Hace algunos días, acompañé a una amiga a la tienda, y cuando te digo “tienda” me refiero a esos negocios pequeñitos de los barrios o las colonias, en los que consigues papas fritas, refrescos o gaseosas y lo del desayuno. El caso es que le dije: “entra, compra lo que necesites, yo te espero sentada en la banca de afuera”. Así fue.
Hacía una tarde muy bonita, tranquila, y pues me senté en la parte inicial de la banca del frente de la casa, a observar. Ni siquiera miré el celular. Sólo observaba lo que estaba pasando. De repente 3 bellas niñas como de 4 años llegaron charlando alegremente, cada una con su trolelote (en México es maíz cocido desgranado con mantequilla, mayonesa, limón, sal, en vaso desechable. Entre otras variedades).
Las niñas venían con toda la intención de sentarse en la banca que yo ocupaba. Una de ellas me miró y sin pedirme permiso se sentó casi encima de mí, por lo que me hice a un lado. Llegó la segunda e hizo lo mismo, me moví a un lado. Llegó la tercera y pues quedé en el final de la banca. Las tres me miraban con picardía. Supuse que para ellas sucedía algo divertido.
De repente comenzaron a reírse. Comían y reían. Yo las miraba. Comencé a reírme. A los pocos minutos me reía como si tuviera 4 años y como si supiera cuál era la conversación o el chiste de las 3 pequeñas hadas. Nunca les dije nada. No cruzamos palabra. Había un lenguaje más bonito que las palabras. Las sonrisas. La mujer que las estaba cuidando salió a mirar dónde estaban. Se quedó afuera observándonos. Las 4 nos reíamos de nada. La señora en silencio, atenta nos miraba.
El tiempo que mi amiga estuvo en la tienda fue demasiado corto o tal vez muy largo, no supe. Me levanté de la banca, les dije adiós con la mano. Ellas también.
Hacía algunos días que me había sucedido algo similar en el salón de belleza donde acostumbro ir. Estaban allí varias mujeres. Me senté al lado de una niña de 5 años. De repente toca mi brazo derecho y hace el ademán de que me dirá un secreto. La miro, me agacho un poco y entonces me dice: “Mira mi pelota nueva”. Y comenzó una dulce conversación, mientras su tía se cortaba el cabello. Al rato todas las mujeres del salón reíamos con ella.
Entonces me dije: Tan pequeñas, tan niñas y tan poderosas. Basta con que una de ellas se siente en algún lugar a sonreír, basta con que a su corta edad, te mire sonriente, para que todas las dificultades de tu día se vuelvan insignificantes, invisibles, inexistentes.
Sucede igual con las flores. Y de nuevo la naturaleza nos enseña. Una flor, por pequeña que sea puede embellecer y perfumar la hierba, la vegetación o la maleza a su alrededor. Es así como atrae colibríes, abejas, mariposas y demás. Es así como perpetúa la vida.
Es así como los humanos nos conectamos unos con otros. A veces sin palabras. Una sonrisa y ya está. Con ella estarás alegrando, alimentando, llegando a mucha gente sin saberlo. Tal vez a eso se refería Pablo Neruda cuando escribió:
Tú me besas y yo salgo a vender luz por los caminos.
El resultado de un beso es extraordinario, milagroso!. En la frase de Neruda, el beso genera luz y muchos compradores de la misma. A su vez, estos compradores beneficiarán a más y más personas tal vez sin saberlo.
Y pues si eso logran los niños con su inocencia, si eso logran las flores con su perfume, si eso logra un beso, pues tú y yo podemos hacer grandes cosas todos los días. Hay momentos en los cuales no es posible porque la vida es un vaivén de situaciones de colores diversos que es preciso experimentar. Pero llegarán esos momentos donde algo muy luminoso tocará tu espíritu y lo tomarás, para después regalarlo a quien corresponda.
Esa es la magia con la que vinimos al mundo. Uno de nuestros grandes poderes. Sonreír.
Uno de estos días puedes sentarte al lado de una flor y pedirle que te cuente sus secretos. Después de quedarte en silencio, escucharás cómo te descifra la vida con su lenguaje.
Vivi Cervera 2014.