Batallas de la Edad Media (VII): Los cuernos de Hattin

Una colaboración de lalunagatuna

Después de casi un siglo de presencia católica en los territorios de Próximo Oriente controlados por los cruzados, las cosas habían cambiado mucho en el mundo musulmán: de la desunión y el enfrentamiento que había propiciado la entrada y el asentamiento de los cruzados, con los desastrosos resultados que vimos en la entrada anterior sobre Jerusalén, había surgido una figura histórica aclamada para siempre por el mundo árabe como el más grande libertador que dieron los tiempos. Su nombre era Al-Nāsir Salāh ad-Dīn Yūsuf ibn Ayyūb, aunque la cristiandad le conoció como Saladino. Curiosamente, Saladino no era árabe, sino kurdo, un pueblo históricamente maltratado por los árabes.

Saladino fue criado desde pequeño en un ambiente militar, ya que su familia había entrado al servicio del despiadado y temido señor de Mosul y Aleppo, Zengi. Su carrera militar comenzó bajo las órdenes de su tío Shirkuk, quien a su vez servía al hijo de Zengi, Nur al-Din. Juntos participaron en la conquista de Egipto, convirtiendo en un títere al impotente califa fatimí, incapaz de hacer frente a las presiones de los cruzados.

Pero una vez conquistado Egipto, Shirkuk y Saladino decidieron que gobernarían el país en solitario, y que dejarían de estar a las órdenes de Nur al-Din, quien poco pudo hacer para evitarlo en vista del ejército que ambos mandaban y de los recursos que les proporcionaba su nuevo reino. Sobre 1171, y tras la muerte de su tío y la deposición del califa, Saladino se hizo con el control absoluto de Egipto.

Saladino empleó muchos de sus recursos en convertir a su nuevo reino al sunnismo, cosa que consiguió a través de la construcción de mezquitas y de madrasas donde se enseñaba esta doctrina «oficialista» del Islam contrapuesta al chiísmo que por entonces era mayoritario en Egipto. Sin embargo, su vista estaba puesta en el control de Siria, donde la muerte de Nur al-Din en 1174 había provocado un vacío de poder que pensaba aprovechar para convertirse en el señor de todo Próximo Oriente.

La guerra entre musulmanes se prolongó hasta el año 1186. Durante este periodo, y batalla tras batalla, Saladino se hizo con el control de Siria, de Arabia y de Mesopotamia, extendiendo su poder hasta las estribaciones de los montes Zagros. Tan pronto como terminó de afianzar su poder entre los musulmanes, puso toda su atención en el reino cristiano de Jerusalén.

Jerusalén era una herida abierta en el corazón de los musulmanes desde que fuera tomada a sangre y fuego en 1099 por los cruzados francos. Jerusalén: la ciudad sagrada desde donde Mahoma subió a los cielos a lomos de su caballo, ahora tomada por manos infieles que usaban la Gran Mezquita al-Aqsa como establo y que habían convertido la Cúpula de la Roca en una iglesia. Aquello era una afrenta, una bofetada diaria en la cara de todos los musulmanes que tenían que contemplar algunos de los lugares más venerados por el Islam profanados por aquellos infieles salvajes.

Pero no se trataba sólo de Jerusalén: Saladino había pedido durante muchos años el apoyo de las numerosas facciones y tribus de Siria con la promesa de unificar de nuevo el Islam y arrojar a sus enemigos de aquellas tierras, de manera que su propio prestigio estaba en juego. Saladino debía conquistar Jerusalén si quería perdurar en el poder.

Y las continuas provocaciones de los cruzados le iban a poner la oportunidad en bandeja de plata. El noble Reinaldo de Chatillón llevaba tiempo dirigiendo a sus caballeros templarios en reiterados ataques contra las caravanas que atravesaban o pasaban cerca del territorio cristiano, impidiendo el comercio entre Siria y Egipto. Por si fuera poco, Reinaldo había resistido los intentos de Saladino de tomar su inexpugnable fortaleza del Kerak, obligándole a firmar humillantes treguas con los cristianos.

Pero en 1187, la ruptura de la última tregua por el díscolo Reinaldo fue la gota que colmó el vaso de la paciencia de Saladino. El Sultán reunió a su ejército y marchó contra el reino de Jerusalén. En el bando contrario, el ejército cristiano se reunió y partió en busca del ejército sarraceno, encontrándose ambos en un lugar entre dos colinas conocidas como «Los cuernos de Hattin».

Desde el principio, Saladino aprovechó las circunstancias estratégicas favorables para vencer a su enemigo. En primer lugar, las reservas de agua, que en los desiertos de Próximo Oriente significaban la diferencia entre la vida y la muerte, estaban bajo su control. Sabía que los cristianos no tendrían más remedio que atacar para conseguir el acceso al preciado líquido. Por su parte, el ejército cristiano dudaba, ya que conocían de sobra la pericia militar de Saladino, y decidieron esperar a un momento propicio para el ataque. Saladino aprovechó el viento favorable para incendiar una gran cantidad de pastos, sofocando a las tropas enemigas con el humo. Desprovistos de agua, sofocados por el calor y por el humo, el ejército cristiano fue presa fácil para las tropas de Saladino, que masacró a casi 40.000 cristianos, desintegrando por completo la capacidad ofensiva cruzada en la región.

Se dice que al ser llevados el derrotado rey de Jerusalén Gui de Lusignan y su lugarteniente Raimundo de Chatillón como prisioneros ante Saladino, el Sultán cortó personalmente la cabeza de éste último como venganza por los años de ataques y provocaciones (y según se dice, por la muerte en uno de esos ataques de su propia hermana).

Las fuerzas musulmanas se presentaron ante las puertas de Jerusalén sólo unas semanas más tarde de esta clamorosa derrota cristiana, y tras resistir lo posible, la ciudad santa fue recuperada por Saladino para el Islam. Los territorios cristianos seguirían cayendo en los años siguientes hasta que finalmente la presencia de los cruzados en Próximo Oriente se convertiría sólo en un mal recuerdo para las gentes del lugar.

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