Un gran dilema puede plantearse a partir de hoy por parte de los pueblos oprimidos como el tibetano, el saharaui, el palestino y tantos otros que no han encontrado justicia ni en su tierra
Hace ahora casi nueve años, víctimas tibetanas acudieron personalmente a buscar justicia ante los tribunales españoles, y a través de la acción popular ejercida por el Comité de Apoyo al Tíbet (CAT) y secundada por la Fundación Casa del Tíbet, junto con la acusación particular del tibetano con nacionalidad española, Thubten Wangchen, presentaron una insólita querella acusando a la cúpula del Partido Comunista Chino de cometer crímenes internacionales (genocidio, tortura, crímenes contra la humanidad y terrorismo de Estado) contra la población tibetana.
Se acudía a la jurisdicción española, no con el ánimo de desgastar la acción judicial en nuestro país, sino con el desesperado propósito de buscar una reparación que no se podía, ni todavía se puede encontrar ni ante los tribunales chinos, ni ante un Tribunal Penal Internacionalcuyo Estatuto de Roma no ha ratificado el gigante asiático. Esta es precisamente la virtud de la justicia universal, que enmienda las lagunas del sistema y permite a las víctimas acudir a otros tribunales al no encontrar justicia en su propio país. El propósito debiera resultar incuestionable: luchar contra la impunidad allí donde se pueda; ya sea ante los tribunales argentinos donde han acudido las víctimas del franquismo, ante los tribunales alemanes o franceses para denunciar al anterior Secretario de Estado norteamericano, Donald Rumsfeld, por los crímenes cometidos en su particular lucha contra el terrorismo internacional o ante los tribunales sudafricanos para perseguir los atropellos de la dictadura de Zimbawe.
Suponían las víctimas tibetanas que aquellos Estados que eran parte de Convenciones como las de Ginebra, del genocidio, tortura, desapariciones forzadas, etc., estaban obligadas a prevenir y sancionar dichos crímenes internacionales que ofenden a toda la comunidad internacional en su conjunto. Y así fue en un principio. Consecuentemente la Audiencia Nacional con este espíritu dictaminó mediante auto de 10 de enero de 2006 que los tribunales españoles tenían la plena competencia para investigar los hechos genocidas denunciados. Baste únicamente recordar que según los informes recopilados por el Gobierno Tibetano en el Exilio, más de un millón de tibetanos han muerto como consecuencia directa del acto de agresión y ocupación militar del Tíbet. Curiosa manera de “liberar pacíficamente” un pueblo sometido al yugo feudal.
Desde la apertura de las diligencias previas decenas de víctimas tibetanas, testigos directos y expertos internacionales durante años fueron prestando su testimonio ante la Audiencia Nacional, ratificando y probando los hechos denunciados. Y todo ello a pesar de las presiones de los voceros del régimen de Beijing que de forma reiterada declaraban públicamente que esta iniciativa legal resultaba ser una “completa difamación y absoluta mentira”, además de incurrir en una inadmisible injerencia en sus asuntos internos.
A pesar de estas constantes presiones diplomáticas y políticas y de unaprimera reforma de la jurisdicción universal en España en el 2009, el caso del genocidio tibetano continuó investigándose en la Audiencia Nacional. Ahora bien, las últimas decisiones judiciales del pasado otoño ampliando las acusaciones hasta el máximo mandatario mandarín, Hu Jintao, y el decreto de las ordenes de arresto internacional contra parte de la antigua cúpula del Politburó (que ayer 10 de febrero se hicieron efectivas pese a las iniciales reticencias del fiscal y del juez instructor) provocaron la reacción definitiva del Imperio Medio. Por un lado Zhu Weiqun, presidente del comité de asuntos religiosos y étnicos de China, espetó con aires chulescos refiriéndose al poder judicial español: “Que vayan adelante si se atreven”; mientras que entre otros, Wu Jingjie, diputado del Congreso Nacional y vice-secretario de la Región Autonoma que encabezaba una misión china ante el Congreso de los Diputados, exigia en Madrid con desparpajo a nuestros dirigentes, una “solución política inmediata y definitiva”.
Y así ha sido, el Gobierno del Partido Popular a través de esta nueva reforma de la justicia universal tramitada de forma insólita por vía urgente, no ha dudado en prostrar a la democracia española ante las pretensiones de unos líderes presuntamente “comunistas”, acusados de genocidio y de poseer cuentas millonarias en paraísos fiscales.
El veredicto político ante la disyuntiva en escena ha sido claro y los argumentos han sido incontestables: el 20% de la deuda pública española y las inversiones millonarias de las empresas transnacionales que representan los grandes intereses de nuestra Marca España han pesado más que la defensa de los derechos humanos. Y siendo así, a la crisis económica, ahora le añadimos la ruin miseria de haber entregado nuestros valores y principios que debieran ser los cimientos del contrato social de nuestras democracias.
Un gran dilema puede plantearse a partir de hoy por parte de los pueblos oprimidos como el tibetano, el saharaui, el palestino y tantos otros que no han encontrado justicia ni en su propia tierra, ni en ningún sistema de protección de las Naciones Unidas, ni en tribunal internacional alguno, y ahora se les niega la última puerta que es el de la justicia universal, cuyos casos serán archivados al no encontrarse los acusados en territorio nacional; siendo ellos conscientes que han agotado todas las vías pacíficas, ajustadas a la legalidad internacional, y lo único que han encontrado es la garantía efectiva de la impunidad de sus verdugos, ¿qué mensaje y qué salida se les está dando desde estas supuestas democracias occidentales y organizaciones internacionales?