«Si los indios no hubiesen calado dentro de la concepción humana de los españoles del siglo XVI, hombres como Bartolomé de Las Casas que, al fin y al cabo era español, y antes de fraile, conquistador, no se habría abrogado la defensa de los indios. La prueba de que no era un sentimentalismo de Las Casas y sus cofrades estriba en que así como defienden al indio, no vacilan en justificar la esclavitud del negro».
Si con todas estas creencias los Viajeros de Indias desencadenaban matanzas o muertes innecesarias, sin causa ni justificación alguna, (aún entre ellos mismos) tendremos que concluir en que aquello era un acto de crueldad, y sádicos por consiguiente sus ejecutores. La mayor parte eran homicianos, ladrones y mariscantes, Basta ver el sin número de «desorejados» y de «desnarizados» (castigo que se utilizaba en España contra los delincuentes y asesinos) que pululaban en el Nuevo Mundo. Con gente de ésta ralea no se puede fundar un pueblo. Malo habrá de ser el fruto si es ésta la semilla.
No hay razón psicológica que aminore la anomalía de un torturador o que justifique la razón de un suplicio. ¿Mediante qué razonamiento se puede comprender a un Valdivia, a un Garci González de Silva o a un Pizarro, que aplicaban la tortura del empalamiento? En todas las épocas se han llamado crueles a los hombres que hacen sufrir, aunque sea a sus animales. En la época de Nerón, se decía que el carácter cruel del emperador se reveló el día en que, siendo niño, se descubrió su afición por arrancar las alas a las moscas. La humanidad de todos los tiempos ha repudiado con las peores palabras a los hombres que se deleitan con el sufrimiento de sus víctimas. Hasta los aztecas, que tan despiadados se muestran a nuestros ojos, daban el «hongo divino» para drogar a los que iban a ser conducidos a las piedras del sacrificio. ¿Cómo se explica entonces el descuartizamiento vivo de los prisioneros a que los españoles eran tan aficionados desde México hasta el Río de la Plata? Los indios de Venezuela los llamaban «ochíes», que quiere decir tigre, calificativo que no es ninguna nimiedad en boca de los más feroces aborígenes del Continente.
Han pasado quinientos años y la sombra de Lope de Aguirre el Tirano sigue atemorizando a nuestro pueblo en las noches sombrías. Tremendo ha debido ser el estremecimiento de América para que quinientos años más tarde, campesinos analfabetos y sin la menor noción de historia hayan conservado todavía fresca la imagen de Lope de Aguirre y de sus crueles compatriotas.
Hay una vieja leyenda india que explica el origen de los cactus y de las orquídeas que se ocultan en la penumbre de la selva, por la compasión de los indios. Condolido por la suerte de su pueblo, Dios transformó a sus guerreros en ágiles y espinosos cactus que en orden de batalla parecen esperar a un enemigo y oculto en el cerrado celaje de la selva al alma adormecida del Trópico, llegó a extraerle las más hermosas leyendas. Así sufriría la carne morena con el tizón y el perno, el látigo y empalamiento.
El suplicio y la tortura van con el conquistador al mismo paso de sus cabalgaduras. No hay expedición que no guarde en sus crónicas los más espantosos aullidos de los indios torturados, como son excepcionales los capitanes que puedan evadir el severo juicio de sus contemporáneos, cuando los acusan de pérfidos, crueles y torturadores.
«Fue una extraña crueldad» —como a cada instante anota Las Casas— lo que en diez años reduce a cero a una población de dos millones en las islas del Caribe. Obsesión homicida es lo que vemos en los rancheos de Velázquez y en los monteos de Esquivel. No cabe otra explicación. Locura es lo que se siente en aquella descarga epiléptica de los hombres de Narváez, cuando en un santiamén degüellan a todo el pueblo de Caonao por obra de un brusco impulso inexplicable. Sensación de extrañeza y malestar es lo que acusamos, tanto el dominico como nosotros, ante aquellos actos, sacramentales donde se colgaban y ahorcaban lentamente a trece indios in memoriam de Jesús y de sus doce Apóstoles. Ni la guerra ni la época pueden explicar en modo alguno las matanzas y barbaridades que aquellos dos mil hombres hicieron en Santo Domingo y en las Antillas circunvecinas. Cuando se teme a la muerte hasta el punto de vivir en ella, es que hay algo que no deja sentir la vida.
Historia del miedo: Pero no es en el Santo Domingo del pacificador Obando, ni del petulante Diego Colón y su corte, donde el Viajero de Indias va a medir su audacia con su codicia. Desde que el Gobernador acuchilló a Anacaona y a cuarenta caciques, la isla sólo tiene dos peligros: los huracanes y los españoles. Los indios, a fuerza de malos tratos, se han extinguido.
Ya no hay miedo en La Española, pero tampoco hay oro. El verdadero dilema del oro y la sangre se plantea mucho más allá de Santo Domingo. En un principio será en la costa firme de Venezuela, en la región del Istmo, en las playas de Yucatán, luego será México, el imperio incaico, las tierras australes. Lo de La Española y las Antillas circunvecinas ha sido apenas un juego de niños. La verdadera medida del conquistador se la darán las tierras que van desde California hasta la Tierra del Fuego. En ellas hay más oro que en La española, pero cien obstáculos en cada legua. Si en Santo Domingo hubo lucha contra los indígenas, hambre y crimines, América se lo devolvería como un eco. Lo que entonces había sucedido era apenas un presentimiento de lo que iba a suceder.
La primera incursión a Tierra Firme: Las primeras expediciones de colonización a Tierra Firme terminan en tragedia. De los 300 hombres que se llevó Alonso de Ojeda para su imaginaria gobernación en la futura Cartagena, menos de 40 salvaron la vida. En el primer choque con los indígenas perecieron en un momento 60 hombres. Estos indios utilizaban flechas envenenadas. «Están untadas de una yerba tan pestífera, que es imposible al que llega y hace sangre no morir» —dice Cieza de León— «Así que pocos o ninguno de los que han herido con esta yerba dejaron de morir». «Son tan certeros y tiran con tanta fuerza que ha acaecido muchas veces pasar las armas y caballo de una parte a otra». Entre los muertos figuraba el cosmógrafo Juan de la Cosa. «Estaba reatado a un árbol —dice Las Casas— como herido asaetado y porque de la yerba ponzoñosa debía estar hinchado y deforme y con algunas espantosas fealdades, cayó tanto miedo entre los españoles que no hubo hombre que aquella noche allí osase quedar». Si no es por Nicuesa que llega en su auxilio, Ojeda y toda su gente hubiesen quedado ahí mismo como el cosmógrafo.
Los Viajeros de Indias constituyeron por trescientos años las raíces humanas de la clase dirigente y de ese modo fundaron las normas, los arquetipos, las formas de relación y las escalas de valores de la vida venezolana. Ese grupo social, «cerrado y endogámico hasta el incesto», determina de modo irreversible nuestro proceso histórico, nuestras virtudes y defectos, nuestro comportamiento y nuestra realidad. El fruto de esa predominancia es una suerte de parálisis en la estructura de la familia y de constancia en impulsos de intolerancia, inestabilidad, irresponsabilidad, audacia e individualismo.
Como puede verse, el origen del hombre blanco en América y su mezcla se debe fundamentalmente a ese pequeño núcleo de los Viajeros de Indias. Por eso, tiene tanta importancia para nosotros saber quiénes eran aquellos mil hombres. En ello nos va la esencia, como el embrión, la naturaleza de los gametos que producen el huevo. En 1570 la raíz troncular de la población venezolana está echada sobre esos mil hombres, que a lo sumo se encuentran en las entonces llamadas Caracas, Cumaná, Margarita, Barquisimeto, Mérida y Maracaibo. Hacia esa fecha, como dice Oviedo, «habían fenecido todas las expediciones militares que fueron necesarias para la total conquista y pacificación de la provincia». En lo sucesivo los Viajeros de Indias dejarían las armas para ser los pobladores de un mundo que comenzaba a andar. De ellos desciende en mayor o menor grado la casi totalidad de la población venezolana. En ellos posiblemente esté la clave de muchos de nuestros problemas morales y sociales.
¿Fue la fantasía de una riqueza fácil y posible lo que mantuvo en estos hombres viva la esperanza y permanente la inquietud? Si así fuese, cabe preguntarnos: ¿Hasta qué punto era legítimo en aquéllos mantener semejantes ensoñaciones? ¿Hasta dónde el tiempo histórico y el nivel cultural justificaban estas fantasías? ¿Dónde comenzaba la creencia y dónde la perturbación de las funciones que fragua la realidad?
Las Casas, con su peculiar estilo, nos describe en estas líneas la ingenuidad de los compañeros de Obando: «Acordaron todos de ir a las minas viejas y nuevas, como se ha dicho, a coger oro, creyendo que no había más que llegar y pegar. Llegados a las minas, como el oro no era fruto de árboles para que llegado lo cogiesen, sino que estaba debajo de la tierra, y sin tener conocimiento ni experiencia cómo ni por qué caminos o vetas iban, hartábansen de cavar y de lavar la tierra que cavaban los que nunca cavar supieron. Comenzaron a descorazonar, viéndose defraudados del fin que los había traído, con esto pruébalos la tierra, dándoles calenturas; sobre aquello faltábales la comida y la cura y todo refugio; comenzaronse a morir en tanto grado que a enterrar no se daban abasto los clérigos. Murieron más de dos mil de 2.500 y los 500 con grandes angustias, hambres y necesidades quedaron enfermos; y de esta manera les ha acaecido a todos los más de los que después acá han querido por oro a tierras nuevas»
El padre Las Casas y demás cronistas se desternillan de risa con las andanzas de Ponce de León. Así comenta Oviedo: «Se divulgó aquella fábula de la fuente que hacía rejuvenecer o tornar mancebos a los hombres viejos. Y fue esto tan divulgado y certificado por los indios de aquellas partes que anduvieron el Capitán Johan Ponce y su gente y carabelas perdidas y con mucho trabajo más de seis meses, por entre aquellas islas a buscar esa fuente; lo cual fue muy gran burla y desvaríos creerlos los cristianos e gastar tiempo en buscar tal fuente».
Maquiavelo decía que «el hombre de bien no puede tener el ejercicio de las armas como oficio»… «No se puede considerar hombre bueno a quien se dedica a una profesión que exige, para serle constantemente útil, la rapiña, el fraude, la violencia y muchas otras condiciones que necesariamente lo hacen malo»
Los sionistas fascistas de Israel, les aplican a los palestinos, la misma medicina, que aquellos conquistadores, utilizaron con los aborígenes de nuestra América.
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