“Hay miradas que matan”, dice una expresión popular. Se trata, sin duda, de lenguaje figurado, de una manera de referirse metafóricamente a esas miradas que se lanzan cuando uno desea, por cualquier motivo, que su interlocutor desaparezca en un instante. “Le fulminó con la mirada”, se dice también para que no quepa duda sobre la intención, consciente o no, que alienta tras esa forma de mirar. Pero ¿se puede realmente matar con la mirada?
Para el escritor del siglo XVIII Jacques- Albin-Simon Collin, más conocido como Collin de Plancy y autor del famosoDiccionario infernal, la respuesta es, categóricamente, sí: se puede matar con la mirada. En su citada obra, Plancy recoge tradiciones y creencias que así lo aseguran, afirmando, por ejemplo, que las brujas de Iliria, en la costa adriática, eran tan poderosas que “embrujaban terriblemente a los que miraban, llegando a matar si miraban muy fijo”.
En general, se atribuye este poder a todas las brujas, y de las italianas en concreto Plancy afirma que les bastaba una sola mirada para “comerse el corazón de los hombres y el interior de los melones”, equivalencia realmente sorprendente pero que, en cualquier caso, no parece fomentar la buena salud de quien recibe esa intensa ojeada. La creencia en el poder de la mirada para provocar, entre otros males, la enfermedad y la muerte, viene de muy antiguo. Es el temible mal de ojo, del que ya se quejaba Virgilio, poeta latino del siglo I a.C., cuando exclamaba en unos versos de su obra Las bucólicas: “No sé qué ojo aoja a mis tiernos corderos”.
Y es que ese maleficio instalado en la mirada puede causar mil desventuras allí donde se posa, agostando campos, enfermando al ganado y provocando muy diversos efectos sobre las personas. Entre otros, el de anular por completo su voluntad, dejándolas a merced de quien así las ha aojado. De esta materia sabían mucho los severos inquisidores que, a finales de la Edad Media, lidiaban con los diabólicos manejos de las brujas. En el siglo XV los monjes dominicos Jacobo Sprenger y Heinrico Institoris redactaron el Malleus maleficarum, conocido también como Martillo de las brujas, algo así como el manual del perfecto inquisidor. En sus páginas instruyen a los jueces del Santo Oficio para que no caigan en las muchas trampas que las hechiceras ponían en funcionamiento al objeto de librarse de cualquier condena. Una de las tretas utilizadas era la de pedir inocentemente a sus carceleros que les permitieran echar una ojeada a los miembros del tribunal antes de que se celebrara el juicio. Ese breve vistazo, echado desde un lugar discreto que las mantuviera ocultas, bastaba. “Si conseguían hacer tal cosa –explica el texto–, el juez y sus asesores se sentían enajenados en su corazón hasta tal punto que con ello perdían toda su indignación (…) y no se atrevían a hacerles ningún mal, dejándolas irse libres”. Habían sido aojados, hechizados por el mal de ojo de la astuta bruja que había anulado de ese modo su voluntad. Tan grande era el miedo que los jueces tenían al temible aojamiento que los autores del libro, además de exhortar a los guardianes para que nunca permitieran a las acusadas la previa contemplación del jurado, recomendaban que “la bruja fuera introducida en presencia del juez caminando de espaldas”, de manera que nunca tuviera a los miembros del tribunal bajo su peligrosa mirada.
El veneno de la envidia
En cualquier caso, de las brujas es lógico esperar lo peor, ya que son profesionales del hechizo y la maldad y, según la antigua tradición, cuentan con la ayuda experta del Diablo para realizar sus hazañas. Pero lo curioso del mal de ojo es que la mirada dañina puede proceder de cualquier persona, bruja o no, causando estragos incluso cuando el que mira no desea producir daño alguno. Toda mirada transporta, inevitablemente, las emociones de quien mira, sean estas de afecto o desafecto, de placer o disgusto. Ira, envidia, odio y todas las pasiones comunes a los humanos viajan empujadas por la vista rumbo a sus destinatarios, a los que infecta con su contenido. El mecanismo es automático, sin que medie necesariamente la voluntad de quien mira. El mundo se convierte así en un entrecruce infinito de miradas venenosas, del que uno puede ser víctima involuntaria como el que resulta atropellado por un coche al atravesar la calle. Y es que toda mirada, por inocente que sea, va cargada de alguna intención. Plutarco, en su obra Vidas paralelas, escrita alrededor del año 100, advertía ya de su peligro incluso para uno mismo. Cualquier persona, afirmaba, puede dañarse de forma puramente accidental por mirarse en el espejo en el momento inadecuado. Si se enfrenta al espejo cuando su ánimo está embargado por la ira o el odio, esa malquerencia que emerge de sus ojos rebota en la superficie reflectante volviéndose contra ella, que resulta así aojada por su propia mirada. Los autores antiguos parecen coincidir en que, de todas las malas intenciones que anidan en el corazón humano, la envidia es la más común. Sentir pesar por el bien ajeno parece sensibilidad generalizada, y mirar con envidia a quien posee aquello de lo que uno carece es un mecanismo tan natural como involuntario. La fea envidia a la guapa por su belleza, el pobre al rico, la soltera a la casada, la estéril a la madre prolífica, el fracasado al que triunfa, el de baja estatura a quien es alto, la morena a la rubia y viceversa… En fin, ya lo pregona el añejo refrán: “Si la envidia tiña fuera, ¡cuántos tiñosos hubiera!”. De ahí que el aojo abunde.
Heliodoro, en el siglo IV, lo razonaba de la siguiente manera en su obra Las etiópicas: “No hay que sorprenderse, por lo tanto, de que algunos lleguen a aojar a quienes más quieren y a quienes mejor quieren, pues son envidiosos por naturaleza, y la causa de que obren así no es su voluntad sino su intrínseca manera de ser”. Así, el codicioso no puede evitar mirar al rico con envidia: forma parte de su intrínseca manera de ser. Los moralizantes comentarios de los bestiarios medievales terminaron de acuñar la relación indisoluble de la envidia con el mal de ojo. En el Bestiario de Cambridge, del siglo XII, se alude a la envidia como “mal de ojo que abrasa”.