Las decisiones del Gobierno de la nación sí han venido a aumentar la inseguridad ante el empleo, la justicia, la salud o la educación.
Todo Estado democrático está obligado a mantener unos niveles aceptables de seguridad para que sea posible el ejercicio de los derechos y las libertades individuales. Así lo reconoce nuestra Constitución que encomienda al gobierno la protección de estos dos valores esenciales para la convivencia.
Esta doble misión, la protección de los derechos y la garantía de la seguridad imprescindible para su libre ejercicio, puede resultar aparentemente paradójica, ya que para proteger la seguridad de las vías y espacios públicos resulta a veces necesario condicionar, puntual y excepcionalmente, el ejercicio de los derechos de los ciudadanos. Por eso las acciones del Gobierno dirigidas a garantizar la seguridad han de tener un claro anclaje constitucional y unos límites concretos, además de unos presupuestos precisos. El primero es que nunca podrán vulnerar el contenido esencial de los derechos fundamentales y libertades públicas de los ciudadanos consagrados por la Constitución, pues la seguridad es una condición necesaria para el ejercicio de derechos y libertades y nunca un fin en sí mismo. En segundo lugar, las potestades de policía limitadoras de los derechos de los ciudadanos deben estar previstas, con claridad y concreción, por la ley, pues de otra manera se estaría abriendo las puertas a la arbitrariedad. Su efectividad no puede depender de la interpretación que haga la Administración de conceptos jurídicos indeterminados, como las “razones de orden público” o la “razón de Estado”, que sirvieron en tiempos pasados para limitar derechos.
Desde estas claves esenciales, propias de cualquier sistema democrático de Derecho, la propuesta que se ha hecho de modificación de la Ley de Seguridad Ciudadana, supone una regresión histórica más propia de un Estado autoritario que de una democracia avanzada.
La proyectada reforma de la ley parte de un error conceptual de base, y es volver al viejo concepto indeterminado de orden público, predemocrático y propio de la dictadura, aunque, eso sí, lo pretenda amparar formalmente bajo el nombre de seguridad ciudadana. Orden público y seguridad ciudadana son conceptos distintos; tan diferentes son, que bien podría decirse que son los que marcan la frontera que separa y permite distinguir entre un Estado autoritario y un Estado democrático.
La seguridad ciudadana no es un concepto metajurídico, cifrado en “el normal funcionamiento de las instituciones públicas y privadas”, como señalaba la vieja Ley de Orden Público de 1959. La seguridad ciudadana es la ausencia de violencia y de actos delictivos que permita a los ciudadanos ejercer sus libertades. Se dirige, pues, a potenciar y mantener las condiciones materiales necesarias para garantizar la paz en la vida pública de los ciudadanos. Cuando, en aras de una pretendida seguridad, se confiere a la Administración la potestad discrecional de limitar derechos, no solo se está cercenando la libertad sino que, paradójicamente también, se está aumentando la inseguridad al someter al control y las veleidades de la autoridad administrativa el efectivo ejercicio de nuestros derechos. Por eso con la anunciada reforma no cabe hablar de una ley de seguridad ciudadana sino de orden público. No se trata de fortalecer la paz social, sino, como se nos dice, de garantizar la tranquilidad que, como sentimiento, puede derivar de las convicciones, creencias o vivencias individuales, incluso, sin ninguna base real. Además, la invocación a la tranquilidad de las calles tiene un claro tufo al viejo aforismo de la Dictadura: “tranquilidad viene de tranca”.
Por otro lado, el proyecto, en clara coherencia con su objetivo de limitarse a velar por el orden público, establece límites tan imprecisos al lícito ejercicio de ciertos derechos y libertades, como los de reunión y manifestación, que los deja vacíos de su contenido esencial, vulnerando claramente la seguridad jurídica. Nos dice que se pretenden sancionar las “alteraciones” o “la perturbación grave o muy grave de la seguridad ciudadana”, sin concretar de qué tipo de conductas se trata, ni cómo se mide la gravedad. De esta manera se invoca la seguridad ciudadana como un concepto indeterminado que permite cualquier interpretación o extensión: desde considerar que atenta a la seguridad ciudadana la ocupación de parte de un espacio público para celebrar un espectáculo artístico, hasta la reunión en él de varias personas que simplemente dificulten el transito a otras personas. Lo mismo sucede, al considerar infracción muy grave la asistencia a cualquier reunión o manifestación “con fines coactivos”, pues lo que se sanciona no es el hecho de llevar a cabo cualquier tipo de coacción, sino simplemente de reunirse con esa finalidad y, entonces, ¿cómo apreciar esa finalidad coactiva de una reunión, que obviamente estará convocada no para hacer daño o coaccionar sino para protestar?
Esa falta de claridad y precisión coloca a los ciudadanos en la más absoluta inseguridad jurídica, al albur de las más amplias apreciaciones que hagan las autoridades administrativas en cada caso. Se trataría, no tanto de garantizar el ejercicio de derechos, como de amedrentar a los ciudadanos para inmovilizarlos e impedir que protesten y manifiesten sus desacuerdos.
Igualmente, de manera sospechosa, y sin ninguna necesidad real para mantener la seguridad, se prohíben las simples reuniones y manifestaciones, aún pacíficas, en las inmediaciones de edificios públicos y de las sedes de los distintos órganos del Estado, esto es, allí donde los ciudadanos manifiestan lógicamente sus desacuerdos para hacerse oír. Y todo ello, pese a que el Tribunal Constitucional ha declarado ya desde 1985 que sólo ha de considerarse que una conducta es contraria a la seguridad ciudadana cuando claramente haya traspasado de manera efectiva el ámbito de libertad constitucionalmente fijado. (Sentencia del Tribunal Constitucional número 101/1985).
No. No se trata de una ley de seguridad ciudadana sino de orden público. Parece que la reforma trata simplemente de impedir las manifestaciones y protestas contra las decisiones del Gobierno de la nación que, éstas sí, han venido a aumentar la inseguridad de los ciudadanos ante el empleo, la justicia, la salud o la educación. Viendo la casuística del proyecto de reforma, resulta evidente su carácter coyuntural y que se han tenido en cuenta acontecimientos recientes para llevar a una ley, que debería ser garantista, limitaciones permanentes de derechos fundamentales. Parecería que el legislador tiene como único propósito evidente de la reforma imponer la ley del silencio y del miedo.