Una colaboración de Lipe2000
En algunas conversaciones sobre la eficacia de la meditación, siempre hay quien se manifiesta escéptico , por que la consideran una tarea demasiado simple; otros ven imposible hacer una autentica meditación sumergidos en la vida cotidiana actual llena de distracciones y tareas vanales; o creen que se precisan unos conocimientos e inteligencia especiales para trabajar en la búsqueda de la espiritualidad, de la iluminación. Este cuento puede dar respuesta a alguno de esos pensamientos.
Cuentan que, en cierta ocasión, un joven simple pidió entrar como novicio en un templo
zen. El abad accedió, pero viendo su escasa capacidad para realizar incluso las tareas
mas fáciles, decidió encargarle que barriera bien el patio todos los días. Así
pasaron las semanas, los meses y los años, y el joven simple se afanó en barrer
minuciosamente el patio durante todos los días de su vida.
Lloviera, nevara, hiciera calor o viento, estuviera enfermo o cansado, el joven simple no
dejó jamás de barrer cuidadosamente el patio con su vieja escoba.
Nunca antes se había visto el patio más limpio. Una mañana, el abad se fijó mas detenidamente en «el
monje de la escoba» y percibió como si algo apenas visible, pero muy especial, emanara de él, algo que provocaba respeto y reconocimiento, algo en lo que antes no había reparado, acostumbrado como
estaba a verlo un día tras otro, casi formando ya parte del paisaje del patio. El semblante de su rostro emanaba verdadera paz interior, verdadera sabiduría. Llegó ante él,
lo invitó a dejar la escoba un momento, y le propuso algunas preguntas de hondo
contenido espiritual. Minutos después, el abad unió las manos sobre su pecho y se
inclinó ante el monje simple con una profunda reverencia: había descubierto a un auténtico
iluminado.
-¿Cómo has alcanzado este estado? -le preguntó el abad-. Tú no has recibido enseñanza
de los maestros del templo y ni siquiera has leído las escrituras, tampoco has meditado
durante horas junto a los demás monjes, únicamente te has dedicado a barrer el patio
todos los días, mañana y tarde.
-Dices bien querido abad -contestó el monje-, Mi mejor maestro ha sido la escoba,
que me mostró el valor del silencio, de la humildad y del servicio; mis escrituras han
sido el polvo seco del verano, las hojas del otoño, las lluvias de primavera y la nieve del
invierno; y mi meditación ha estado siempre presente en la intención de barrer lo mejor
que he sabido y he podido, viviendo ese momento siempre en el mas absoluto aquí y ahora.
Oídas aquellas palabras, el abad humíldemente se retiró en silencio y el monje continuó barriendo con
su escoba.
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