domi Praga

Ella parecía quererme —qué absurdo: quererme— más allá de todas las cosas. ¿Fue eso lo que me conmovió? ¿Que algo tan indefenso me eligiera tan completamente? Confiara de ese modo. Bebé, cachorro, linda, un gato, una cosa pequeña indescifrable, un poco enferma. Algo a punto de romperse. Músculos y carne. Dientes. Las orejas. ¿Qué fue lo que me conmovió, a mí, que nunca quise cuidar de nada vivo? ¿El cuerpo desmadejado, que elegí cuidar? Había, en la casa, otra gente, pero ella, de entre todos, me elegía a mí. Me producía ternura, orgullo, ganas de volver y verla: era bella, cruda, altiva, siniestramente hermosa, un poco punk, desaforada en su elegancia. Se dejó cuidar con la convicción de quien nace para ser sobreviviente. Se quedaba laxa, dormida en mi regazo. Me conmovía su peso, su levedad algodonosa. Me hacía sentir menos arisca, aplacada, menos feroz. Ahora, porque así es la vida, porque así es como funciona —dicen, me dicen: porque así son los gatos—, de un viernes para un lunes, sin motivos, pasó al otro lado del espejo. Dejó de mirarme. De venir a mi lado. Ella, que parecía quererme —qué absurdo: quererme—, ya no me ve. La miro ir y venir por la casa y no la reconozco. Ese, me digo, es el cuerpo que me hacía chirriar de ternura, tétricamente blando. Su dulce desdén. Su entrega. Nos dimos lo que no debíamos darnos: lo que se cree para siempre, aun sabiendo que se va a perder. Ella encontró algo más verdadero que mi vieja máquina de hechizos. Entre el mundo real y mis penumbras, que ella hacía más claras, eligió bien. Cuando la veía dormir, yo la llamaba con un nombre secreto, que jamás dije en voz alta. Ahora, que ya no importa, puedo decirlo: Praga. Yo la llamaba Praga. No sé quién fui durante mis días en su lado salvaje.

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