Actualmente, con respecto a los problemas fundamentales del hombre, estamos tanto o más ignorantes que el hombre que pintaba en las cuevas de Altamira. Por esta razón nosotros nos seguimos haciendo una serie de preguntas, tales como ¿quiénes somos?, ¿de dónde venimos? o ¿a dónde vamos? Las distintas religiones, en distintas épocas, han tratado de solucionar estos interrogantes. Pero es obvio de que, en nuestro mundo cotidiano, nuestra conciencia está adormecida. Pero hay unas cuantas preguntas que cada uno de nosotros nos seguimos haciendo: ¿Existe un Infierno? ¿Existe un Cielo? ¿Volvemos de nuevo a este mundo? ¿Se diluye todo cuando morimos? Nuestra conciencia, ¿se pierde en la nada? ¿Vamos a algún lugar a superar algún tipo de prueba? Ante esto, se ha extendido una teoría sobre la posibilidad de que retornemos a este u otros mundos. Es una posibilidad filosófica que no es una idea nueva. Muchas antiguas culturas y civilizaciones, hasta donde conocemos, vieron la posibilidad de la reencarnación como algo factible. Algunos filósofos y esotéricos, como Gérard Anaclet Vincent Encausse, más conocido como Papus, H.P Blavatsky, Annie Besant, Jorge Ángel Livraga, o Rudolf Steiner, entre otros, han escrito sobre este tema. Para escribir este artículo me he basado en sus escritos. Los antiguos egipcios también creían que los hombres se podían reencarnar. Todo hombre cuando moría tenía que pasar una prueba que transcurría en el Aduat. El Aduat, una suerte de purgatorio, era un lugar donde se pesaba el corazón del difunto en una balanza, y se le hacía una serie de preguntas a las que debía contestar. Aquellos que eran suficientemente sutiles en sus respuestas podían llegar al Amen-Ti, o la Tierra de Amón, el lugar mágico dónde cada uno encontraba lo que quería encontrar. En los Textos de las Pirámides se consideraba a Amón una deidad del aire, pero más tarde se le asoció a Ra, dios de Heliópolis y divinidad solar, bajo el nombre de Amón-Ra, convirtiéndose en la principal divinidad de la religión egipcia. Los faraones adoptaron el título de “Hijo de Ra” (Sa-Ra). La Tierra de Amón era el lugar maravilloso donde los lotos no se cierran jamás, donde las barcas no se hunden, donde los besos no se traicionan, donde los alimentos no se corrompen, donde las palabras no se pierden, donde todos los hombres tienen el don de lenguas y se entienden. Pero aquellos que, careciendo de esta fuerza espiritual, quedaban presos en las ansias de volver a la tierra, no podían pasar el Aduat y tenían que regresar otra vez a las experiencias terrestres.
En el Bhagavad Gita podemos leer: “El espíritu nunca tuvo la necesidad de nacer. El espíritu nunca cesará. Nunca existió en el tiempo ni dejó de existir. El principio y el final son simples sueños“. Por otro lado, la reencarnación es la creencia consistente en que la esencia individual de las personas, ya sea mente, alma, conciencia o energía, adopta un cuerpo material no solo una vez sino varias, según va muriendo. Esta creencia aglutina de manera popular diversos términos, tales como metempsicosis, que viene del término griego meta, después, y psyche, espíritu o alma. También incluye la transmigración, o migrar a través de, así como la reencarnación, volver a encarnar, o el renacimiento, volver a nacer. Todos estos términos aluden a la existencia de un alma o espíritu que viaja o aparece en distintos cuerpos, generalmente a fin de aprender en diversas vidas las lecciones que proporciona la existencia terrena, hasta alcanzar una forma de liberación o de unión con un estado de conciencia más elevado. La creencia en la reencarnación ha estado presente en toda la humanidad desde la antigüedad, en la mayoría de las religiones orientales, como hinduismo, budismo y taoísmo, y también en las religiones africanas y tribales de América y Oceanía. En la historia de la humanidad ha sobrevivido la creencia de que una persona fallecida volverá a vivir o aparecer con otro cuerpo, con una personalidad generalmente más evolucionada. Sin embargo, las religiones judeocristianas y el islam son prácticamente las únicas que no la contemplan oficialmente, pero sí han permanecido bajo la forma de diversas herejías. El término alma se puede aplicar a los seres vivos en general, incluyendo plantas y animales, como su principio constitutivo. Según algunas interpretaciones, como la de Aristóteles, el alma incorporaría el principio vital o esencia interna de cada uno de esos seres vivos, gracias a la cual estos tienen una determinada identidad, no explicable a partir de la realidad material de sus partes. También se usa el término alma en una acepción más particular si se refiere a los seres humanos. En este segundo caso, según muchas tradiciones religiosas y filosóficas, el alma sería el componente espiritual de los seres humanos. En el transcurso de la historia, el concepto “alma” pasa por diversos intentos de explicación. Desde el dualismo del idealismo filosófico y de la gnosis, a la interpretación existencialista de un todo, con dos aspectos específicos: lo material y lo inmaterial. Durante las últimas décadas, un fenómeno se ha convertido en el centro de las discusión acerca de la supervivencia después de la muerte. Las experiencias cercanas a la muerte, o ECM, parecen proveer evidencia de la supervivencia, en conjunto con las comunicaciones mediúmnicas y otros fenómenos relacionados, como es el caso de las apariciones de personas fallecidas.
El interés en este tema por el público en general y la comunidad científica, comenzó con la publicación del libro Vida después de la Vida, de Raymod Moody, un psiquiatra norteamericano, en 1975, quien se vio impulsado a estudiar estas experiencias luego de escuchar la vivencia del Dr. George Ritchie durante la guerra, a quien dedicó su libro. A partir de este libro, cada vez más investigadores serios, como José Gaona Cartolano, con su libro Al otro lado del Túnel, han buscado explicaciones al fenómeno. Recientemente el investigador norteamericano Robert Lanza ha afirmado que tiene pruebas definitivas para confirmar que la vida después de la muerte existe y que de hecho la muerte, por sí misma, no existe de la manera en la que la percibimos. Lanza argumenta que la respuesta a la pregunta “¿Qué hay más allá de la muerte?“, cuestión sobre la cual los filósofos llevan siglos reflexionando, radica en la física cuántica, y en concreto en la nueva teoría del biocentrismo. Según este investigador norteamericano, de la Escuela de Medicina de la Universidad Wake Forest, en Carolina del Norte, la solución a esa cuestión eterna consiste en la idea de que el concepto de la muerte es un mero producto de nuestra conciencia, según relata la edición digital de The Independent. Lanza afirma que el biocentrismo explica que el universo solo existe debido a la conciencia de un individuo sobre él mismo. Lo mismo sucede con los conceptos de espacio y tiempo, que este científico explica como “meros instrumentos de la mente“. En un mensaje publicado en su sitio web, Lanza argumenta que con esta teoría el concepto de la muerte como la conocemos “no existe en ningún sentido real“, ya que no hay verdaderos límites según los cuales se pueda definir. “Esencialmente, la idea de morir es algo que siempre se nos ha enseñado a aceptar, pero en realidad solo existe en nuestras mentes“, opina Lanza. Asimismo, creemos en la muerte porque la asociamos con nuestro cuerpo y sabemos que los cuerpos físicos mueren. Lanza señala que el biocentrismo es similar a la idea de universos paralelos, la hipótesis formulada por físicos teóricos según la cual hay un número infinito de universos y todo lo que podría suceder ocurre en alguno de ellos. En términos de cómo afecta ese concepto a la vida después de la muerte, el investigador explica que, cuando morimos, nuestra vida se convierte en una “flor perenne que vuelve a florecer en el multiverso” y agrega que “la vida es una aventura que trasciende nuestra forma lineal ordinaria de pensar; cuando morimos, no lo hacemos según una matriz aleatoria, sino según la matriz ineludible de la vida“.
En América, entre los Aztecas, existía la creencia de que el alma volvía de nuevo a este mundo. Decían que los hombres que morían, pero que estaban aferrados a la tierra, quedaban presos del encanto de la tierra. Pero sostenían que, las almas que se habían liberado del mundo, las que ya no tenían apegos en el mundo, las que creían que había “algo más“, y más lejano, iban a lo que hoy llamaríamos la fotósfera del sol, es decir, que iban a vivir en la Luz, como colibríes bajo la forma de Huitzilopochtli, principal deidad de los mexicas. Huitzilopochtli también fue conocido como Ilhuicatl Xoxouhqui y fue asociado al sol. Según la leyenda, Huitzilopochtli nació de Coatlicue, la Madre Tierra, quien quedó embarazada por una bola de algodón azulino que cayó del cielo mientras barría los templos de la sierra de Tollan. Sus 400 hermanos, al notar el embarazo de su madre y a instancias de su hermana Coyolxauhqui, decidieron ejecutar al hijo al nacer, para ocultar la supuesta deshonra. Pero Huitzilopochtli nació y mató a la mayoría. Tomó a la serpiente de fuego Xiuhcoatl entre sus manos , le dio forma de hacha y venció y mató con enorme facilidad a su hermana Coyolxauhqui, quien quedó desmembrada al caer por las laderas de los cerros. Huitzilopochtli tomó la cabeza de su hermana y la arrojó al cielo, con lo que se convirtió en la Luna, siendo Huitzilopochtli el Sol. Lo mismo nos indican los chinos, los griegos y los romanos. Incluso los primitivos cristianos, hasta el Concilio de Trento, van a tener la creencia de que los hombres vuelven a la tierra, e incluso de que Jesús era una suerte de reencarnación de uno de los profetas anteriores. Vemos pues que este argumento está presente en toda la Historia. Pero es tal vez en la India donde podemos observar los conocimientos más precisos sobre la reencarnación. Los hindúes han llegado a afirmar que en el mundo todas las cosas reencarnan y todas las cosas vuelven a vivir. Contrariamente a lo que se cree, los hindúes hicieron filosofía y dialéctica antes que los griegos, y habían tratado de demostrar que el hombre podía reencarnarse para volver a vivir. Decían que todas las cosas son cíclicas y hablaban de grandes períodos de tiempo que llamaban Manvantaras, y de otros ciclos de reposo, oPralayas. Consideraban que esa actividad, que atribuían a la expiración y a la inspiración de Brahma, o sea, al respirar de la Deidad, existía también en todas las cosas, del mismo modo que nosotros estamos despiertos unas horas al día y dormidos otras horas.
Manvantara, en sánscrito, es un período de manifestación del universo, opuesto al pralaya, que implica reposo o disolución. Es un término aplicado a varios ciclos, especialmente a un Día de Brahmâ, que comprende nada menos que 4.320.000.000 años solares. y al reinado de un Manú, equivalente a 306.720.000 años solares. Manvantara significa literalmente “Período entre dos Manús” (Manu-antara), o la expiración del Principio creador; el período de actividad cósmica entre dos pralayas, o estados de reposo. Cada manvantara se divide en siete períodos o Rondas, y así cada planeta tiene siete períodos de actividad durante un manvantara. El Manvantara, o período entre dos Manús, es una Ronda o ciclo de existencia correspondiente a un Manú, y durante el cual existe una humanidad de cierto tipo. Catorce Manvantaras forman un Kalpa o Día de Brahmâ. No obstante, los Manvantaras, así como los Kalpas, según se expresa en el lenguaje de los Purânas, han de entenderse en sus diversas referencias, puesto que dichas edades se refieren tanto los grandes períodos como a los pequeños, a los Mahâkalpas y a los ciclos menores.. Estas diversas maneras de apreciación se notan sobre todo cuando se comparan los datos de la ciencia ortodoxa con los de la ciencia esotérica. Así es que la duración del Manvantara, considerado como una decimocuarta parte de un Kalpa o Día de Brahmâ, sería de 308.448.000 años (o de 306.720.000, según otras versiones); mientras que considerado como un ciclo de 71 Mahâ-yugas (o Chatur-yugas), se trataría de un período de 36.720.000 años. En la actualidad nos hallamos en el séptimo Manvatara, llamado Vaivasvata, nombre del séptimo Manú. Hace miles de años los hindúes ya habían descubierto las leyes de Lavoisier: “En la Naturaleza nada se pierde, todo se transforma“. Antoine-Laurent de Lavoisier (1743 – 1794), químico, biólogo y economista francés, fue considerado el creador de la química moderna, junto a su esposa, la científica Marie-Anne Pierrette Paulze, por sus estudios sobre la oxidación de los cuerpos, el fenómeno de la respiración animal, el análisis del aire, la ley de conservación de la masa o ley Lomonósov-Lavoisier, la teoría calórica y la combustión, así como sus estudios sobre la fotosíntesis. Asimismo, los hindúes habían observado el recorrer cíclico de las estrellas y la forma repetida en que el Sol nos alumbra cada mañana. De esto dedujeron que todas las cosas eran cíclicas y que todas las cosas eran, en parte, irrepetibles. Pero en parte se repetían y volvían a ser.
La continuidad y la eternidad no serían, para el pensamiento hindú, la permanencia de una cosa, sino que serían más bien el devenir continuo de las cosas. El concepto de “duración” y de “eternidad” no estaría en la permanencia objetiva de algo, sino en la permanencia de un cambio constante cuya finalidad es desconocida, y que implica la utilización de un impulso interior espiritual que mueve a todas las cosas hacia su fin último. Este Impulso va encadenando una secuencia de fenómenos. Los hindúes nos hablan de la Ley del Karma, o la Ley de Causa y Efecto. Toda cosa y todo lo que pasa es efecto de lo que pasó antes y causa de lo que va a pasar más adelante. Ninguna cosa ni estado es sólo y único en el Universo, sino que es fruto de lo que pasó y germen de lo que va a pasar. la Ley del Karma dice: “Todo lo que soy y hago en esta vida no existe por sí solo como un milagro, sino que se vincula, como efecto, con las anteriores formas de existencia de mi alma, y como causa, con otras posteriores“. La ampliación del conocimiento de la Naturaleza, más allá de la Naturaleza misma, significa más que un simple conocimiento. Pues esta ampliación transforma el conocimiento en vida. No enriquece tan sólo el conocimiento del hombre, sino que le da la fuerza para orientar sus pasos en la vida. Le indica de dónde viene y a dónde va. Y le indicará este “de dónde” y “a dónde” para lo que precede al nacimiento y para lo que está más allá de la muerte, si sigue incansable en la dirección que le señala el conocimiento. Sabe que todo lo que hace desemboca en una gran corriente que fluye de eternidad en eternidad. Por ello, cada vez será más elevado el punto de vista desde el cual regula su vida. Una densa neblina envuelve al hombre antes de alcanzar estas miras, porque no tiene idea de su verdadero ser, de su origen y de sus fines. Sigue los impulsos de su naturaleza sin conocimiento de ellos. Quizá tomaría otros caminos si pudiese iluminarlos con la luz del conocimiento. El sueño ha sido llamado muchas veces el hermano menor de la muerte. Esta metáfora es más profunda de lo que parece a primera vista. Es un símbolo real de las sendas espirituales del hombre, porque nos da una idea de la relación que existe entre las distintas encarnaciones del espíritu humano, por las que pasa dicho espíritu. Realmente, el hombre no puede vivir en una situación que no haya sido causada por su vida anterior. Toda su posterior evolución quedará vinculada a las consecuencias de sus acciones. Este vínculo de una entidad, llamada espíritu, con los resultados de sus acciones es la ley del karma que gobierna el mundo entero.
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