Llegué a China por primera vez en septiembre de 2011, en plena borrasca de la crisis económica, con la intención de investigar sobre la relación entre los valores éticos tradicionales y el auge económico del país.
El caso es que, durante estos dos años y pico estudiando los distintivos de la educación familiar y escolar, la profesionalización de los universitarios, o el carácter distintivo de las empresas chinas, he aprendido casi tanto sobre la sociedad española como sobre la china.
Antes de embarcarme en el trabajo de campo ya me había topado con varias referencias a este curioso fenómeno, pero no tenía ni idea de que eso de mirarse a sí mismo en el reflejo de otra cultura pudiese llegar a ser tan enriquecedor.
Claro que, ese enriquecimiento no se produce por las buenas, y antes de ser capaz de verse en el espejo de “los otros” hace falta abandonar ese tentador vicio etnocentrista que supone tratar de proyectarse a uno mismo y a sus referentes culturales sobre los demás.
Y fue precisamente de ese modo como acabé dándome cuenta de que, desde un punto de vista antropológico, compartimos con los chinos tantos o más rasgos que los que nos unen a ese, sin duda, singular modelo de sociedad que promovió el protestantismo, en especial aquel de corte calvinista.
Max Weber, uno de los “gigantes” de la sociología, consideraba que el calvinismo fue una pieza fundamental para el desarrollo del capitalismo, ya que, según explicó en La ética protestante y el espíritu del capitalismo, su particular visión de la predestinación generaba un enorme nivel de tensión entre este mundo y el otro mundo a sus creyentes, quienes abrazarían la solución del trabajo ascético como forma de alivio.
Dicho de otro modo, el calvinismo, que era, en esencia, otra forma de puritanismo, contribuyó a generar un estilo de vida que elevó al trabajo como principal forma de realización personal y colectiva. Pero olvidémonos de eso de gozar de los frutos del trabajo, porque desde la particular perspectiva del calvinismo, esa actitud, tan propia del catolicismo, constituía un detestable signo de hedonismo y una distracción fatal a la hora de tratar de averiguar si uno estaba destinado a la salvación.
Es por ello que, según sostenía Max Weber, fue en las áreas de influencia del calvinismo donde se produjo una mayor capacidad de ahorro y acumulación de capital, requisitos indispensables para poner en marcha ese proyecto profundamente transformador que conocemos como Revolución Industrial.
¿Y qué hay del resto de culturas y civilizaciones ajenas al peculiar estilo de vida protestante?
Para la época en que escribió Max Weber, ya se habían comenzado a industrializar otros países de mayor presencia católica, tendencia que interpretó básicamente como fruto de la“adopción” del modelo de organización y producción liderado por el protestantismo para, de ese modo, ponerse a la altura de las cotas de modernización social y económica de las principales potencias.
Sin embargo, el sociólogo alemán se mostró muy tajante a la hora de descartar la posibilidad de que esas otras culturas y civilizaciones pudiesen dar lugar a una génesis del capitalismo en sus propios términos.
Esta es, básicamente, la conclusión a la que llegó en relación a China, a la que veía incapaz de modernizarse a través de sus propias bases culturales, aunque ya vaticinó que, en el caso de que optase por “importar” el modelo de modernización occidental, podría llegar a desarrollar su economía incluso más exitosamente que Japón.
Como era de esperar, los planteamientos de Weber han recibido cantidad de críticas a lo largo del siglo que nos separa del momento en que fueron publicadas muchas de sus obras. Sin embargo, si echamos un vistazo a los efectos de la última crisis económica sobre las diversas áreas de influencia religiosa, no cabe duda de que aquellas de cuño protestante se están recuperando de forma mucho más satisfactoria que las de influencia católica, ortodoxa, o islámica.
¿Y qué pasa con el “milagro” de China? Pues veremos hasta qué punto son capaces de mantener en marcha su “capitalismo de Estado”, porque no está nada claro que dicho modelo pueda superar la lógica perversa de ese “capitalismo de rapiña” que, según el propio Weber, pusieron en práctica las élites confucianas durante el Imperio Chino, y que parecen seguir manteniendo las élites comunistas en la actualidad.
Por otra parte, dentro de las aportaciones de Max Weber sobre esta cuestión existen otros aspectos más sutiles y más complicados de extraer, pero que nos ofrecen pistas de lo más reveladoras a la hora de comprender el carácter de los diferentes modelos de modernización, incluido el de España.
En el caso de mi investigación, todo comenzó a encajar cuando pasé a utilizar un esquema conceptual que derivé de su línea teórica (en particular de la Teoría de los estadíos y direcciones del rechazo religioso del mundo) y que se basa en las relaciones entre los linajes patriarcales, las organizaciones religiosas y el Estado.
Se trata de un esquema que, según el caso, puede resultar mucho más eficiente que aquel basado en los conceptos de “tradición” versus “modernidad”, y que puede actuar a modo de puente entre teorías antropológicas y sociológicas.
A mi modo de ver, dicho puente resulta especialmente revelador al conectar las teorías de Max Weber con la teoría de Claude Lévi-Strauss sobre el origen de la cultura como fruto original del tabú del incesto.
De acuerdo con Lévi- Strauss, el tabú del incesto habría supuesto una primera limitación a la endogamia en el seno de la sociedad primitiva, obligando a sus miembros a buscar pareja más allá de los lazos de parentesco.
Esta primera “renuncia” o limitación a los impulsos naturales daría lugar a lo que Max Weber denominaba como “comunidad natural del linaje”, un modelo de organización social generalmente basado en los linajes patriarcales (mucho más comunes que los escasos y controvertidos casos de sociedades matriarcales).
Hablamos de un modelo que toma a la familia como unidad de medida y como modelo a través del cual observar y ordenar el mundo, un modelo que, según Max Weber, estaba caracterizado por una visión particularista que acostumbraba a entender los conflictos partiendo de la posición social específica de los implicados.
Este tipo de sociedad se regiría por principios como el de la piedad filial, o la obediencia y lealtad hacia padres y patriarcas, ordenando a estos últimos en una compleja y tensa jerarquía más bien ajena a valores abstractos y universales como los de igualdad o justicia.
En la China Antigua, las constantes tensiones por ocupar el cargo de “padre de padres” conducirían a la instauración de los célebres exámenes y las oposiciones al funcionariado, una brillante solución de movilidad social (todavía vigente) que permitiría el acceso a mayores cotas de estatus sin recurrir a los lazos de parentesco.
Pero, al mismo tiempo, supuso una solución prácticamente opuesta a la tomado por Occidente, sobre todo a partir del declive del Imperio Romano, cuando las organizaciones religiosas comenzaron a constituir una alternativa de estructuración social basada en un modelo de hermandad de fe en competencia con los lazos de parentesco.
Así pues, mientras dichas hermandades fueron perseguidas y relegadas a un segundo plano en China por su actitud impía hacia las lealtades familiares, en la roma de los patricios, las organizaciones cristianas ganaron terreno como agentes capaces de re-organizar la sociedad en torno a los valores absolutos que provenían de un Dios omnipotente y juez supremo de los hombres como iguales.
En el caso de China, el nuevo mecanismo encargado de limitar los impulsos de la “comunidad natural” del linaje fue de naturaleza esencialmente mundana (prácticamente técnica), y dio lugar a una burocracia que se adelantó en muchos siglos a su versión occidental.
En el caso de Roma, la re-estructuración social llegó a cargo de la creciente referencia a un plano metafísico o “ultramundano” (en términos weberianos), y se guió por la búsqueda y realización de una serie de valores universales de origen divino.
De ese modo, la civilización occidental giró hacia una visión (teodicea en términos de Weber) que, básicamente, rechazaba el mundo como un mero “valle de lágrimas”, dando lugar a un periodo histórico mucho menos orientado a los logros mundanos. Por ello, no es de extrañar que exploradores occidentales como el célebre Marco Polo quedasen maravillados por la prosperidad de aquel lejano y exótico reino que hallaron al final de la Ruta de la Seda.
Sin embargo, tal y como defiende la teoría de Max Weber, todo acabaría cambiando con el auge del protestantismo, y en especial del calvinismo, que bien podríamos interpretar como la apuesta por un modelo de sociedad todavía más reacio a los lazos de parentesco, y muchos más preocupado por la relación entre colectivo e individuo.
Gráfico de Eurostat sobre el desempleo juvenil: Los países de mayor presencia protestante se concentran en la mitad menos afectada.
No obstante, tampoco hay que olvidar que dicho auge vino acompañado de avances tan decisivos como el de la imprenta, que haría factible la posibilidad de libre interpretación de las escrituras sagradas.
Pero lo más relevante, a mi modo de ver, es precisamente ese nuevo paradigma de lo colectivo y lo individual que promovió el protestantismo, paradigma que, en principio, se sustenta sobre una serie de valores universales abiertos a toda la humanidad.
Sin embargo, en la práctica, el delicado equilibrio entre deberes y derechos colectivos e individuales que diferenciaría a las sociedades protestantes, actuó como un verdadero muro de exclusión para los ajenos a dicho modelo de convivencia.
Esta fue una de las causas de que buena parte de la minoría protestante del Norte de Europa terminase escapando a Norteamérica, donde prácticamente aniquilaron a la población nativa, a la que, probablemente, encontraron más distantes culturalmente de lo que hubiede parecido a ojos de los conquistadores católicos, más proclives al intercambio cultural.
Y esa es, precisamente, la gran paradoja que arrastran las potencias de cuño protestante, que se ven a sí mismas como abanderadas de unos valores universales que sólo son capaces de mantener en el seno de sus sociedades, mientras que fuera de ellas aplican esa fría y letal racionalidad dominadora que Max Weber temía nos empujase a su denostada “jaula de hierro”.
¿Y cuál es el lugar que ocupa la España en esta particular visión de la modernización?
Pues me temo que se trata de una posición un tanto contradictoria.
Por un lado, es innegable que se dispone de un sustrato cultural muy proclive a esa racionalidad orientada a la dominación que han requerido indispensablemente los procesos de modernización.
Pero, por otro lado, resulta igual de indudable que nuestra sociedad adolece de un modelo de lo colectivo y lo individual que, muy a menudo, acaba dominado por la primacía de los lazos de parentesco y las relaciones inter-familiares.
Eso hace que vivamos nuestra particular aventura de modernización como un camino lleno de dudas e inseguridades.
Por ejemplo, a la mayoría nos gusta definirnos como demócratas convencidos y defensores de una sociedad que recompense a los que más contribuyan, o a los que más contribuyan en comparación a lo que pueden hacer (que es una de las más nobles visiones heredadas del catolicismo).
Sin embargo, a la hora de la verdad, en cuanto damos el paso de crear una empresa, o en cuanto accedemos a un cargo de importancia, nos vemos acosados por todo tipo de presiones para que favorezcamos a miembros de nuestra red de parentesco, opción que también cuenta con un gran apoyo en términos morales.
Mientras los británicos y los estadounidenses tienen una cultura política orientada a sospechar siempre de los cargos políticos y vigilarlos celosamente, en España (así como en buena parte de Latinoamérica y los países del Mediterráneo) cuesta mucho ir más allá de la sospecha y la crítica, ya que al llegar el momento de tomar medidas extraordinarias, siempre acaban surgiendo las dudas de si no estaremos atacando injustamente al patriarca de turno, y al finaloptamos por esperar a que ese nepotismo que criticamos colectivamente nos salve a título individual.
Y en esto, queridos amigos, nos parecemos muchísimo a los chinos, quienes son muy conscientes de todo lo injusto que les rodea, pero prefieren esperar pacientemente a que les llegue ese “enchufe” tan ansiado en lugar de exigir los cambios profundos que requiere la construcción de una sociedad verdaderamente democrática. Pues, a fin de cuentas, ¿quién no tiene un contacto por ahí?
Por otra parte, en estos dos años y pico que llevo viviendo en China, en más de una ocasión me ha parecido estar presenciando los mismos errores en materia económica que llevaron al traste a la “insegura” economía española, aunque es probable que el desastre que aguarde al gigante asiático no sea tan serio como el sufrido por España.
¿Por qué? Pues principalmente porque China es un país cuyos líderes son muy conscientes de las “trabas” culturales que pueden encontrarse a la hora de llegar conquistar las cotas de desarrollo de Estados Unidos, y por eso mismo se están preocupando mucho de invertir en ciencia y tecnología, dos ámbitos de lo más determinante para el porvenir de las civilizaciones modernas.
Muchas veces me pregunto qué fue lo realmente decisivo para la modernización de Occidente, si el invento de la imprenta, o el auge del calvinismo, aunque probablemente lo fueron ambas al mismo tiempo y de forma inseparable.
Y por esa misma razón, si de verdad importa el futuro, en España quizás convendría trasladar el foco de discusión pública hacia este tipo de cuestiones culturales más profundas y más decisivas, comenzando por preguntas tan simples como la de cómo nos vemos a nosotros mismos como sociedad, y hacia dónde nos gustaría encaminarnos.
Quizás alguien me tache de megalómano o de ingenuo, pero, que yo sepa, han sido precisamente esos necesarios momentos de reflexión colectiva, a menudo motivados por graves problemas, los que han marcado el inicio de los más inspiradores proyectos sociales.
Artículo de Javier Tellechea Gago, columnista del Blog Ssociólogos y creador del Blog Historias de Chinas