domi Sobre la ira

La ira -mucho más que el amor- mueve el mundo. Por eso, y pese a ello, seguimos temiéndola, odiándola, desconociendo su naturaleza. Llevamos siglos combatiéndola ciegamente, reprimiéndola, castigándola sin aprender nada de ella… Y generando, por eso mismo, más y más furia. La historia humana es una sucesión interminable de incendios personales y sociales. La represión de la ira es además un instrumento de poder y, desde siempre, los fuertes la reprimen en los débiles en todos los ámbitos: infancia, educación, sociedad… ¡Incluso en psicoterapia! De esta última clase de represión emocional hablaremos aquí.

La neurosis es, como sabemos, la secuela psicoafectiva de los desamores y abusos sufridos en la infancia. Es algo parecido, en lo individual, a los disturbios surgidos en una sociedad explotada… Ahora bien, toda violencia genera mucha rabia en las víctimas. Para combatirla en lo personal, cierta psicología ha maquillado «científicamente» un viejo dogma educativo: «si expresas tu enojo, lo aumentarás». Lo que se traduce, en mi opinión, en una orden represora basada en el miedo, parecida a «si te masturbas, te quedarás ciego».

Es verdad que, si animas a alguien a expresar su rabia hoy, favoreces con ello que también la exprese mañana, pareciendo así que su tendencia a la rabia «aumenta». Pero ello no significa que mi enojo de hoy sea la «causa» de mi enojo de mañana. Lo único evidente es que adquiero el hábito de no reprimirme, y que ambos días tengo motivos para enfadarme. Estos motivos pueden ser los mismos o diferentes, actuales o de origen remoto, conocidos o inconscientes. Si mi cólera es significativamente intensa o frecuente, lo más inteligente parece, entonces, no tanto amordazarla (cosa socialmente indispensable muchas veces, por supuesto, pero también imposible a menudo), cuantoidentificar y resolver lo antes posible sus causas específicas, usando mientras tanto vías alternativas -inocuas para todos- de canalización y descarga.

La ira, como todas las emociones, no es un demonio a exterminar, sino el indicador inequívoco de problemas a solucionar. En este sentido, he conocido a muchas personas perjudicadas por terapeutas que, en vez de respetar su rabia, ofrecerles canales de expresión (catárticos, artísticos…) y ayudarlas a descubrir y solucionar sus causas, simplemente les prohibieron experimentarla. Les enseñaron, en realidad, a temer su propia ira, a desconfiar de sus emociones, a renegar de sí mismas. Las reneurotizaron. El resultado fueron personas aparentemente «mansas», sí, pero también muy inseguras y cargadas de ansiedades, ideas obsesivas, sentimientos depresivos… Más blindadas que nunca.

En general, «combatir» la ira sólo es intentar sepultarla a más profundidad. Como se hace con la basura radiactiva. Pero las emociones humanas no son residuos, sino pura vida. ¡Son nosotros mismos! Por eso no podemos maquillarlas o esconderlas a ningún nivel sin que, tarde o temprano, regresen. A su tiempo, vuelven siempre transformadas en síntomas físicos (somatizaciones), psíquicos (neuróticos) o sociales (infelicidad colectiva, maltrato infantil, violencia…). La lucha contra las emociones dolorosas o indeseables es, pues, totalmente infructuosa. Lo único accesible al ser humano es la prevención y solución de las causas que las detonan (desamor, abuso, frustraciones, injusticia…).

En última instancia, aliviar la furia significa reconectarla con sus verdaderas causas y/o destinatarios. Es decir, abandonar las innumerables máscaras y  chivos expiatorios que solemos emplear para evitar a nuestros auténticos -y terroríficos- enemigos. Éstos pueden ser, p. ej., el miedo, la envidia, mi madre, mi padre, mi egocentrismo, mi desesperación… Pero, como en toda narración épica, sólo el victorioso duelo final contra mis fantasmas me liberará de las pasiones destructivas.

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