La ciudad nabatea de Petra atesora infinitos atractivos. Sus tumbas y templos constituyen el reclamo de películas y documentales. Sin embargo, menos conocidos son unos extraños monolitos, tallados en innumerables rincones de la urbe, los cuales constituirían el receptáculo de poderosos dioses. En los últimos años, los arqueólogos han descubierto las conexiones de estas piedras sagradas con ciertas estrellas y determinados ritos. AÑO/CERO ha viajado hasta la zona en busca de respuestas…
La película de Stanley Kubrick recrea un momento mágico de nuestra evolución, imposible de conocer con exactitud. Pero, ¿existe en algún lugar de nuestro planeta un objeto similar al representado en 2001? ¿Un monolito capaz de proporcionar esos chispazos de genialidad a quienes lo contemplaban y rendían culto? La respuesta es sí. Lo podemos encontrar en Petra, la mítica ciudad rosa del desierto jordano.
ESPLENDOR EN MEDIO DEL DESIERTO
La historia y la arqueología adjudican la construcción de la ciudad a una antigua cultura de orígenes inciertos: los nabateos. Según Diodoro de Sicilia, los nabateos del siglo IV a. C. eran un pueblo seminómada de procedencia desconocida. Parece que no practicaban la agricultura y destacaban por su astucia. Sobrevivían tanto de la ganadería como de la rapiña y se ocultaban entre los peñascos del desierto: refugios naturales que conocían a la perfección y donde mantenían grandes depósitos secretos de agua, excavados sobre las paredes rocosas.
Unos dos siglos después, la imagen sugerida por Estrabón nos da cuenta de un cambio espectacular. Los nabateos en el siglo I a. C. habían constituido un importante reino, muy admirado por sus contemporáneos extranjeros. Habían hecho de Petra una fastuosa capital en mitad del desierto, absolutamente cosmopolita y floreciente. Todavía hoy es posible contemplar buena parte de ese esplendor, paseando por los restos arqueológicos de la urbe. Causan asombro sus más de quinientas viviendas rupestres y sus casi ochocientas tumbas horadadas en la arenisca con cuidadoso refinamiento, en algunos casos mostrando unas fachadas talladas sobre roca con tal destreza y gusto artístico, que cuesta creerlo. El viajero también cae rendido ante el excelente aprovechamiento de cada gota de agua vertida en el valle. Un sinfín de canales, cisternas, presas y demás obras hidráulicas, realizadas con enorme talento por los nabateos, regaban campos agrícolas y jardines todo el año. Así lograron abastecer a una población permanente mayor de 30.000 personas.
Detrás de esa gran metamorfosis del pueblo nabateo, sin duda estuvo el genio de sus gentes y su capacidad para absorber los conocimientos técnicos y las costumbres procedentes de aquellas culturas con las que entraron en contacto. Pero tampoco debemos olvidarnos del poderoso influjo de sus propios dioses, que adoptaron la enigmática forma de monolito liso, rectangular… Silencioso.
Los nabateos no dejaron extensos escritos ni mitologías que nos permitan acercarnos a su manera de entender lo divino. Únicamente se conservan algunas breves inscripciones junto a los abundantes monolitos tallados en roca, cuyo significado oculto desafía la curiosidad de viajeros y especialistas. Su representación más típica adopta la forma de un rectángulo pétreo con superficies lisas, siendo la mitad de anchos que de altos. Algunas piezas alcanzan varios metros, mientras que las más diminutas apenas tienen unos cuantos centímetros. Pueden aparecer aisladas o junto a otros monolitos, formando parejas, tríos o hasta conjuntos de cinco elementos. Además, las hay talladas en la roca o conservadas en el interior de hornacinas más o menos decoradas, pero también abundan los «ejemplares portátiles».
Suele utilizarse la palabra «betilo» para referirse a todas estas piedras sagradas de los nabateos. El término procede del griego baitulus y del semítico beth-el, cuya traducción sería «templo del dios» o «de Él». Sin embargo, los propios nabateos gustaban de llamar a sus monolitos nsb y msb, es decir, «piedra» o «estela alzada». Ambos vocablos aluden a la piedra como receptáculo de la divinidad. Por tanto, el monolito no se adoraría por sí mismo, sino como elemento depositario de una presencia divina. La arqueóloga Jane Taylor definía muy bien la cuestión, al decir que los betilos reflejaban una manera de reconocer la imposibilidad de representar lo irrepresentable.
Muchas gracias domi por compartir.
Más les valían a estos antepasados que adorar a esos «dioses» procedentes del inframundo.