Siempre ha habido avanzados que han consumido felizmente su vida en el sacrificio de traer un poco de luz y vida a la humanidad, enarbolando el estandarte del recto conocimiento y la libertad interior. Entre esos filósofos enamorados de la sabiduría que enseñaron a no perderse en los laberintos de la letra muerta, se encuentra Ibn Arabí, un maestro de la tradición islámica sufí.
A fines del siglo XIX, Madame Blavatsky, quizás la mujer más sabia de su tiempo, dijo que cuando las sociedades sucumben, cuando se queman y son destruidas las bibliotecas, cuando desaparece todo el caudal benevolente de una tradición literaria, quien pierde es el conjunto de la humanidad. No los verdaderos sabios, que pueden leer en el gran libro de la Naturaleza, el gran libro de la Vida, casi insondable si queremos penetrar más allá de sus siete velos y mirar su gloriosa desnudez, sus inefables tesoros. Según dice el libro Voz del Silencio, sus recintos ocultos se abren ante la mirada pura del espíritu, pero no ante las miradas lúbricas y las manos grasientas del deseo y la avidez.
Pero si los sabios perfectos han sido capaces de abrir sus ojos del alma y ver y leer en el libro de la Naturaleza, en su alma siempre pura y fecunda, el común de los mortales ni sabemos interpretar sus signos, y tantas veces, ni siquiera verlos ni apreciarlos.
Por ello la historia de las civilizaciones, durante milenios, establece y fija como referencia inviolable las palabras escritas o transmitidas oralmente, cuando su origen es considerado divino o sublime. La India tienen sus Vedas, que son revelación (Sruti), palabra de Dios; la Grecia antigua, las obras de Homero; Roma, su Eneida; los judíos, su Pentateuco; el Egipto de los faraones, su Libro de la salida del alma a la luz del día (llamado comúnmente Libro de los muertos); los cristianos, su Nuevo Testamento, al que sumaron la tradición bíblica hebrea; y China, los Libros de Confucio, admirables en su saber y urbanidad.
Los musulmanes elevan vigorosamente como su libro sagrado la revelación profética del Corán, con la que Mahoma incendió innúmeros corazones, con un entusiasmo religioso y civilizador que humanizó el mundo desde la futura Portugal hasta África del Sur y China, pasando por todo el norte de África y el Oriente Medio, en solo tres siglos: una expansión religiosa y legisladora sin precedentes en la historia.
Estos libros sagrados, adaptando su mensaje a la psicología y entendimiento de su época y el lugar en que fue dado son, en cierto modo, cofres y receptáculos en que se guardan destellos de luz del Corazón de Diamante del Universo, aquel a quien sirven y de quien son expresión los infinitos seres vivos.
El problema siempre de estos textos que reciben el nombre de sagrados es la interpretación ciega, la que leyendo las letras y oyendo los sonidos no es capaz de ver la luz de sus significados ni oír su música sublime. Son los esclavos de la letra muerta, (esclavos, por tanto, de su ignorancia), quienes han vampirizado durante milenios a la humanidad, permitiendo que se alcen como gigantes sombríos los enemigos del verdadero progreso, los monstruos de la inercia mental, los devoradores de conciencias.
Ellos son los que torturaron y quemaron a Giordano Bruno y a Juana de Arco, los que obligaron a Galileo a renegar, los que asesinaron a la filósofa Hipatia de Alejandría o a miles de budistas en la India, los que apedrearon a Raimundo Lulio o hicieron sucumbir bajo pesadas cadenas al profeta Mani porque amenazaba la fe zoroastriana, o los que modernamente juzgan y condenan a Walt Disney por ser una especie de Anticristo.
Contra la oscuridad, la luz
Y, sin embargo, levantando en alto el estandarte del Amor y la Sabiduría, del Recto Conocimiento y la Libertad Interior, ¡cuántas almas han consumido felizmente sus vidas en el sacrificio de traer un poco de luz y vida al alma humana! Y no me refiero solo a los que hicieron nacer o impulsaron nuevos credos. No solo Cristo, Mahoma, Buda, Moisés, Vyasa u Orfeo, sino ellos y también innumerables filósofos, enamorados de la sabiduría, que han enseñado a leer en el alma de la Naturaleza, Libro de libros, y a no perderse en los peligrosos laberintos de la letra muerta, laberintos que esconden siempre al terrible y oscuro Minotauro de los terrores y sombras del siglo.
Uno de estos personajes, sublime, inspiradísimo, un auténtico mensajero del Reino de la Verdad en este teatro de esfuerzos y claroscuros que es el mundo, fue Ibn Arabí, a quien la tradición islámica sufí va a considerar Maestro Máximo.
Vivió a caballo entre el siglo XII y el XIII (1165-1240) de nuestra cronología, y como laboriosa abeja en un jardín de flores, libó en la pureza y saber de las almas más esclarecidas de Al Ándalus, comenzando en Sevilla, adonde se trasladó desde Murcia de niño con sus padres. Incesantes pruebas y viajes, siguiendo siempre la voz divina en su alma y los imperativos de su conciencia, le llevaron a recorrer todo el norte de África, Egipto y a establecerse en Damasco, dejando tras de sí a cientos de discípulos y más de 400 libros, el último de los cuales, Las Iluminaciones de la Meca, de varios miles de páginas, es la Doctrina Secreta de su tiempo.
Su obra no es especulativa, sino doctrinaria, escribe lo que sabe cierto, no divaga. Afirma y ejemplifica, enseña, razona y demuestra, ni se pregunta ni dialoga, aunque adivinamos que lo que sabe y enseña es como una destilación alquímica de un diálogo íntimo con Dios, con su alma y con el alma de todo lo que vive.
Y ahí está la clave: su saber nace de un diálogo íntimo y debe provocar en el lector o en el oyente un diálogo íntimo, que le lleve naturalmente –y en una dimensión más elevada que en la que está vulgarmente nuestra conciencia– a una certeza también íntima. El problema es cuando el hallazgo del sabio se convierte en el dogma ciego y, por tanto, mal interpretado del necio. El que con su misma necedad golpea a quien quiera acercarse con ánimo puro a esa certeza, que por serlo, solo puede ser hallada en la conciencia de cada uno. Uno puede obligar a otro a “creer”, presionando, manipulando, seduciendo; pero nunca a “saber”, pues este es un movimiento libre y espontáneo de nuestra conciencia hacia la verdad, con la misma belleza y naturalidad con que un loto abre sus pétalos a la luz.
Ibn Arabí es un ejemplo de mentalidad abierta y de sabiduría más allá del dogmatismo. Un paradigma de tolerancia religiosa y de hermenéutica sin prejuicios. La interpretación que hace del Corán es abrumadora de tan profunda, uno siente el vértigo que se apodera de quien se asoma al abismo.
Los engarces de la sabiduría
Podemos escoger, y solo a modo de ejemplo, una de sus últimas obras escritas: Los engarces de la sabiduría. En ella presenta 27 caminos, arquetipos de perfección e imágenes de la sabiduría, siendo diferentes patriarcas y profetas bíblicos una encarnación o modelo de los mismos.
Así, Adán es la luz condensada de una sabiduría divina; Noé, de una sabiduría trascendente y Abraham de una sabiduría loca de amor, David de una sabiduría de la realidad, Salomón de una sabiduría secreta, etc.
Por qué y cómo cada uno de estos personajes representa cada una de las diferentes sabidurías lo explica Ibn Arabí en este tratado filosófico y místico, uno de los más abstrusos y por veces desconcertantes de la pluma de este sabio musulmán.
El nombre, “engarces de la sabiduría”, se debe a que, del mismo modo que la luz que atraviesa una joya se condensa en el foco o en la concavidad oscura que forma el engaste de un anillo, cada uno de estos patriarcas es como una joya que condensa, alquímicamente, la Luz del Alma del Mundo o Sabiduría Madre.
Mahoma sería el sello, el que cierra el ciclo, no histórico, sino arquetípico de los profetas, en relación con los Nombres de Dios y, por tanto, también con los Números Sagrados. No olvidemos que el 28 es llamado, en la matemática pitagórica, Número Perfecto, al ser la suma de todos sus posibles dividendos:
28 es igual a 14 más 7 más 4 más 2 más 1.
Insisto, Mahoma, según Ibn Arabí, cierra y sella el círculo de estos Profetas. Él es, según el pensamiento sufí, la piedra angular o clave de bóveda de un tiempo o templo alegórico o de virtudes y poderes, no de un “tiempo o templo histórico”. Afirmar dogmáticamente que Mahoma es, hasta la consumación de las edades, el último Enviado de Dios, es como negar que Dios vive y reina en el corazón humano, y decir, por tanto, que somos marionetas inertes e insensibles empujadas por un destino aciago y cruel.
Esta obra, como la mayor parte del discurso de Ibn Arabí, es un ejemplo de sublime hermenéutica. Su mirada y su verbo de fuego convierten las enseñanzas coránicas en paisajes de sabiduría y moral que imaginamos semejantes a los que presenciarían los discípulos en la escuela ecléctica de Amonio Saccas al comentar los Himnos órficos o caldeos, o en la catequética de Orígenes cuando explicase el Cantar de los Cantares o el Pentateucohebreo.
Ibn Arabí enseña, por ejemplo, que cuando Alá le dice a Iblis (Satán): ¿Qué es lo que te impide prosternarte delante del que Yo he creado con Mis dos manos? (Cor. 38, 75), significa que el ser humano (Adán) reúne en sí mismo la forma del mundo y la Forma de Dios, y que estas son las dos Manos de Dios. [1]
Es el mismo significado que la tradición vedantina asocia a la creación del ser humano como Kumara (ángel celestial)-Makara (dragón acuático): ambos son simbólica y respectivamente una estrella de cinco puntas y un pentágono invertido (Ma-“5”, Kara-“lado”, en sánscrito). Los egipcios representan esta creación como un ser doble, con cabeza de halcón (Hijo del Sol, con capacidad de volar) y cuerpo de cocodrilo (las profundidades acuáticas aterradoras, el mundo que aprisiona la conciencia). En las tradiciones teosóficas es Manas (la Mente Pura) y Kama (el Principio del Deseo).
Y añade Ibn Arabí: “Iblis (Satán) es un elemento del mundo y no posee esta cualificación sintética”, el ser humano es la síntesis de toda la naturaleza, es un microcosmos.
Un poco después dice que en el texto coránico (4,1): “Hombres, temed a vuestro Señor que os ha creado a partir de un alma única…”, la frase “Temed a vuestro Señor” significa: “Haced de vuestro exterior una salvaguarda para vuestro Señor, y de vuestro interior, que es vuestro Señor mismo, una salvaguarda para vosotros, porque la Orden (la pertenencia a la Jerarquía de Iniciados y Discípulos?) comporta censura y alabanza. Sed su salvaguarda para la censura y haced de Él vuestra salvaguarda para la alabanza; seréis así de aquellos que respetan las conveniencias espirituales y poseen la ciencia verdadera”. ¡Admirable enseñanza para todo discípulo en cualquier edad del mundo!
Cuando Noé dice: Enviará el Cielo sobre vosotros lluvias abundantes (Cor. 71, 11), enseña Ibn Arabí que esto significa conocimientos que proceden del Reino de la Inteligencia“y que conciernen a los significados espirituales así como la especulación utilizada a la vista de la interpretación esotérica”.
En el capítulo “Engarce de una sabiduría luminosa en un verbo de José”, Ibn Arabí hace una disertación muy, muy profunda sobre la naturaleza del mundo como telón en que se manifiesta la naturaleza divina a través de Sus Nombres. Comentando el texto coránico: “¿No ves cómo el Señor extiende la sombra? (Cor. 25, 45), enseña que el significado es que “todo [2] lo que percibimos es la realidad de Dios en las esencias de las posibilidades contingentes: desde el punto de vista de Dios, se trata de Su realidad; desde el punto de vista de la diferenciación de formas en Él, se trata de las esencias de estas posibilidades: de igual modo que esta diferenciación no invalida el nombre ‘sombra’, ella no invalida ni el nombre ‘mundo’ ni la expresión ‘todo lo que no sea Dios’. Considerado en la unidad de su sombra, se trata de Dios, porque es ‘el Uno Único’. Considerado en la multiplicidad de sus formas, se trata del mundo. Prueba tu sutileza y realiza lo que te expongo”.
El destino y la felicidad
Poco más adelante reflexiona sobre lo que los filósofos hindúes llaman Karma, y los egipcios, la garra de la leona Sekhmet: el destino fatal, imprevisto y doloroso pero que lleva a las almas de nuevo a la luz y a la felicidad.
Por eso Dios les ha dicho : “Se trata más bien de lo que llamáis la ‘pronta llegada’: un viento que contiene un castigo doloroso (Cor. 46,24). Ha utilizado el término viento (rih, en árabe) por alusión al ‘reposo’ (râha, en árabe) que encierra, porque, por medio de este viento, los libró de estos cuerpos toscos, de estas marchas penosas, de estas densas tinieblas. Ese viento contenía un ‘castigo’, algo que les resultó ‘delicioso’ cuando lo gustaron, incluso si les hizo sufrir primero, sacándoles de aquello a lo que estaban acostumbrados. Dios les anunció la buena nueva de este castigo, lo que era en realidad un bien más próximo a ellos que el que habían imaginado. El viento destruyó todas las cosas por orden de su Señor. Por la mañana no se vieron más que sus casas (Cor. 46, 25), es decir, sus cadáveres, que habían sido habitáculo para sus espíritus divinos”.
En el libro Ankor, el discípulo, el profesor J. Á. Livraga († 1991) expresa una idea igual o semejante:
“Príncipe… El Destino está también aquí y en cualquier parte… Nada está fuera de Maat, la Mente Cósmica justiciera que marca nuestras rutas… Cuando nos dormimos, la garra de Shekmet, la Leona de Fuego y Tierra, nos despierta violentamente… Entonces, los hombres comunes dicen que los tocó la desgracia…, pero nosotros sabemos que nos tocó Dios”.
En el capítulo 15, “Engarce de una sabiduría profética en un verbo de Jesús”, entre otras sublimes enseñanzas, habla de la Filosofía, del Discipulado y la Iniciación, del despertar y abrir los ojos a la verdadera naturaleza, el ser luz del mundo y sal de la vida. O sea, la salida de la tumba de nuestro egoísmo e ignorancia, del capullo de nuestra mediocridad al oír la llamada del Destino, la Voz de Dios, la Voz en el Silencio. Este, dice, es el verdadero significado de estar muerto y renacer, estar muerto y ser revivificado:
“En cuanto [3] a la vivificación en el seno espiritual operada por medio de la ciencia divina, procede de la Vida divina esencial, trascendente, luminosa de la que Dios ha dicho: O el que estaba muerto y hemos revivificado, y hemos hecho para él una luz con la cual camina entre los hombres (Cor. 6, 122). Cualquiera que vivifique un alma muerta por una vida que proceda de la ciencia a propósito de una cuestión particular concerniente a la ciencia divina, la resucita verdaderamente. Esa ciencia vivificadora es para él una luz con la cual camina entre los hombres, al menos entre los que son sus semejantes en la forma.
Si no hubiera existido Él ni nosotros,
lo que existe no habría existido.
Somos en verdad, unos servidores
y Dios es nuestro Maestro.
Somos su Ser. Entiende
cuando digo: ‘hombre’
Que no te vele ese nombre.
Él le ha dado una prueba.
¡Sé Dios! ¡Sé criatura!
Tú serás por Dios un Infinitamente Misericordioso.
¡Alimenta de Él sus criaturas!
Serás ‘reposo y aroma’ (Cor. 56, 89)
Le damos eso por lo que aparece
en nosotros, y Él nos da.
La Orden está dividida
en ‘eso es Él’ y ‘eso es nosotros’.
Está vivificado el que conoce
por mi corazón, cuando Él nos ha vivificado.
Somos existencias en Él,
seres y tiempo.
No está permanentemente en nosotros,
sino sólo en algunos momentos”.
Ibn Arabí dice que “independiente de los Mundos” (Cor. 3, 97) significa que la verdadera Esencia –la Mónada divina o Dios mismo, si queremos– no está sometida a la polarización y, por otro lado, la polarización es la ley fundamental de la naturaleza. Es decir, que la esencia, aún no polarizada, cuando actúa en la naturaleza lo hace gracias a esta ley de dualidad, pero sin dividirse ella misma, ni inclinarse hacia ningún polo:
“Después [4] el Altísimo ha amasado con Sus dos manos el barro del que ha sido hecho el ser humano. Se trata aún de una polarización, aunque ambas manos divinas sean, por otra parte, una Diestra bendita. Su distinción es evidente, y no es más que por el hecho de que ellas son dos. Eso es porque no se puede actuar por encima de la naturaleza más que en conformidad con su ley fundamental, que es la polarización, por esa razón son dos las manos”.
Estas dos manos, y acorde con esta enseñanza de Ibn Arabí son, en la simbología egipcia, las dos serpientes a ambos lados del Sol en Amón Ra; o en la germánica, dos cuervos negros que acompañan siempre a Wotan, la Voluntad de Dios; o, más cercano a nuestra cultura, los dos dragones del estandarte del rey Arturo; también, los del símbolo chino del yin-yang; o las serpientes entrelazadas del caduceo de Hermes.
Que estos ejemplos, mínimos esbozos, insignificantes en el abismo de conocimiento de Ibn Arabí, sirvan para incitarnos a buscar y sumergirnos en esta sabiduría eterna, que no solo nos da la verdadera medida de cuanto se acerca a nosotros, sino que también, y es lo más importante, nos permite a todos los seres humanos, abrazarnos como hermanos, más allá de nuestras creencias religiosas o diferente educación y cultura.
[1] Los engarces de la sabiduría , de Ibn Arabí, traducido por Andrés Guijarro, editorial Edaf, colección Arca de la Sabiduría. Pág. 28, 1.ª edición, mayo de 2009, España.
[2] Ibíd. pág. 95.
[3] Ibíd. págs. 154, 155.
[4] Ibíd, pág, 156.
http://circulopranico.tumblr.com/post/98494289474/ibn-arabi-una-mirada-lucida-y-profunda-al-coran