizos.
Los conflictos internos y la lucha de intereses por el poder en la Argentina que recién nacía postergaron el golpe final por el cual abogaban los miembros del Club del Progreso de Buenos Aires, cuyos integrantes formaban las ricas familias oligárquicas descendientes de los españoles. Entre ellos habían militares deseosos de gloria sobre la base de una nueva epopeya; terratenientes avariciosos que habían esculpido la frase «no hay negocio como el de las tierras, en una nación jóven», y financistas y banqueros deseosos de otorgar nuevos créditos a tasas módicas para engrosar sus capitales.
En 1877 asume la presidencia de la Nación Argentina el doctor Nicolás Avellaneda un liberal honrado que cogió a un país con ganas de salir adelante pero con una carga de deuda externa generada durante a presidencia anterior de Domingo Sarmiento (con la banca, empresas y particulares ingleses, preferentemente) que le hizo profetizar: «nuestro país pagará sus compromisos externos hasta la última gota desangre del último argentino». Desde luego, en la mente de Avellaneda los primeros litros de ese plasma salvador debían recaudarse de venas indias. Inmediatamente nombró ministro de Guerra a un jóven y aristocrático general de 34 años, Julio Argentino Roca, de reconocida militancia antiindia y con un importante antecedente en su hoja de servicio: varias batallas ganadas seis años antes en la Guerra del Paraguay o de la Triple Alianza (Brasil, Argentina y Uruguay contra Paraguay), en la que el presidente argentino Bartolomé Mitre financió una matanza premeditada de indios y mestizos con capitales de la banca Baring Brothers de Londres.
Roca inicia los preparativos de la Campaña al Desierto en 1878. Algunas columnas de soldados partieron hacia el sur como operativo de ablandamiento de la gran andanada. Volvieron con 4.000 indios prisioneros: hombres, mujeres, niños y ancianos. Muchos de ellos murieron en campos de reserva.
Las incursiones fueron minando paulatinamente la resistencia de indios que tenían pocas posibilidades de sobrevivir si sus costumbres sociales se veían amenazadas, si no disponían de tiempo para la caza y la recolección, mientras guerreaban, ni podían dar seguridad a sus familias. Sin embargo ninguno de ellos estaba dispuesto a rendirse. Namuncurá y Pincén, dos de los caciques araucanos más prestigiosos se dispersaron en los montes con cien guerreros cada uno para atacar por «montoneras» (pequeños grupos que actúan por sorpresa) a los hombres blancos y resistir hasta las últimas consecuencias.
En abril de 1879 el general Roca inicia su expedición desplegando en abanico a más de 6.000 hombres muy bien pertrechados y apoyados por artillería. Más de 150.000 indios inician una triste retirada; un éxodo en dirección al Neuquén.
El informe final que el general Roca ofreció al Congreso sobre esa campaña dice que «14.172 indios fueron reducidos, muertos o prisioneros (algunos historiadores elevan esa cifra a 35.000). Seiscientos indígenas fueron enviados a la zafra en Tucumán.

Los prisioneros de guerra fueron incorporados (forzosamente) al Ejército y la Marina para cumplir un servicio de seis años, mientras que las mujeres y los niños se distribuyeron entre familias que las solicitaban (para servicios domésticos o adopción forzada) a través de la Sociedad de Beneficiencia».

En 1881 Roca inicia la segunda fase de exterminio ilegal en la provincia del Neuquén, puesto que el Congreso le había autorizado, a través de una ley (número 947) a perseguir a los indios solamente hasta la frontera reconocida de los ríos Limay y Neuquén «y no más allá». En marzo de 1881 el general Villegas partía con tres brigadas de infantería, cuatro regimientos de caballería y una sección de artillería hacia el lago Nahuel Huapi (Cabeza de Tigre, en araucano). La huida de las familias indias (sólo opusieron resistencia los caciques con grupos selectos de guerreros) transformó la expedición gloriosa en un auténtico saqueo. Después de matar 45 indios y de tomar 150 prisioneros, las huestes del ejército argentino se alzaron con 6.500 cabezas de ovinos, 1.700 vacas y 2.300 caballos, rapiñados a las tribus en fuga. Las batallas siguientes al pie de la Cordillera de Los Andes, pusieron de manifiesto el desequilibrio existentes: 345 indios muertos y 1.720 prisioneros. Entre las fuerzas nacionales se registraron 17 muertos y 21 heridos.
En términos de vidas humanas la conquista del Neuquén tuvo un costo oficial de 55.000 indios.
Datos demográficos
Actualmente la población indígena latinoamericana se eleva aproximadamente a 40 millones de personas (varía según fuentes oficiales y movimientos indigenistas). Los países andinos de Sudamérica (Chile, Bolivia, Perú y Ecuador) junto a Guatemala y México concentran los grupos mayoritarios. En tanto en la selva amazónica sobreviven aproximadamente unos 250.000 indígenas.
Un detalle más exacto acerca estas cifras:
País Indígenas Porcentaje s/población total
Argentina: 350.000 1,1
Belize: 15.000 8,5
Bolivia: 5.000.000 68,5
Brasil: 250.000 0,2
Chile: 1.000.000 7,6
Colombia: 500.000 1,5
Costa Rica: 30.000 1
R. Dominicana: 2.000 8
Ecuador: 4.100.000 38,7
El Salvador: 500.000 9,5
Guayana Fr.: 4.000 4,4
Guatemala: 5.300.000 57,6
Guyana: 40.000 4,9
Honduras: 245.000 4,8
México: 12.000.000 13,5
Nicaragua: 150.000 3,8
Panamá: 140.000 5,8
Paraguay: 100.000 2,3
Perú: 9.300.000 43,3
Surinam: 15.000 3,6
Uruguay: 400 0,01
Venezuela: 300.000 1,5
Fuente: ONG Survival Internacional; IEPALA (Instituto de Estudios Políticos para América Latina y Africa).
Bibliografía
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«Caballos contra Jaguar La extraordinaria conquista de las fieras de indias»; Emilio García Merás; Kaydeda Ediciones, Madrid; 1988.
«Dos mil años de economía española», Pedro Voltes; Planeta, 1988
«Cinco siglos de legislación agraria en México»; Manuel Fabila (director de colección); México, 1941.
«Poblaciones Indígenas»; informe de la Organización Internacional del Trabajo, 1953.
«Indigenous People International Year 1993»; Centre for Human Rights United Nations, 1993.
«Historia Social del Ecuador» tomo III; Piedad Peña Herrera de Costales y Alfredo Costales Samaniego, Quito, 1963.
«Las revoluciones hispanoamericanas 1808 1826»; John Lynch; Editorial Ariel; 1976.
«Abi Yala Tierra, nuestra libertad»; Intermon, 1977.
Artículo «Aborígenes Condenados al olvido»; revista El Periodista de Buenos Aires N?15; Carlos Ares, Adriana Bruno y Cecilia Mosto; 1984.
«Multinacionales en Latinoamérica»; Nelson Martínez Díaz; colección Historia 16, 1985.
«El Oeste Americano»; Carlo Caranci, Historia 16; 1985.
«Historia de Estados Unidos»; Carl N. Degler; Editorial Ariel;
1986.
«Conquista de Norteamérica»; Manuel Ferrer, Sylvia L. Hilton,
Pedro Vives; Historia 16; 1985.
«La Santa Federación» 1840 1850; Andrés Carretero; colección
Memorial de la Patria; Ediciones La Bastilla, Buenos Aires; 1979.
Informes e investigaciones de la ONG Survival International.
Autor:
Osvaldo Leboso

 

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