“…un orden patriarcal agonizante que se defiende en sus últimos estertores, pero que lleva en su vientre, como una madre, algo que es su destino: llegar a parir.”
-Claudio Naranjo.
“Porque el poder que dirige al patriarcado, el poder que está violando la tierra… ha de ser transformado. Ha de haber un contrapeso a todo este frenesí, aniquilación, ambición, competición y materialismo.”
-Marion Woodman.
I. El patriarcado inconsciente
La creciente inclusión de la mujer en los ámbitos culturales y políticos desde fines del s. XIX fue consecuencia de la puesta en crisis y desarticulación de forma cada vez más creciente del fundamento de la organización social en Occidente: la familia patriarcal, caracterizada por la autoridad unilateral ejercida por el padre, jefe de familia y dueño del patrimonio (literalmente, “lo recibido por línea paterna”) que incluía tanto los bienes materiales como los esclavos, la esposa y los hijos. En cierto modo, los movimientos feministas del siglo XX han logrado grandes triunfos históricos, al hacer equivalentes muchos de los derechos sociales de hombres y mujeres en la mayoría de los países de Occidente. El voto femenino, el derecho al divorcio y el empleo igualitario, pueden ser considerados, quizás en igual medida, tanto triunfos de la expansión del feminismo como del desarrollo general de una conciencia humana más democrática y liberal. Otros derechos sociales, como la interrupción voluntaria del embarazo (el derecho de la mujer a decidir sobre su propio cuerpo), están ya contemplados por la ley en numerosos países del mundo, y en muchos otros están actualmente en discusión.
En las primeras etapas del feminismo, generalmente se había supuesto que el patriarcado fue sólo un cambio en las relaciones sociales de poder que sentó las bases para el sometimiento de las mujeres por los hombres. Sin embargo, como hemos visto a lo largo de los artículos precedentes, no podemos entender al patriarcado únicamente como un modo de relaciones sociales de poder, sino como una lógica simbólica fundamental que ha configurado nuestra historia humana y sobre la que se han sostenido o construido todos los aspectos de nuestra cultura. ¿Qué es, entonces, el patriarcado hoy en día?
Desde un punto de vista psicológico, el establecimiento del patriarcado en lo inconsciente colectivo no se tradujo únicamente en una “mejoría” social para los hombres, sino principalmente en la imposición de roles endurecidos y universalizados que definieron y delimitaron culturalmente el comportamiento socialmente aceptable de los hombres y las mujeres, constriñendo a ambos géneros por igual en sus posibilidades de expresión, no sólo políticas y sociales, sino en la propia expresión de su ser. “En los dos casos los rasgos positivos que tradicionalmente se han asociado a cada uno de los dos sexos, se han convertido en caricaturas frustrantes de lo que hombres y mujeres deberían ser”. (Myriam Miedzian, Chicos son, hombre serán, 1995).
En la cultura patriarcal, irónicamente, el hombre ha sido forzado a ajustarse a una imagen extremadamente estrecha y mutilada de sí mismo: la de una virilidad fuerte, inflexiblemente segura, exclusivamente racional, con la que no son compatibles la debilidad, ni el miedo, ni la tristeza, ni la sensibilidad emocional, ni la empatía, ni la expresión estética, ni las demostraciones profundas de afecto. En la mística de la masculinidad patriarcal, todos estos rasgos son considerados implícitamente femeninos y, por lo tanto, degradantes. “Este código ético es interiorizado desde la infancia por los varones desde distintos ámbitos […]: el familiar, el educativo, el de las relaciones entre iguales, el deportivo y el de la cultura de masas. Por mandato social, el hombre tiene que aprender a reprimir y ocultar sentimientos […] Para construir esta personalidad el hombre “no llora”, no siente miedo, se controla y evita caer en debilidades afectivas […] Transgredir cualquiera de los preceptos sociales que le califican como “hombre de verdad”, puede suponer poner en duda su masculinidad y ser tratado como no masculino o afeminado con el carácter de inferioridad que ello conlleva. Por eso, si hay algo peor que “no ser hombre” es ser homosexual, porque esto le acercaría mucho más a ser femenino, que es la mayor categoría de inferioridad.” (López Castro, Cómo influye el patriarcado en la masculinidad arquetípica, 2007). El hombre patriarcal, además, para consolidarse como tal, debe ser un conquistador, debe competir y triunfar en la guerra individualista por conquistar espacios de poder (donde poder equivale a acumulación de dinero y status social). En términos económicos, esa guerra se ha traducido en capitalismo global.
Por su parte, la mujer patriarcal fue considerada casi exclusivamente en dos estereotipos masculinos contrapuestos que pasarían a confinar su destino o etapas inevitables en su vida: el de mujer-objeto y el de madre. Fuera de estos estereotipos, la mujer sería definida como un ser obediente, pasivo, carente de pensamiento crítico o capacidades intelectuales que le permitan ser tenido seriamente en cuenta en las cuestiones importantes de la sociedad. “La mujer no ha jugado en ella ningún papel protagónico o relevante, si acaso el de cumplir el papel de una compañera cuya tarea es dar sosiego al conquistador, darle más hijos (que sean varones preferentemente) y que sea capaz de reproducir en el espacio doméstico (único espacio en el que encuentra su “realización”) la educación y los valores masculinos” (Arturo Toscano Medina, La filosofía, la mujer y la cultura, 2001).
La revolución feminista significó en gran medida el cuestionamiento de estos prejuicios patriarcales, abriendo las puertas a las mujeres para integrarse de forma más igualitaria en las esferas laborales e intelectuales de la cultura. Pero si bien hoy se reconoce cada vez más colectivamente en la sociedad occidental que las mujeres tienen las mismas capacidades intelectuales que los hombres y gozan cada vez más de sus mismos derechos, su inclusión social ha sido en términos de “lo masculino”. En este sentido, en el siglo XX muchas mujeres abandonaron la identificación inconsciente con los estereotipos femeninos tradicionales del patriarcado para abrazar el estilo heroico “masculino” de la modernidad competitiva sedienta de logros capitalistas en la arena del mercado. “En los primeros días del feminismo, por ejemplo, muchas mujeres quisieron disipar el mito de la biología como destino y demostrar la capacidad de la mujer para pensar claramente, gobernar con autoridad y alcanzar lo que alcanzan algunos hombres. A resueltas de ellos, algunas mujeres se volvieron adictas a la embriagadora fiebre de la productividad, convirtiéndose en adictas al trabajo y pretendiendo ser «supermujeres». Así como sus madres pueden haber sacrificado el trabajo por el amor, ellos pueden haber sacrificado las relaciones amorosas en beneficio de sus carreras […]. Ahora las mujeres dicen sentirse insatisfechas con estas nuevas sendas, lamentando la pérdida de la feminidad […], de perder el contacto con nuestros instintos femeninos, al haber dado prioridad al desarrollo de la identidad individual a costa de los valores de relación.” (Connie Zweig, Ser mujer: el nacimiento de la feminidad consciente, 1990).
En su rol de objeto-sexual, la mujer ha pasado de ser el atractivo trofeo del varón conquistador a un objeto más de consumo en la sociedad capitalista, reproducido e impuesto por los medios hegemónicos de comunicación, especialmente a través de la publicidad, cuyo objetivo no es sólo vender un producto, sino una imagen ideal y un estilo de vida acordes con los valores de la sociedad de mercado. Los estereotipos de la normalmente inalcanzable “feminidad ideal” impuestos por el mercado ejercen una enorme presión social en la mujer actual, la cual suele traducirse en frustración y en variadas patologías psicológicas.
Sin embargo, estos roles estereotipados y patológicos, en la medida en que comienzan a volverse conscientes, se están viendo debilitados, flexibilizados y cuestionados de manera cada vez más creciente. Su transformación puede ser considerada como un aspecto inevitable de la necesidad colectiva de evolucionar hacia una nueva cultura.
II. INDIVIDUALIDAD Y COMUNIÓN
En sus investigaciones experimentales sobre el desarrollo temprano de la personalidad en niños y niñas en los años ochenta, la psicóloga y filósofa Carol Gilligan descubrió que existen ciertas tendencias innatas de carácter entre uno y otro sexo. Gilligan, que se convertiría en la primera profesora de estudios de género en la Universidad de Harvard, concluyó que existe una tendencia natural en los hombres hacia el individualismo, mientras que en las mujeres hay una tendencia a poner el acento en las relaciones entre las personas. En el ámbito ético, los hombres tienden a pensar en reglas formales y abstractas, insistiendo en la importancia de la autonomía del individuo y de la adecuación al derecho, mientras que las mujeres tienden a considerar las cosas en términos contextuales, relacionales, a pensar en términos de comunidad y a otorgar más importancia al respeto y las responsabilidad con los otros.
Siguiendo las investigaciones de Gilligan, podríamos decir que el sexo masculino tiene una tendencia innata al desarrollo de la autonomía, pero teme en cierto modo las relaciones, mientras que el sexo femenino tiende a valorar más profundamente las relaciones, pero tiene dificultades con la autonomía. “Hoy en día hemos llegado a un punto crítico de la evolución, un punto en el que los roles sexuales primarios −hiperautonomía para los hombres e hiperrelación para las mujeres− están siendo, en cierto modo, trascendidos; un punto en el que los hombres deben aprender a aceptar su ser relacional y las mujeres deben aprender a aceptar su autonomía.” (Ken Wilber, Breve historia de todas las cosas, 1997).
No es difícil percibir, entonces, cómo nuestra actual cultura se ha erigido sobre un desequilibrio básico de prioridades, en el cual los valores considerados “femeninos” (la cooperación, la empatía, la solidaridad y la preocupación por el bien común) se han infravalorado o relegado a la esfera de los ideales utópicos y humanitarios, mientras que los valores “masculinos” (el individualismo, la competencia y el self-made man americano) han determinado la lógica de las relaciones sociales a través de la cuales nuestra sociedad funciona, una lógica cuyo principal objetivo es privilegiar a los nuevos conquistadores y reyes del mundo, aquellos que alcanzan la cima de la pirámide del mercado (o que ya se encuentran en ella). “Los problemas a los que nos enfrentamos hoy aumentan por la definición de una individualidad que ha llegado a significar una simple búsqueda del yo, y una democracia que ha perdido también su significado […]. En nuestro sistema competitivo, parece que pensamos que uno debe arreglarse por sí mismo. Una vez más, las partes están funcionando sin consideración al interés del todo. Gran cantidad de personas crece sin ningún sentimiento de pertenecia a la comunidad y carecen de sentimientos de lealtad y ayuda a los demás […] Una de las principales dificultades es que la mención del amor en cualquier marco que no sea fundamentalmente personal se ha convertido en algo sentimentalizado, emasculado, relegado a la imagen de la escuela dominical de una efímera idealización. Se escriben libros enteros de psicología en los que no se encuentra ninguna mención al amor. Sin embargo, el amor sigue siendo la dinámica más esencial en el funcionamiento sano de la sociedad.” (John Weir Perry,La evolución de la conciencia, 1988).
Este desequilibrio ha dado lugar a una civilización que, a pesar de su desarrollo técnico e intelectual, sigue sosteniéndose, aún hoy, sobre una lógica despiadada, en la cual las relaciones de dominación, explotación (del hombre y del medio ambiente) y desigualdad extremas se han naturalizado al punto de volverse imperceptibles para la mayoría de las personas. Como reflejó la implacable pregunta del presidente uruguayo José Mujica en la Cumbre de las Naciones Unidas sobre Desarrollo Sustentable del año 2012: “¿Es posible hablar de solidaridad y de que “estamos todos juntos” en una economía que está basada en la competencia despiadada? ¿Hasta dónde llega nuestra fraternidad?”
Individualidad y comunión, sin embargo, podrían ser valores fundamentales para construir una cultura equilibrada. Mientras que los totalitarismos de Estado pueden ser contemplados como expresiones sociales desequilibradas (y, en última instancia, falsas) del principio de Comunión, en donde la individualidad queda subsumida y aplastada por su adecuación a una fuerza impuesta desde un poder estatal concentrado, autoritario y jerárquico; el neoliberalismo capitalista, por su parte, puede ser visto como una expresión desequilibrada del principio de Individualidad, en donde la libertad colectiva se ha identificado con la libertad de los mercados (desregulación económica) y la libertad y el desarrollo personal se han identificado con la noción de una ilusoria libertad de consumo o, en su defecto, una promesa de libertad individual ganada “con el sudor de la frente” a través de una justificada y glorificada competencia social: “En el capitalismo mágico, somos todo lo libres que nuestro dinero puede pagar, dado que tal y como reza su primera ley: “la libertad de las personas es inversamente proporcional a la libertad de los capitales””(Rafa Cuadrado, La necedad de vivir sin tener precio, 2012).
La imagen del desarrollo individual dentro del capitalismo depende entonces exclusivamente de una ilusoria meritocracia mercantilista que, aunque fuera real, representaría la antítesis de una verdadera cooperación colectiva, no resumiéndose en otra cosa que una lucha egocéntrica por el poder. En este sentido, el desarrollo del capitalismo neoliberal posmoderno puede ser contemplado como la expresión socioeconómica de la estructura egocéntrica de conciencia que predomina actualmente en nuestra cultura, de una individualidad que ha devenido en individualismo narcisista y alienante y que necesita desesperadamente reconocer su lugar en la unidad mayor en la que existe. “Es verdad que [en el capitalismo] no existe nada ni remotamente parecido a la igualdad de oportunidades, pero incluso si existiera, el sistema de todos modos sería inaceptable. Supongamos que los dos corredores largan exactamente del mismo punto, usan el mismo calzado y todo lo demás. Mientras que uno llega primero y se lleva todo lo que quiere, el otro llega segundo y se muere de hambre.” (Noam Chomsky, El bien común, 1998).
En términos junguianos, las perspectivas comunistas, que defienden la existencia de un Estado centralizado que lo abarca y administra todo, descansan sobre el arquetipo de la Madre, en donde la institución estatal es la familia que contiene y provee a todos sus hijos por igual; mientras que las perspectivas capitalistas se sostienen casi exclusivamente sobre el arquetipo del Héroe, en donde la voluntad y el esfuerzo individual se conciben e idealizan como únicos rasgos morales válidos para construir una sociedad “justa”, pero que en la práctica constituyen una falsa justificación ética de las desigualdades, al mismo tiempo que defienden la noción idealizada del esforzado y triunfal ascenso social; en otras palabras, de una jerarquía de poder, lo que nos conduce nuevamente a los aspectos negativos del arquetipo del Padre. “La historia de la civilización ha sido, a grandes rasgos, la historia de una brutalidad enmascarada tras la idealización del heroísmo. Si imaginamos a un habitante de Marte observando los acontecimientos que tienen lugar en la Tierra a través del paso de los siglos, no nos extrañaría que llegara a la opinión de que los humanos, en su conjunto, son despiadados: gente de muy poca compasión.” (Claudio Naranjo, La mente patriarcal, 2010)
Otro modo de ver estas dos perspectivas en el aspecto positivo de cada una es en la forma de derechos y responsabilidades. El gran desafío de nuestra cultura, cada vez más global, sea probablemente hallar un equilibrio dinámico entre estas dos esferas de valores, construir una cultura en donde el auténtico desarrollo individual y el desarrollo colectivo no estén en contradicción, sino que sean dos aspectos valorados y fomentados por igual de una nueva y cooperativa organización social. El filósofo anarquista Mijaíl Bakunin sintetizó de forma unificadoramente clara esto al afirmar: “No seré verdaderamente libre hasta que todos los hombres y mujeres que me rodean sean también libres. La libertad del otro, lejos de suponer una limitación para mi libertad, es una condición indispensable para su realización” (Mijaíl Bakunin, Dios y el Estado, 1871).
Una cultura en donde las responsabilidades impliquen un auténtica participación e implicación de cada individuo en la construcción y el desarrollo de la sociedad demanda repensar nuestro sistema democrático y nuestra concepción del Estado. Nuestros actuales sistemas democráticos, que en teoría debieran representar la voluntad de sus pueblos, tienden sin embargo a reflejar en realidad la voluntad de los intereses privados; esto es, del mercado. “La anarquía económica de la sociedad capitalista tal como existe hoy es, en mi opinión, la verdadera fuente del mal […]. El capital privado tiende a concentrarse en pocas manos […]. El resultado de este proceso es una oligarquía del capital privado cuyo enorme poder no se puede controlar con eficacia incluso en una sociedad organizada políticamente de forma democrática. Esto es así porque los miembros de los cuerpos legislativos son seleccionados por los partidos políticos, financiados en gran parte o influidos de otra manera por los capitalistas privados […]. La consecuencia es que los representantes del pueblo de hecho no protegen suficientemente los intereses de los grupos no privilegiados de la población.” (Albert Einstein, ¿Por qué el socialismo?, 1949). Sumado a ello, la influencia decisiva que los poderes económicos concentrados ejercen a través de los medios de comunicación dominantes para configurar la opinión social y “construir realidades”, hace de nuestra democracia un mecanismo profundamente manipulable por el poder.
Si el actual despotismo económico del capitalismo patriarcal ha de ser trascendido en alguna forma más inteligente y equitativa de organización social, no será a través de la imposición violenta de un Estado centralizado y autoritario, y probablemente tampoco a través de la destrucción de todas las instituciones públicas, sino posiblemente de su gradual o radical transformación. Nuestra democracia representativa, verticalista y burocrática, heredera de los liderazgos monárquicos, necesita evolucionar en formas cada vez más participativas y directas de expresión colectiva. Iniciativas como la Ley Orgánica de Comunas en Venezuela, o proyectos de democracia digital como el Open Ministry de Finlandia, el Partido WikiLeaks de Julian Assange en Australia, o el Partido de la Red en Argentina parecen avanzar fuertemente en esa dirección. La expresión de una voluntad colectiva más consciente y cooperativa ha de ir la mano necesariamente de una democracia más participativa. La democracia participativa implica una expresión de la voluntad individual, al tiempo que demanda una responsabilidad e implicación mayor en la cocreación de lo colectivo. Incluso alternativas tan revolucionarias como la Economía Basada en Recursos no pueden pensarse seriamente en la práctica como alternativas superadoras al capitalismo sin algún sistema de democracia participativa.
Hoy, los muros opresivos de nuestra cárcel patriarcal son cada vez más evidentes, sus paredes tiemblan como sostenidas sobre plataformas arenosas y apocalípticas. Su suelo resulta cada vez más débil, más ridículo, más inverosímil, sus ídolos se resquebrajan y se caen, y sus columnas se doblan y se agrietan para romperse. La actual crisis económica, política y ecológica de nuestro tiempo nos demanda una nueva cultura si es que hemos de sobrevivir en este mundo, ha de empujarnos hacia la construcción de esta nueva cultura, a una inclusión y superación de nuestras revoluciones y fracasos, de nuestros triunfos brillantes y nuestras contradicciones vergonzosas, a una síntesis alquímica de nuestra historia.