Vista general del lugar donde 13 inmigrantes subsaharianos han perdido la vida.
Juan recoge los papelillos y bolsas de plástico que quedan en la carretera que bordea la playa ceutí de Tarajal, de guijarros negros y dominada en la mañana de este viernes por un Mediterráneo tranquilo. “Después de la tempestad…”, masculla el barrendero, cuarentón, que se enfunda la cabeza en un gorro rojo. El hombre recurre a menudo a las frases hechas para referirse a los “habituales” intentos de los inmigrantes, acampados en los montes cercanos de Marruecos, de traspasar la valla que separa ese país de España. “Es el pan nuestro de cada día”.
Una “historia repetida” que en este punto de la costa, donde un centenar de marroquíes aguarda a primera hora de la madrugada para coger el autobús de la línea 7 que les lleve al centro de la ciudad autónoma y donde policías y guardias civiles vigilan el paso de vehículos y personas; precisamente aquí, al menos 13 subsaharianos perdieron el jueves la vida. Ahogados y aplastados. Ocurrió justo en la frontera. Pero del lado marroquí.
El viernes, en cambio, la jornada transcurre en calma. “No hemos tenido ningún aviso por la noche de que tratasen de cruzar la verja”, explica un agente tras bajarse del furgón con otro compañero. Se dirige a un joven:
– ¡Identificación!
“No han tratado de entrar en Ceuta”, confirma la Delegación del Gobierno. Las mismas fuentes afirman que tras los incidentes se han mantenido los mismos niveles de vigilancia de las fuerzas de seguridad, que se había reforzado ya en septiembre cuando se produjo un aumento de las avalanchas.
El reloj marca las nueve, Y aún se escucha el canto de los gallos en los montes que rodean la playa de Tarajal. En una ladera, frente al paso fronterizo, se encuentra el centro de salud del barrio. Tiene una vista privilegiada. “Los pacientes, los usuarios, los trabajadores… Todos nos asomamos a ver lo que ocurrió ayer”, cuenta la responsable de seguridad del ambulatorio, antes de cambiar al árabe a una velocidad de infarto. Le responde a una señora de unos 50 años, a la que un pañuelo cubre el cabello y los hombros.
La vigilante vuelve al castellano. “Vimos cómo corrían los negritos. Y la policía marroquí detrás. Y disparos. Y patrulleras en el agua”, enumera la mujer, de unos 30 años, que señala con el índice la playa “en tierra de nadie”, tras la aduana española, en suelo controlado por los marroquíes. “Allí fue donde ocurrió todo, en ese dique, por ahí intentaron pasar”, apostilla. “Cuando se terminó todo, se veía una hilera de negritos volviendo para dentro de Marruecos”.
El autobús de la línea 7 está lleno. Casi todos los pasajeros son mujeres. Entre los más de 50 viajeros, apenas se cuelan seis hombres. Solo se escucha árabe. Y predomina el pañuelo sobre las cabezas de ellas. “No son mis compañeros”, explica un subsahariano, junto a la parada y al lado de un quiosco de la antigua calle de la Salvada, en el centro de Ceuta. Habla en un defectuoso francés y un peor español. Ojea la portada de un diario local. En la fotografía se observa un cuerpo flotando bocabajo, muerto. El inmigrante pasa los dedos bajo las letras y traduce el texto a otro inmigrante.
A unos tres kilómetros de allí, en la frontera de Tarajal, Juan, el barrendero, sentencia el día a día que observa: “A menudo recojo flotadores… Ahora [por este viernes] parece que no pasa nada. Pero, cuando menos te los esperas… ¡pum! e intentan saltar de nuevo. Estamos acostumbrados”. Acostumbrados a los saltos, no a tragedias como la de ayer.
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