Nací en los años 50 y, por lo tanto, pertenezco a esa última generación que ha crecido ajena al obsesivo y omnipresente runrún de los medios de comunicación. Cuando era niña, el carbón para la estufa llegaba en un carro tirado por un caballo; las tardes y los domingos eran interminablemente largos y desocupados, plenos de aburrimiento fecundo. Un aburrimiento que los niños de hoy desconocen, acostumbrados como están a andar siempre atareados con todo tipo de bocados electrónicos o digitales.
De pequeña, solo contaba con mis pensamientos, pero ahora un niño crece bombardeado por una cantidad ingente de estímulos, que son los mismos para él y para el resto y que, como en una corriente única, lo empujarán en un solo sentido: el de la homologación. Homologación significa que aquello que pensamos (mejor dicho, aquello que creemos que pensamos) es en realidad lo que otros piensan por nosotros.
Como es natural, toda la cultura ha bebido en fuentes ajenas, pero aquélla es el resultado del arduo trabajo de personas notables, de largos años de estudio por su cuenta, de una maduración solitaria y, sobre todo, de ejercitar el pensamiento crítico. Por el contrario, hoy nos obligan a comportarnos como el perro de Pavlov: suena una campana y todos ladramos. Y la campana puede ser el titular de ese día: los pederastas, un atentado terrorista, un homicidio especialmente sangriento o la enésima agresión a la naturaleza. Todos nos irritamos entonces, condenamos, tomamos partido por una parte o por otra, sin darnos cuenta de que tras este chaparrón de acontecimientos que nos brindan los medios se esconde una clara voluntad de distracción. La noche, la oscuridad y el silencio han sido desterrados de nuestras vidas. Tenemos que estar siempre conectados, en guardia, despiertos; siempre aturdidos por el rumor, la música, las luces, los focos; dispuestos siempre a comprar lo que sea.
Todo lo que nos rodea nos invita a vivir teniendo en cuenta solamente dos entidades de nuestro organismo: el cerebro y el sexo. La fundamental, el corazón, ha sucumbido a la marea del blablá mediático. Esa inteligencia propia del corazón, que es cálida, sabia, reposada, ha sido sustituida por el omnipresente estrépito del sentimentalismo, léase: sentimientos gritados, exhibidos, alardeados en ramalazos de rabia y condena que invaden cada espacio visual y auditivo en nuestros días. La hondura del corazón da miedo, porque es la única capaz de otorgarnos una raíz estable, fuerte, un verdadero antídoto contra la homologación del pensamiento colectivo.
Y sin embargo, solo la voz del corazón nos salvará de la desesperación en los momentos sombríos de nuestra vida. Solo devolviendo el corazón a su lugar central, delegando en él la tarea de guiarnos, pondremos de nuevo a punto el motor renovador de nuestra vida. Ese motor capaz de volver única, profunda e irrepetible nuestra modesta aventura particular.
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