«Maduramos el día en que nos reímos francamente de nosotros mismos».
(Albert Einstein).
Nos pasamos media vida tratando de tomar en serio nuestro papel en el mundo y, otra media, tratando de aligerar el peso que tuvimos que cargar para salir adelante. Media vida poniendo un rostro grave para que nos tomen en serio y, otra media, tratando de reírnos un poco de nosotros mismos mientras compartimos el “tinglado” de la doble moral y las corrupciones silenciosas. Un espacio lúdico y patético en el que todos “están en el ajo”, incluida la propia persona.
Madurar es un objetivo que promete serenidad y disminución del sufrimiento existencial. De hecho, el proceso de maduración conlleva una permanente reducción de la importancia personal y de la importancia que a su vez, parecen tener las cosas. Conforme uno crece y se desarrolla, vive la cara y la cruz de la moneda de casi todas las situaciones de la vida. Y dicha toma de consciencia, de pronto, crea la liberación de ese miedo sutil que inspiraba la solemne dramatización del camino de ida.
El hecho de reconocer que hemos cometido todos los pecados que un día atrás llegamos a condenar, disuelve la circunspección con la que se adornan los asustados púberes que todavía creen en lo que opinan. El sentido del humor merece una alabanza que como signo de flexibilidad, pone en “tela de juicio” las verdades que encorsetan a este mundo de ambición uniformada y clones de éxito oficial.
¿Qué puede uno hacer para reírse un poco más de sí mismo?
En principio, no reñir a las partes de nosotros que no “dan la talla” y, seguidamente, proclamar nuestras debilidades y carencias, justo en el momento en que aparecen por la puerta de nuestra consciencia. Una vez reconocidas, conviene dejar el camino de la culpa y la exigencia, y cruzar por el que dice: “Reírse rápido de nuestra limitación y torpeza, antes de que se olvide y desaparezca”.
Si aún así, a usted le cuesta, ríase de su seriedad, tal vez de sus kilos de más y de su importancia personal. Ríase del miedo al fracaso, del temor al engaño y del fantasma de la soledad. Ríase de su intestino, de sus comilonas y de sus adicciones varias. Ríase de su inseguridad, de sus lágrimas en el cine y de sus anhelos de pareja perfecta. Ríase de su vergüenza, del ridículo que un día hizo y de sus exageraciones patológicas. Ríase de su incertidumbre y de su ansiedad soterrada. Ríase de su cuerpo, de sus enfermedades y de la sutil decadencia. Ríase de su orgullo, de sus envidias y de su impaciencia. Ríase de sus anhelos espirituales, de sus fantasías y de sus ansias varias. Ríase de sus dolores, de sus lágrimas y de sus miedos a empezar una vez tras otra..
Ríase de su insolencia, de sus fallos y de la puntual estrechez de su consciencia. Ríase de sus bajones, de su cólera y de sus carencias. Ríase del flujo de sus dineros, de sus pasiones y de sus emociones extremas. Ríase de los momentos opacos, de sus ciclos bajos y de las noches oscuras del alma. Ríase de su incomodidad ante las críticas, de su perfeccionismo y de la densidad de su cólera. Ríase de la enfermedad y del miedo a una muerte sin vuelta. Ríase de no haber hecho lo que quería, de no haberse enamorado más de la vida y de haber perdido el profundo sabor de la Presencia.
Ríase de los momentos miserables en los que siente perdido el noble rostro de su alma.
—
De Inteligencia del Alma de José María Doria
Publicado por Adriana Babè en comunidadconsciencia.ning.com
Yo tuve que aprender a reírme, y cada vez lo hago con más frecuencia, y bromeo mucho.
De nada. . .
Buenísimo articulo. riamonos en profundidad de nosotros, porque de todo lo que podemos reirnos…nada es realmente nuestro Yo verdadero!!!, y así será una forma de alcanzar al que sí lo es!!!