Quiso el azar que el petrolero que naufragara en las costas gallegas se llamara Prestige. Nadie podía imaginar, hace 11 años, que lo que de verdad contaminaría fuera nuestro sentido de la justicia
La petrolera BP aceptó pagar 4.500 millones de dólares por su vertido contaminante en el golfo de México. Su hermana norteamericana Chevron fue condenada por la Corte de Ecuador a pagar 14.000 millones de euros por delito ecológico en Lago Agrio. Los tribunales franceses han condenado esta misma semana a la certificadora alemana TUV a indemnizar a todas las mujeres que se implantaron pechos de la marca PIP, que ellos autorizaron. De salida tendrá que avanzar 3.000 euros por paciente, mientras se llega a una condena contra el fabricante, sencillamente por haber sido el organismo de supervisión fallido. Si el epicentro del delito hubiera estado radicado en España las cosas habrían sido diferentes.
Para empezar, se habría culpabilizado de manera automática a las mujeres, por recurrir a los implantes. Poco después, habríamos sido incapaces de trazar el camino hasta un propietario real, encubierto tras el chapapote administrativo de las subcontratas y los paraísos fiscales. Finalmente, el ministro de Sanidad habría afirmado que son solo hilillos de silicona o microbios tan pequeños que si se caen al suelo se matan o que lo mejor es rechazar gangas. Y para terminar, algún articulista y tertuliano habría llegado a la conclusión de que el escándalo era tan solo una artimaña para perjudicar al partido en el Gobierno. Las tres condenas antes mencionadas pueden ser polémicas, pero señalan directamente hacia la responsabilidad, una palabra que en España no se maneja. Está expulsada del diccionario. Del Madrid Arena a las preferentes, de Canal Nou a Bankia, aquí no hay responsabilidades que valgan, porque las tragedias se acotan al acto de contrición y el propósito de enmienda. Son cosas que pasan, nos convencemos.
Quiso el azar que el petrolero que naufragara en las costas gallegas se llamara Prestige. Nadie podía imaginar, hace 11 años, que lo que de verdad vendría a contaminar con su vertido fuera nuestro sentido de la justicia, los elementos de autoridad, la remota exigencia de responsabilidad, rotas por la quilla. Que finalmente se limitara a enfangar el prestigio del país. Que la sentencia, menos grave que la nula búsqueda de responsables, llegara a posarse de una manera discreta sobre nosotros como el ejemplo más transparente del desprestigio nacional.