No soy seguramente el primero en haber advertido la analogía entre los llamados actos obsesivos de los neuróticos y las prácticas devotas con las que el creyente atestigua su piedad. Prueba de ello es el nombre de «ceremoniales» dado a algunos de tales actos obsesivos. Pero, a mi juicio, tal analogía no es meramente superficial; y así, basándonos en el conocimiento de la génesis del ceremonial neurótico, podemos arriesgar algunas conclusiones, por analogía, sobre los procesos psíquicos de la vida religiosa.
Las personas que realizan actos obsesivos o desarrollan un ceremonial pertenecen, junto con aquellas que sufren de representaciones o impulsos obsesivos, a una unidad clínica especial, designada habitualmente con el nombre de «neurosis obsesiva». Mas no ha de pretenderse derivar de tal denominación la peculiaridad de esta dolencia, pues en rigor también otros distintos fenómenos psicopatológicos presentan el llamado «carácter obsesivo». En lugar de una definición hemos de ofrecer aún, por ahora, el conocimiento detallado de dichos estados, ya que no se ha logrado todavía descubrir el carácter distintivo de la neurosis obsesiva, el cual yace probablemente en estratos muy profundos, aun cuando su existencia parece evidenciarse en todas las manifestaciones de la enfermedad.
El ceremonial neurótico consiste en pequeños manejos, adiciones, restricciones y arreglos puestos en práctica, siempre en la misma forma o con modificaciones regulares, en la ejecución de determinados actos de la vida cotidiana. Tales manejos nos producen la impresión de meras «formalidades» y nos parecen faltos de toda significación. Así, aparecen también a los ojos del enfermo, el cual se muestra, sin embargo, incapaz de suspender su ejecución, pues toda infracción del ceremonial es castigada con una angustia intolerable que le obliga en el acto a rectificar y a desarrollarlo al pie de la letra. Tan nimias como los actos ceremoniales mismos son las situaciones y las actividades que el ceremonial complica dificulta y retrasa, por ejemplo, el vestirse y el desnudarse, el acostarse y la satisfacción de las necesidades somáticas. El desarrollo de un ceremonial puede describirse exponiendo aquella serie de leyes no escritas a las que se adapta fielmente. Veamos, por ejemplo, un ceremonial concomitante con el acto de acostarse: el sujeto ha de colocar la silla en una posición determinada al lado de la cama y ha de poner encima de ella sus vestidos, doblados en determinada forma y según cierto orden; tiene que remeter la colcha por la parte de los pies y estirar perfectamente las sábanas; luego ha de colocar las almohadas en determinada posición y adoptar él mismo, al echarse, una cierta postura; sólo entonces podrá disponerse a conciliar el sueño. En los casos leves, el ceremonial parece tan sólo la exageración de un orden habitual y justificado. Pero la extremada minuciosidad de su ejecución y la angustia que trae consigo su omisión dan al ceremonial un carácter de «acto sagrado». Por lo general el sujeto soporta mal cualquier postergación del mismo y excluye la presencia de otras personas durante su ejecución. Toda actividad puede convertirse en acto obsesivo, en el más amplio sentido, cuando resulta complicada por pequeñas adiciones o adquiere un ritmo constante por medio de pausas y repeticiones. No se esperará hallar una delimitación precisa entre el «ceremonial» y los «actos obsesivos». En su mayor parte, los actos obsesivos proceden de un ceremonial. Con ambos forman el contenido de la enfermedad las prohibiciones y los impedimentos (abulias), que, en realidad, no hacen más que continuar la obra de los actos obsesivos en cuanto hay cosas que el paciente encuentra prohibitivo hacer y otras que sólo ateniéndose a un ceremonial prescrito puede ejecutar.
Es singular que tanto la obsesión como las prohibiciones (tener que hacer lo uno, no debe hacer lo otro) recaigan tan solo, al principio, sobre las actividades solitarias del hombre y dejen intacta, a través de muchos años, su conducta social, circunstancia por la que estos enfermos pueden considerar durante mucho tiempo su enfermedad como un asunto estrictamente particular y ocultarlo totalmente. Así, el número de personas que padecen estas formas de neurosis obsesivas es mucho mayor del que llega a conocimiento de los médicos. La ocultación se hace, además, más fácil a muchos enfermos, por cuanto son perfectamente capaces de cumplir sus deberes sociales durante una parte del día, después que han consagrado, en soledad, un cierto número de horas a sus misteriosos manejos. No es difícil apreciar en qué consiste la analogía del ceremonial neurótico con los actos sagrados del rito religioso. Consiste en el temor que surge en la conciencia en caso de omisión, en la exclusión total de toda otra actividad (prohibición de la perturbación) y en la concienzuda minuciosidad de la ejecución. Pero también son evidentes las diferencias, algunas de las cuales resaltan con tal fuerza, que hacen sacrílega la comparación. Así son en su gran diversidad individual los actos ceremoniales frente a la estereotipia del rito y el carácter privado de los mismos frente a la publicidad y la comunidad de las prácticas religiosas. Pero sobre todo el hecho de que los detalles del ceremonial religioso tienen un sentido y una significación simbólica la diferencia de los del ceremonial neurótico, que parecen insensatos y absurdos. La neurosis obsesiva representa en este punto una caricatura, a medias cómica y triste a medias, de una religión privada. Sin embargo, precisamente esta diferencia decisiva entre el ceremonial neurótico y el ceremonial religioso desaparece en cuanto la técnica de investigación psicoanalítica nos facilita la comprensión de los actos obsesivos. Esta investigación desvanece por completo la apariencia de que los actos obsesivos son insensatos y absurdos y nos revela el fundamento de tal apariencia. Averiguamos que los actos obsesivos entrañan en sí y en todos sus detalles un sentido, se hallan al servicio de importantes intereses de la personalidad y dan expresión y vivencias cuyo efecto perdura en la misma y a pensamientos cargados de afectos. Y esto de dos maneras distintas: como representaciones directas o como representaciones simbólicas, debiendo, por tanto, ser interpretadas históricamente en el primer caso y simbólicamente en el segundo. Expondremos algunos ejemplos destinados a ilustrar esta afirmación. A las personas familiarizadas ya con los resultados de la investigación psicoanalítica de las psiconeurosis no les sorprenderá leer que lo representado por medio de los actos obsesivos o el ceremonial se derivan de la experiencia más íntima del sujeto, sobre todo de su experiencia sexual.
a) Una joven, sometida a observación por mí, padecía la obsesión de dar varias vueltas con la palangana llena en las manos inmediatamente después de lavarse. La significación de este acto ceremonial yacía en el proverbio según el cual no se debe tirar el agua sucia antes de tener otra limpia. El acto tenía por objeto amonestar a una hermana suya y retenerla de separarse de su marido, poco grato, antes de haber entablado relaciones con otro hombre mejor.
b) Una mujer que vivía separada de su marido obedecía en sus comidas a la obsesión de dejar lo mejor. Así, de un pedazo de carne asada tomaba tan sólo los bordes. Esta renuncia quedó explicada por la fecha de su misma génesis. Había surgido, en efecto, al día siguiente de haber notificado a su marido la separación de cuerpos; esto es, de haber renunciado a lo mejor.
c) Esta misma paciente no podía sentarse más que en un sillón determinado y le costaba mucho trabajo levantarse de él. El sillón era para ella, a causa de ciertos detalles de su vida conyugal, un símbolo de su marido, al cual se mantenía fiel.
Como explicación de su obsesión halló la frase siguiente:
{¡Es tan difícil separarse de algo (hombre, sillón) en el que ha estado una sentada!}
d) También solía repetir, durante un cierto tiempo, un acto obsesivo, especialmente singular y absurdo. Iba de un cuarto a otro en cuyo centro había una mesa, disponía de cierto modo el tapete que la cubría, llamaba a la criada, arreglándoselas de manera que se acercara a la mesa, y la despedía luego con una orden cualquiera. En sus esfuerzos para explicar esta obsesión se le ocurrió que el tapete de la mesa tenía una mancha de color subido, y que ella lo colocaba todas las veces de tal modo, que la criada lo viera necesariamente. Todo ello era la reproducción de una vivencia de su historia conyugal que había planteado ulteriormente un problema a su pensamiento. Su marido había sufrido en la noche de bodas un percance que no es, por cierto, nada raro. Se había encontrado impotente y «había venido varias veces, en el transcurso de la noche, desde su cuarto al de ella» para renovar sus tentativas de consumar el matrimonio. Por la mañana manifestó su temor de que la camarera del hotel sospechara, al hacer las camas, lo que le había ocurrido, y para evitarlo, cogió un frasquito de tinta roja y vertió parte de su contenido en la sábana; pero tan torpemente, que la mancha encarnada quedó en un lugar poco apropiado para su propósito. La paciente jugaba, pues, a la noche de novios con su acto obsesivo. La mesa y la cama fueron conjuntamente el símbolo del matrimonio.
e) Otra de sus obsesiones, la de apuntar el número de los billetes de Banco antes de desprenderse de ellos, tenía también una explicación histórica. En la época en que abrigaba ya el propósito de separarse de su marido si encontraba otro hombre más digno de su confianza, se dejó hacer la corte, durante su estancia en un balneario, por un señor que le agradaba, pero del que no sabía con seguridad si estaría dispuesto a casarse con ella.
Un día, no teniendo dinero suelto, le pidió que le cambiara una moneda de cinco coronas. Así lo hizo él y manifestó galantemente que no se desprendería ya jamás de aquella moneda que había pasado por sus bellas manos. En ocasiones sucesivas se sintió esta señora tentada de pedirle que le enseñara la moneda como para convencerse de que podía dar crédito a sus galanterías. Pero no lo hizo pensando razonablemente en la imposibilidad de distinguir entre sí monedas del mismo valor.
La duda permaneció, pues, en pie y dejó tras de sí la obsesión de apuntar los números de los billetes de Banco, por los cuales se distingue individualmente cada billete de los demás de igual valor.
Estos pocos ejemplos, extraídos de la copiosísima colección por mí reunida, tienden a explicar exclusivamente la tesis de que los actos obsesivos entrañan, en todos sus detalles, un sentido y son susceptibles de interpretación. Lo mismo puede afirmarse del ceremonial propiamente dicho, pero la demostración exigía mayor espacio. No se me oculta en modo alguno hasta qué punto la explicación de los actos obsesivos parece alejarnos del círculo de ideas de tipo religioso. Entre las condiciones de la enfermedad figura la de que la persona que obedece a la obsesión realice los actos correspondientes sin conocer la significación de los mismos, por lo menos su significación capital. Sólo el tratamiento psicoanalítico hace surgir en su conciencia el sentido del acto obsesivo y los motivos impulsores. Decimos, por tanto, que el acto obsesivo sirve de expresión a motivos y representaciones inconscientes, lo cual parece entrañar una nueva diferencia con respecto a las prácticas religiosas; pero hemos de pensar que también el individuo devoto desarrolla generalmente el ceremonial religioso sin preguntar su significación, en tanto que el sacerdote y el investigador sí conocen, desde luego, el sentido simbólico del rito. Pero los motivos que impulsan a la práctica religiosa son desconocidos a todos los creyentes o quedan representados en su conciencia por motivos secundarios interpuestos.
El análisis de los actos obsesivos nos ha procurado ya un atisbo de la causa de los mismos y de la concatenación de sus motivos. Puede decirse que el sujeto que padece obsesiones y prohibiciones se conduce como si se hallara bajo la soberanía de una conciencia de culpabilidad, de la cual no sabe, desde luego, lo más mínimo. Trátese, pues, de una conciencia inconsciente de culpa, por contradictorios que parecen los términos de semejante expresión. Esta conciencia de culpabilidad tiene su origen en ciertos acontecimientos psíquicos precoces, pero encuentra una renovación constante en la tentación reiterada en cada ocasión reciente y engendra, además, una expectación angustiosa que acecha de continuo una expectación de acontecimientos desgraciados, enlazada, por el concepto del castigo, a la percepción interior de la tentación.
Al principio de la formación del ceremonial, el enfermo tiene aún conciencia de que ha de hacer necesariamente esto o aquello si no quiere que le ocurra una desgracia, y por lo regular, todavía se hace presente a su conciencia cuál es la desgracia temida. La relación, siempre demostrada, entre la ocasión en la que surge la angustia expectante y el contenido con el cual amenaza, se oculta ya al enfermo. Así, pues, el ceremonial se inicia como un acto de defensa o de aseguramiento, como una medida de protección.
A la conciencia de culpabilidad de los neuróticos obsesivos corresponden la convicción de los hombres piadosos de ser, no obstante la piedad, grandes pecadores, y las prácticas devotas (rezos, jaculatorias, etc.), con las que inician sus actividades cotidianas y especialmente toda empresa inhabitual, parece entrañar el valor de medidas de protección y defensa.
Considerando el hecho primero en que se basa la neurosis obsesiva, logramos una visión más profunda de sus mecanismos. Tal hecho es siempre la represión de un impulso instintivo (de un componente del instinto sexual) que se hallaba integrado en la constitución del sujeto; pudo exteriorizarse durante algún tiempo en la vida infantil del mismo y sucumbió luego a la represión. Ésta crea una vigilancia especial de la conciencia, orientada hacia los fines de dicho instinto; pero tal vigilancia, producto psíquico de la reacción al mismo, no se considera segura, sino, muy al contrario, amenazada de continuo por el instinto que acecha en lo inconsciente.
La influencia del instinto reprimido es percibida como tentación, y en el curso mismo del proceso de represión nace la angustia, la cual se apodera del porvenir bajo la forma de angustia expectante. El proceso de represión que conduce a la neurosis obsesiva es, por tanto, un proceso imperfectamente cumplido y que amenaza fracasar cada vez más. Resulta así comparable a un conflicto sin solución, pues son necesarios de continuo nuevos esfuerzos psíquicos para equilibrar la presión constante del instinto.
Los actos ceremoniales y obsesivos nacen así, en parte, como defensa contra la tentación, y en parte, como protección contra la desgracia esperada. Pronto los actos protectores no parecen ya suficientes contra la tentación, y entonces surgen las prohibiciones, encaminadas a alejar la situación en que la tentación se produce. Vemos, pues, que las prohibiciones constituyen a los actos obsesivos, del mismo modo que una fobia está destinada a evitar al sujeto un ataque histérico. Por otra parte, el ceremonial representa la suma de las condiciones bajo las cuales resulta permitido algo distinto, aún no prohibido en absoluto, del mismo modo que la ceremonia nupcial de la Iglesia significa para el creyente el permiso del placer sexual, considerado, si no, como pecado. AI carácter de la neurosis obsesiva, así como al de todas las afecciones análogas, pertenece también el hecho de que sus manifestaciones (sus síntomas, y entre ellos, también los actos obsesivos) llenan las condiciones de una transacción entre los poderes anímicos en pugna. Traen así consigo de nuevo algo de aquel mismo placer que están destinadas a evitar y sirven al instinto reprimido no menos que las instancias que lo reprimen. E incluso sucede que al progresar la enfermedad los actos primitivamente encargados de la defensa van acercándose cada vez más a los actos prohibidos, en los cuales el instinto pudo manifestarse lícitamente en la época infantil.
De estas circunstancias hallaríamos también en los dominios de la vida religiosa lo que sigue: La génesis de la religión parece estar basada igualmente en la renuncia a determinados impulsos instintivos; mas no se trata, como en la neurosis, exclusivamente de componentes sexuales, sino de instintos egoístas, antisociales, aunque también éstos entrañen, por lo general, elementos sexuales. La conciencia de culpabilidad consecutiva a una tentación inextinguible y la angustia expectante bajo la forma de temor al castigo divino se nos ha dado a conocer mucho antes en los dominios religiosos que en los de la neurosis. Quizá a causa de los componentes sexuales entremezclados, o acaso a consecuencia de cualidades generales de los instintos, también en la vida religiosa resulta insuficiente y nunca perfecta la represión de los instintos. Las recaídas en el pecado son incluso más frecuentes en el creyente que en el neurótico y sirven de base a un nuevo orden de actividades religiosas: a los actos de penitencia, cuyo paralelo encontraremos también en la neurosis obsesiva.
La neurosis obsesiva presenta un carácter peculiarismo que la despoja de toda dignidad. Y es el hecho de que el ceremonial se adhiere a los actos más nimios de la vida cotidiana y se manifiesta en prescripciones insensatas y en restricciones absurdas de los mismos. Este rasgo singular de la enfermedad se nos hace comprensible cuando averiguamos que el mecanismo del desplazamiento psíquico, descubierto por mí en la producción de los sueños, preside también los procesos anímicos de la neurosis obsesiva. En los ejemplos de actos obsesivos antes expuestos se hace ya visible cómo el simbolismo y el detalle de tales actos nacen por medio de un desplazamiento desde el elemento auténtico e importante a un sustitutivo nimio; por ejemplo, desde el marido al sillón. Esta tendencia al desplazamiento es la que modifica cada vez más el cuadro de los fenómenos patológicos y logra, por fin, convertir lo aparentemente más nimio en lo más importante y urgente. Es innegable que en el terreno religioso existe también una tendencia análoga al desplazamiento del valor psíquico, y precisamente en igual sentido; de suerte que el ceremonial, puramente formal, de las prácticas religiosas se convierte poco a poco en lo más esencial y da de lado su contenido ideológico. Por eso las religiones sufren reformas que se esfuerzan en establecer los valores primitivos.
A primera vista, los actos religiosos no parecen entrañar aquel carácter transaccional que los actos obsesivos integran como síntomas neuróticos, y, sin embargo, también acabamos por descubrir en ellos tal carácter cuando recordamos con cuánta frecuencia son realizados, precisamente en nombre de la religión y en favor de la misma, todos aquellos actos que la misma prohíbe como manifestaciones de los instintos por ella reprimidos. Después de señalar estas coincidencias y analogías podríamos arriesgarnos a considerar la neurosis obsesiva como la pareja patológica de la religiosidad; la neurosis, como una religiosidad individual, y la religión, como una neurosis obsesiva universal. La coincidencia más importante sería la renuncia básica a la actividad de instintos constitucionalmente dados, y la diferencia decisiva consistiría en la naturaleza de tales instintos, exclusivamente sexuales en la neurosis y de origen egoísta en la religión.
La renuncia progresiva a instintos constitucionales, cuya actividad podría aportar al yo un placer primario, parece ser uno de los fundamentos del desarrollo de la civilización humana. Una parte de esta represión de instintos es aportada por las religiones haciendo que el individuo sacrifique a la divinidad el placer de sus instintos. «La venganza es mía», dice el Señor. En la evolución de las religiones antiguas creemos advertir que mucha parte de aquello a lo que el hombre había renunciado como «pecado» fue cedido a la divinidad y estaba aun permitido en nombre de ella, siendo así la cesión a la divinidad el camino por el cual el hombre hubo de liberarse del dominio de los instintos perversos, antisociales. No es quizá, por tanto, una casualidad que a los dioses antiguos se les reconocieran, sin limitación alguna, todas las cualidades humanas -con los crímenes a ellas consecutivos-, ni tampoco una contradicción, el que a pesar de ello no fuera lícito justificar con el ejemplo divino los crímenes propios.
Viena, febrero 1907