El 15M surgió en la antesala de unas elecciones autonómicas y municipales. Fue la reacción expresiva de una sociedad que se sentía abandonada a su suerte. Es más, incluso se la culpabilizaba en clave de «hemos vivido por encima de nuestras posibilidades», para así poder empezar la senda de los recortes. No sólo era una sociedad que se sentía abandonada, sino castigada injustamente. La reacción parecía comprendida por todas las fuerzas políticas. Hay que recordar que incluso la derecha la vio inicialmente con simpatía.
La reacción empezó a tomar formas más definidas en acciones prácticas concretas, aun cuando esas acciones se vinieran desarrollando desde bastante antes. En especial, adquirió especial visibilidad -y simpatía- la plataforma antidesahucios. A los ojos de la gente, se pasó de la expresión de la protesta a la resistencia. Se mostró que era posible la resistencia activa representada por los encadenamientos a los portales amenazados de desahucios, por los grupos que protestaban ante la llegada de los agentes. A veces se conseguía parar el desahucio. Otras no. Pero la sociedad dejó atrás la pose del silencio de los corderos.
De la reacción se pasó a los movimientos continuos sectorizados, que desde lo particular apelaban a lo universal, desde intereses que podrían interpretarse como corporativos, hacían ver que afectaban a una forma de entender el sistema social. Educación, sanidad, servicios públicos tomaban la forma de espacios de los que nos desahuciaban colectivamente a la mayoría, para entregarlo a quienes mejor lo pudieran gestionar en la lógica del mercado. Ya no era la llamada a la solidaridad por el desahucio de los otros y un vago «mañana te puede ocurrir a ti». En las manifestaciones de las mareas, que es el nombre que tomaron, se llamaba contra un desahucio general. Ya no era «mañana te puede ocurrir a ti». Era «¡atención, mañana te ocurrirá a ti!». De la resistencia solidaria con víctimas individualizadas, se pasaba a la resistencia de un sujeto colectivo que empezaba a tomar cuerpo: era la resistencia de la sociedad.
No hubo reacción a la reacción por parte del sistema político institucional. Los partidos tradicionales seguían en lo suyo, como sordos y ciegos a las transformaciones de la propia sociedad. En buena parte la seguían viendo como víctima, ya sea de las políticas del otro partido -de no haber sabido enfrentarse a la crisis de unos, de los recortes de otros- ya sea de fuerzas externas, personalizadas en Merkel o los representantes de la troika, o despersonalizadas en la lógica de los mercados especulativos. No se habían dado cuenta de que la sociedad había empezado a configurarse como sujeto, como soberano directo, y no como soberano administrado.
En las elecciones al Parlamento Europeo, la reacción tomó forma organizada. De la mera expresión -de indignación, de cabreo- se pasó casi de manera inadvertida a la semántica de la política, a las referencias, a las políticas posibles. Ya no se vio solamente un «¡basta ya a todo esto!» sino un «estamos dispuestos a convertirnos en sujeto político», a través de un canal, como una fuerza política que ha sabido estar en el momento justo, con el mensaje adecuado.
Apenas se hizo caso de esta reacción, siguieron lloviendo escándalos, que levantaron la alfombra de la podredumbre. Demasiada suciedad durante demasiado tiempo. Nadie, ninguna formación política estuvo muy interesada en limpiarla, porque todas participaban -bien es cierto que en desigual medida- en esa suciedad. Es la propia sociedad la que aparece dispuesta a hacer la limpieza, echando a todos los que, directa o indirectamente, han estado implicados, como se ha visto de manera especial en los casos de las tarjetas de Bankia o en la Operación Púnica.
Es una sociedad que demanda la catarsis. Que es consciente de los peligros que ésta puede conllevar; pero que, ante la situación, está dispuesta a asumir riesgos, bajo la idea de que lo más peligroso es seguir tal como se está, bajo el expolio y el engaño continuo. Es lo que muestran las encuestas ahora, señalando a Podemos como la fuerza política con más apoyo entre la opinión pública.
Es cierto que los resultados de los sondeos de opinión han de valorarse con prudencia. No son lo mismo que una votación, especialmente cuando el tiempo de las urnas está todavía relativamente lejano. Puede que el apoyo a la formación de Iglesias en las encuestas siga teniendo un fuerte componente expresivo y que la racionalización del voto, en el momento de las elecciones, reintroduzca los temores ante lo desconocido, a la pérdida de lo que se tiene -aunque sea poco- y ante un panorama incierto. Pero, por otro lado, lo que se conoce y se tiene como cierto, no gusta, y, además, es verdad que las expresiones de apoyo a Podemos en las encuestas vienen precedidas de una sucesión de escándalos que invitan a la indignación; pero también, de una especie de demonización de esta formación política, llamándola bolivariana, comunista, populista…. A algunos les ha faltado decir que se comían a los niños. Y, aun así, son mayoría los que dicen que, si mañana hubiese elecciones, les votarían. Parece que la sociedad está dispuesta a asumir su responsabilidad ante la irresponsabilidad de la clase política, a correr riesgos.
Una asunción de riesgos derivada de que la sociedad española, aunque desconfíe de las instituciones y la clase política, todavía confía en la sociedad. Hasta ahora, ha sido la confianza en una sociedad en movimiento: 15M, movimiento antidesahucios, las distintas mareas, etc. El siguiente paso es en una sociedad que se reorganiza políticamente, que está dispuesta a cambiar las reglas de un sistema político que se muestra atascado por la suciedad, a los ojos de mucha gente. ¿Qué fuerzas políticas aparecen con la posibilidad de regeneración del sistema desde dentro? Pocas y ninguna entre los partidos mayoritarios, entre los que protagonizaron la transición democrática. ¿Es descabellado entonces pensar en la posibilidad de cambiar ese sistema? Decir que el sistema y las instituciones han funcionado, como se mantiene desde el Gobierno y la oposición, es poco creíble, puesto que la gente observa cómo se han llevado el dinero de todos sin que, aparentemente, nadie se haya dado cuenta, o con la participación necesaria de casi todos los que formaban parte de esas instituciones; cuando muchos de los fraudes realizados a la sociedad datan de hace más de diez años. ¿Esto es funcionar? Es más, las apelaciones a que las instituciones funcionan, además de poco creíbles, son tomadas como indicador de que no se piensa en hacer nada al respecto por los actuales gestores del sistema político. Ante tal situación, la sociedad parece dispuesta a relevarlos de sus responsabilidades y tomar la suya, constituyéndose en sujeto político a partir del canal que pongan a su disposición.
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